La fea más lela
Crítica de "The devil wears Prada", de David Frankel, 2006.
Crítica de The devil wears Prada, de David Frankel, 2006.
Con sólo darle una revisada a la ficha técnica de la película, ni siquiera su sinopsis (acto recomendable para todo aquel que se aprecie como buen cinéfilo), uno ya se va dado idea de lo que vendrá. La fama de su protagonista, la eterna aplaudida Meryl, además de la novela que le antecede, da para buenos augurios: una película que critica al efímero mundillo de las revistas de moda y las pasarelas. Error. No hay tal. Si bien la empleada, lista pero mal vestida (como la fea pero aplicada), se le retrata como la pobre mal tratada que aspira a ser un “alguien” en esa cruel esfera del periodismo neoyorkino, la sagacidad y astucia de su empleadora le gana, no sólo en las intenciones primarias, por las que uno pagó un ticket de entrada, sino por esto más, “Emily” fracasa porque es seducida por el encanto de las sirenas y, embelesada ya, se deja arrastrar sin retenciones, porque, dicho sea de paso, su actuar la encamina a ser una mejor persona; y encaminados, el guionista alecciona a las audiencias, y lo más triste, muchos se dejarán aleccionar. Entonces, toda la película fracasa, con esos discursillos sobre la función de una revista de moda para una pobre niña negra del Bronx (o de una favela brasileña, no recuerdo), con otros discursos parecidos insertados aquí y allá, la supuesta denuncia de maltrato laboral se aletarga en un rincón, para morir luego. Sí hay algo positivo, es la actuación milimétrica, precisa, de la ya mencionada Meryl, pero fuera de eso, hay que apuntar otro aspecto negativo.
Imagine que se rodó en los años setentas. Recuerde la moda de esa época, ¿cómo estarían vestidos los personajes? Peor aún, ahora imagine que se rodó en los ochentas, época que pocos quieren recordar. No podrá evitar comparar el estado de la moda de esas épocas con la que usted, espectador, ve la película. Le resultará ridículo este o aquel vestido y dirá, pero cómo ha envejecido. He ahí el punto, que la trama se ciñe a una época y ésta le da su fecha de caducidad. En algunos años otros espectadores la verán, y tal cual, la rechazarán con una mueca.
Crítica de The devil wears Prada, de David Frankel, 2006.
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