El caballo indómito y yo

Cuando cumplí doce años mi papá me regaló un caballo. No fue que se lo hubiera pedido; él lo sugirió como regalo, y yo lo acepté como un sueño hecho realidad. Aunque no siempre cumplía su promesa, en aquella época aún podía darse el lujo de cumplirme sus regalos.

El caballo era negro, salvaje e indómito. El ranchero que lo había criado nunca lo adiestró y, según refería, pocas veces lo había ensillado, pero aún así se dejaba montar. Mi padre le dio al ranchero un verraco y la diferencia en efectivo como pago. Como también teníamos un solar de media hectárea con una granja de pollos y un granjero que los cuidaba, el lugar para mantener al azabache no fue mayor problema. El día que llevaron el azabache a la granja estuve animado, aunque ya me había precavido mi padre que el caballo necesitaba que alguien lo domara. Ya contaba con los nombres de ciertos rancheros que lo harían, aunque existía la posibilidad de que el ejemplar, debido a su adultez, no perdiera tan fácil su naturaleza salvaje.

El primer día que lo vi quise montarlo. ¿Qué niño no se emociona con un regalo? Esperar a que obedeciera órdenes sin relinchar me era por demás inconcebible. No sobra decir que no sabía montar y que la única instrucción con la que contaba venía de las películas mexicanas donde veía a pedrosinfantes y jorgesnegretes montar sus cuacos. En cumplimiento de mi infantil berrinche, el granjero improvisó un freno hecho con un pequeño pedazo de tubo y largos trozos de mecates, con suficiente longitud a manera de rienda. Sobre el lomo le colocó dos costales de alimento, de nylon tejido, sin sujetarlos a su cuerpo. Para que pudiera subirme, pusieron una silla a un costado del azabache por la que trepé apoyándome en ella.

Sin fusta y sin nada con qué espolearlo, lo golpeaba suavemente con mis tenis Adidas blancos en las caderas. Si mucho de qué quejarse, el salvaje e indómito azabache comenzó a andar y yo encima de él.

Anduvimos primero en línea recta hasta que salimos por la tranca abierta del solar. El camino de terracería estaba despejado y sólo había yerbajos secos alrededor. Tomando un poco de confianza y acariciando de vez en vez sus largas crines, pegué con más fuerza a sus caderas y el bucéfalo se aventó hacia adelante azuzado por mis órdenes, hasta que el trote dejó de ser armonioso no me había asustado, pero cuando pasó a ser una leve carrera temí caer. Los costales se resbalaban y el azabache rara vez respondía a la brida improvisada. Con la rienda en la mano lo dirigí a la izquierda hasta quedar en el camino de regreso. El caballo subía y bajaba la cabeza alborotando sus crines al aire mientras daba la vuelta. Niño imbécil, qué no ves que ya entendí, parecía decirme. Sin disminuir la velocidad, llegó un momento en que tuve que soltar la rienda y sujetarme de su cuello hasta que éste, enterado de mi terror, pasó a su armonioso trote, ya cerca de la tranca abierta. Me enderecé de nuevo y tomé las riendas y, detenido ya, bajé con el corazón acelerado y las escandalosas risas de los demás a caro.

Ese día, un poco más tarde, después de un breve descanso, uno de los granjeros lo montó, pero pareció que al azabache no le gustó la compañía de aquel porque lo tiró en un matorral seco lleno de espinas.

A los pocos días mi papá compró una silla y el equipo necesario, pero después de meses de adiestramiento bajo el yugo cruel de un ranchero, el rocinante nunca dejó de ser salvaje y mi padre lo vendió, silla incluida.

De la misma forma en la que monté al caballo indómito, comencé a escribir, sin las herramientas y sin preparación previa para hacerlo. Y de la misma forma he leído a los clásicos. Algunos presumen haber leído tal o cual ensayo firmado por un reconocido autor antes de leer, digamos, Guerra y Paz o Don Quijote. Antes de saber que era necesario leer esos trabajos de exégesis previamente yo ya había leído el Decamerón, La Ilíada, Don Quijote, Madame Bovary; por mencionar tan sólo algunos títulos. Según refieren, no se lee de igual forma cierto libro clásico sino contamos con la opinión previa de un crítico que lo haya estudiado a fondo. Conseguir tal o cual ensayo me resulta más difícil que conseguir las obras en sí. Con el simple sólo hecho de haber visto un reportaje sobre El Aleph de Borges lo compré y leí, por ejemplo, sin saber que incluso existen cátedras donde se explica el arte de Borges a fondo. Sin fusta, sin frenos y sin silla, me adentré montado en un caballo salvaje al jardín de los senderos que se bifurcan. Que se siente temor en el camino, se siente, teniendo en cuenta que no se toman las debidas precauciones. Que en la vida real el bucéfalo renegado no me tiró al suelo, es cierto y corrí con suerte: pude haber terminado en silla de ruedas según he sabido de otros expertos montadores, pero sin duda que el caballo de cristal indómito sobre el que he recorrido esos desolados páramos literarios sí me ha aventado al piso sin piedad ni compasión.

Pero este jinete cree no estar tan perdido ahora, aunque a veces juzga no reconoce ni saber por dónde anda, sin que el bucéfalo transparente que lo lleva responda enteramente a sus órdenes ni a su rienda. Reconoce objetos que le salen al paso y aventura que hay relación entre ellos, pero no siempre lo sabe o si son sólo esas rarezas distractores. El sendero que recorre este jinete no tiene camino, su caballo lo traza por él. Siente temor y está perdido, pero aferrado a sus crines, se deja llevar; con la certeza de haber ganado ya un rumbo, por lo menos eso, los kilómetros recorridos que quedan atrás.
 horse03

Comentarios

Яaƒ ha dicho que…
Montar caballos indómitos (y lograrse mantener, sea el tiempo que sea) tiene más mérito que montar uno dócil... Eso que ni que...
Gustavo ha dicho que…
Jeje gracias don Rakro. Es verdad. Al final uno termina peor que jinete de rodeo, pero supongo que la necedad (verdadera identidad de la fe) también mueve montañas, de letras en este caso.

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