Confesiones de un maricón lector, II

No he terminado de leer Eneida, del bardo Virgilio. Una imprevista jaqueca que lleva varios días más una tos seca bastante molesta me han privado de uno de mis más sagrados placeres (no apuntaré otro, que hago con la puerta cerrada y los seguros puestos). Entonces, sin contar a Virgilio, daré mis opiniones al vapor de que lo he leído en lo que va de este año (que todavía vivimos en peligro), tal como lo he hecho acá. Dos novelas, dos clásicos imperdibles: Las uvas de la ira de Steinbeck; y La granja de los animales de Orwell. Increíble, lo pienso ahora, que una puede interpretarse (y esa sería una de sus lecturas) como la opuesta de la otra, sean ambas las dos caras de un misma moneda. Steinbeck atiza en los puntos más agudos de los años oscuros de La Gran Recesión de 1929; no deja bien parados a los empresarios ni a los banqueros, aún cuando la novela transcurre en la época del New Deal establecido por Roosevelt para reavivar la economía y la confianza de los ciudadanos norteamericanos que padecieron la severa crisis. Escrita en tono realista, la novela no carece de simbolismos (hay muchos de ellos, y la edición de Cátedra los explica claramente), sobre todo los simbolismos bíblicos. En ella seguimos las desventuras de una familia que migra del este al oeste, tierra de “leche y miel”. Sorprendente su final; e inesperado me resultó que dos de sus personajes adquirieran un papel preponderante en los últimos capítulos. Por su parte, en su novela, Orwell edifica una narración perfecta, breve, con personajes redondos (a pesar de su gran número), en donde ridiculiza a los edificadores de un sueño que resultó imposible, por demás utópico: Lenin y Stalin, caracterizados como dos cerdos que, en la recta final de la novela, se mimetizan con los humanos, al grado de no saber quién es quién. Se extraña que ahora no se escriban grandes novelas de ideas (perdón, uno lo hizo, Mario Vargas Llosa) y la “nueva narrativa” se conforme con experimentar con el lenguaje (lo cual resulta –bastante- aburrido).

Otras novelas que disfruté son Middlesex de Jeffrey Eugenides y Memorias de Adriano, de Yourcenar. En la primera su autor establece un fuerte vínculo entre la cultura de Estados Unidos, que se precia de ser ‘nueva’, con unas raíces profundas en Europa del Este, teniendo como eje a un personaje hermafrodita descendiente de emigrantes griegos, el cual queda perfecto para establecer la noción de estar partido entre dos direcciones opuestas (ganó el Pulirzer). Mientras tanto, Yourcenar, quién sabe cómo, logró una autobiografía disfrutable de un Adriano magnético, quien estableció durante su periodo la “pax romana”.

Por otro lado, hay un par de libros franceses que me hicieron bostezar en el acto. Me quedo con uno, pero el otro lo tiro al váter. Esperando a Godot, de Beckett, con el que me quedo (ya que algunas novelas de reciente publicación abrevan de él), pero aviento al váter Caballitos de Tarquinia, de Marguerite Duras: dos familias que están de vacaciones, que a la mitad de la novela siguen de vacaciones y terminada la novela hacen exactamente lo mismo, hacer lo que hacen los turistas, estar de vacaciones: es como ver una película de un perro que trata de morderse la cola por dos horas (me explicaron que ese se llama Nouveau roman francés, o nueva novela francesa, es decir, experimentación del lenguaje, es decir, bostezo). Algo parecido tiene Viaje al fin de la noche, de Céline. Sí, por momentos me aburrí, a pesar de la grandeza de su prosa, sobre todo cuando Ferdinand retorna a París después de pasar una temporada en EU. Allí, dedicándose precariamente a la medicina, es cuando la novela se estanca; sin embargo, todo, casi al final, la narración adquiere buen ritmo.

Ahora bien, los cuentos -género perfecto-, que leo, casi siempre, a granel, tanto en revistas como en la red; sin embargo, una colección de cuentos de Joseph Roth llegó a mis manos cuando mis padres cumplieron veintiséis años de haber procreado a su único vástago. Por curiosidad leí el primero. ¿Qué? Temí que acabándolo no lo llegaría a entender (como suele pasarme), pero dije ¡oh! Claro, un cuento narrado por un bebé de escasos meses de edad. Seguí con el otro cuento, y quedé fascinado, y después el otro, hasta que, al día siguiente, ya había leído todos los cuentos de El triunfo de la belleza / Reportajes sentimentales. Llegó a mis manos por una equivocación. Le había contado a quien me lo regaló que disfruté horrores el ciclo de novelas de Philip Roth que se reeditaron bajo el nombre de Zuckerman encadenado (un deleite para verdaderos enfermos de literatura). Creyó, conjeturo, que Joseph era un heterónimo de Philip (yo también lo hubiera creído), no obstante, el desliz resultó bastante afortunado.

Otra colección de cuentos que me dejó un regusto desigual, pero que también cuenta con creaciones perfectas es Remedio para melancólicos, del fabulador Ray Bradbury, donde encontré otras crónicas marcianas, aunque independientes de aquel célebre tomo de cuentos que cautivara al propio Borges.

Ahora, si estos tomos de cuentos fueron divertidos (más no ligeros), mi soberbia lectora me llevó a toparme con una dura pared de concreto: ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! ¿Su autor? Kenzaburo Oé. Lamento que se hable más de otro japonés descartable cuando hay mejor literatura en el viejo imperio del sol. De cualquier forma, sólo soltaré una parrafada por la cual recibiré abucheos (no me importa): entiendo que trata sobre un padre que, a pesar de su enorme cultura occidental (éste sí verdadero culto, no como los personajes de otros escritor japonés más famoso), no puede comprender la enfermedad de un hijo de cráneo hidrocefálico. Obsesionado con los poemas y grabados de William Blake, ve en ellos un clave perturbadora para tratar de entender a su hijo limitado (claro, desde el punto de vista del propio padre). Me quedo con la experiencia de que, a pesar de no entender, sentí placer al leerla (como diría Vila-Matas).

Apunto novelas que me defraudaron (las expectativas eran muy altas): Cómo me hice monja, de César Aira; y Tokio Blues (Norwegian Wood), de Haruki Murakami (por quien, como ya lo habrá notado, no siento el más mínimo aprecio). En la primera su final me resultó facilón y sacado de la manga (sin señalar su prosa descuidada). Mientras que la segunda la encontré insoportablemente cursi y de un clasicismo bastante rancio.

Afortunadamente, a pesar de los aburridos libros, ninguno de los que disfruté puede comparársele a la aventura que significó leer La montaña Mágica, de Thomas Mann. Sorpresa tras sorpresa, dejé que mi mente aceptara la construcción narrativa que culmina con una transformación (tanto del protagonista como del lector mismo). Sí, demasiadas son sus páginas, pero la retribución es absoluta.

Claude Verlinde La danza macabra_thumb[2] 
Pero disculpen, que he mentido. A la novela de Mann sólo se le compara Fausto, de J. W. Goethe; obra de teatro escrita para ser leída: toqué los cielos y bailé con diablos y querubines. Es más, aún no salgo del infierno.

Comentarios

grangarabaña ha dicho que…
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