La sociedad de los perros muertos

Crítica de "La ciudad y los perros" de Mario Vargas Llosa.

Los universos cerrados y con personajes perfectamente identificables y definidos dentro de ellos han sido la excusa para ciertos experimentos literarios (pienso en J.G. Ballard y en J.L. Borges). Como el científico que diseña una complicada red de laberintos y trampas que un ratón debe resolver, así el escritor que haya optado por este recurso trata a sus personajes: los limita a un espacio y a un tiempo, les impone reglas y les ordena sus movimientos. En contadas ocasiones los resultados son aceptables, las más de las veces son decepcionantes. En Mario Vargas Llosa, joven cuando escribió su premiada novela, el universo cerrado que representa un colegio militar en el Perú de su vida estudiantil, el resultado es sorprendente. Hay motivos bastante identificables en la novela, aunque uno no esté enterado de las opiniones de Sartre respecto de la literatura que el mismo autor comenta en su prólogo: denunciar la crueldad de la formación castrense en lo general, y a la vida militar en sí sobre un grupo de adolescentes, salta a simple vista. Y sería una lástima que el relato, con su prosa cristalina y bastante flaubertina, se limitara únicamente a canonizar al pensador francés. ¿Qué hace a la novela romper la barrera de la denuncia simplista? En primer lugar, he dicho, su escritura efectiva y desenvuelta, descriptora del entorno, del marco físico primero y después descriptora de los personajes que se mueve en él y que, sin interiorizar demasiado, logra dar a conocer sus motivos. Hay juegos de luces y sombras, se describen amaneceres cristalinos sobre una plaza o sobre un descampado; se describe la brumosa luminiscencia de la niebla sobre las cuadras del colegio y la casi fatal oscuridad en los recovecos donde los cadetes han de esconderse para tramar sus planes: en última instancia, dar rienda suelta a sus motivaciones.

No es Vargas Llosa un autor que guste de dar vueltas antes de exponer la cuestión: porque en él hay tal, se sabe, quiere decirnos algo. Y logra comunicarnos la denuncia a través de múltiples voces (los cadetes, personajes vivos de la novela) y del juego de planos temporales que se intercalan, logrando un efectivo dinamismo, y otra vez, una invitación a proseguir. Y cuando uno prosigue más allá de la primera parte del primer capítulo se descubre otro universo que convive en simbiosis, con los mismos personajes pero en otro espacio temporal: los antecedentes de cada uno de los cadetes, donde han de exponerse a lo largo del relato el pasado tormentoso y complicado que los orilló a ingresar al Colegio Militar Leoncio Prado: el universo cerrado de ciertos barrios de Lima, la capital del Perú. Allí sabemos quién es el Jaguar, personaje esquivo dentro del Leoncio Prado; el porqué del carácter bonachón y débil del Esclavo en contraste con la fortaleza de espíritu que parece acompañar a Alberto, el Poeta. Los tres personajes principales, tan diferentes entre sí, que los une algo más que el simple plan inicial que llevan a cabo justo al comenzar la novela, expanden y contraen, consientes o no, las reglas tácitas no escritas y los reglamentos que rigen al ensayo de vida militar que representa ser para un cadete dentro del colegio. Y a través de esa tensión de intereses, el autor, en voz de sus narradores múltiples, va tejiendo la urdimbre donde se habrán de exponerse las pasiones más bajas de los seres humanos, específicamente de aquellos que han jurado guardar y hacer guardar la disciplina y el código castrense que en sí mismo se enorgullece de ser patriótico y milenario. Nos dice: no hay código o ética que valga, siempre habrá un ser humano detrás de él que lo modificará a su antojo. Así, con esa declaración de principios, la novela deja de ser una denuncia y un ataque claro con un objetivo específico; la novela se transmuta, en el proceso de la lectura, en una reflexión que habrá de acompañar a su aventurado lector.



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