Bibliofilia

Siempre he tenido el deseo ñoño de visitar una gran biblioteca. No sé qué haría una vez allí. Conociéndome, me sentiría intimidado por el espacio interior. Porque, no me he explicado bien, no me refiero a cualquier biblioteca, sino a un gran, inmensa biblioteca. No inmensa solo por el número de libros que resguarde, si no por el edificio en sí, pues una gran biblioteca casi siempre consiste en un grande y viejo edificio de características neoclásicas y góticas, de varios pisos, amplio atrio abovedado de por medio. Cúpulas, capiteles, columnas, bóvedas amuebladas de luz mortecina y silencio funerario.  Al menos así me las imagino. Las he visto en películas y fotografías. La del Congreso (de EUA, por supuesto). La de Harvard. La George Peabody, ubicada en Baltimore, que descubro apenas con asombro y envidia. No podría enumerar más. Recuerdo, en un video publicado por una bloguera guatemalteca, el interior de la biblioteca donde Karl Marx pergeñó su ‘Capital’, de aspecto monástico. Ni siquiera conozco las famosas bibliotecas nacionales, como la de la UNAM, que cuando fui no entré, ni la polémica biblioteca colgante bautizada Vasconcelos.

Mi ñoñes por la biblioteca viene, desde luego, de cuando era niño. Tuve la fortuna de vivir y crecer en un pueblo cañero que, aunque pequeño y obrero, tenía su biblioteca pública funcional y abierta. Todavía conservo, guardada en un cajón, la última credencia que me acredita como miembro con el derecho a llevarme libros a mi casa. Solía visitarla por las tardes, después de comer. Era un pequeño espacio de veinte por quince metros, contiguo a un amplio salón de fiestas y eventos políticos de los obreros sindicalizados llamado el Casino. Contaba ya con diez años de edad cuando me acostumbré a visitarla con regularidad. Rara vez por asuntos escolares, como resolver tareas o despejar dudas o estudiar, sino más bien por diversión. Allí saciaba mi curiosidad hojeando libros y revistas de divulgación científica. También retiraba audiolibros grabados en cassettes, sobre todo obras de Julio Verne.

Sin embargo, aquí el gran pero, en aquel tiempo yo no era lector. No, yo no leía los libros de la biblioteca. Sabía leer porque me lo habían enseñado en la primaria. Y por aprender a leer me habían dado una buena calificación y un pase a mi educación secundaria. Pero no me enseñaron a leer libros, dos cosas apartadas. Sin embargo, me gustaba la biblioteca porque era un lugar tranquilo, diferente a mi casa, y porque era curioso y tenía dudas. Y algunas enciclopedias despejaban mis dudas y en el camino aprendía otras cosas pasando las hojas y deteniéndome en pies de foto y pies de página, o en cuadros sinópticos, resúmenes, extractos y textos no más grandes a este párrafo, que por lo regular contenían toda la información importante. Cuando me decidía, cuando pretendía adentrarme en un artículo extenso de muchos párrafos, me topaba contra un muro invisible. Entonces no dudaba en darme la vuelta y pasar a otra cosa. Aprendería a leer libros y literatura en el segundo año de preparatoria, de la mano de una buena maestra.

A los quince años me mudé con mi familia del pueblo cañero del sur a una ciudad pequeña del centro del país. Una ciudad también otrora cañera, asentada en la cuenca de un rio que desemboca en el Golfo de México, pero treinta veces más poblada. Una ciudad de avenidas, calles, centros comerciales, bancos, todos los niveles educativos incluidas escuelas privadas, parques, plazas, hospitales… ¿biblioteca pública? Apenas. Una ciudad treinta veces más grande y por lo tanto con una economía muy superior a mi pueblo de la infancia, además de ser cabecera de un municipio de extensión considerable, no tenía biblioteca. O casi.

Cuando llegué a la tal ciudad busqué la biblioteca. Aunque luchaba por adaptarme al nuevo ambiente, más agresivo y descolocado, hacer nuevos amigos y todo eso que hace la gente que se muda de pueblo, ciertas costumbres mías persistieron. Así que cuando di con la biblioteca, porque casi nadie sabía dónde, no dudé en visitarla. En aquellos años, al borde del fin del mundo y del Y2K, la biblioteca estaba en la planta alta de una hacienda que fuera lugar de descanso del presidente Ávila Camacho. Solitaria y fría, era un cuarto de cuatro paredes con estantes para libros. Enciclopedias en su mayoría. No había área para libros infantiles con mesas pequeñas ni de los libros que al abrirlos despliegan formas de cartón que ilustran la historia. No había hemeroteca, ni tampoco audiolibros. Solo cuatro paredes en un pequeño espacio y estantes para libros pesados, gruesos, de pasta dura y endurecida. Un par de mesas. Eso era todo (tiempo después la biblioteca municipal fue movida y reducida a un pasillo de dos metros de ancho a un costado de la sede del ayuntamiento donde los ciudadanos van a conectarse a internet y fotocopiar papeles para sus trámites burocráticos). Crecí, pasó el tiempo y como es natural, me desentendí de la biblioteca. Llegó el momento de ir a la universidad y me mudé a la culta, húmeda y libresca Xalapa. Pero las bibliotecas ya no me importaban tanto como los libros, porque ahora sí sabía leerlos y apreciaba su contenido. Admiré, desde luego, la sede de la biblioteca universitaria, la USBI, diseñada como barca de cristal encallada en la cima de una colina, con vista al Cofre de Perote y al Macuiltépetl. La visité muchas veces en busca de libros de texto para resolver mis tareas, y la visité en grupo para el mismo fin. Nunca me acerqué a la sección de literatura en todos esos años que estudié y viví en la humedad. Los libros que leía los compraba o los encontraba en el área técnica. Best-sellers de sci-fi, divulgación científica y Stephen King la mayoría. No me convertí en un ratón de biblioteca cuando pude. Porque el descubrimiento de la Literatura, con mayúsculas, llegaría un par de años después.

Me gradué sin honores de mi carrera técnica y después de dos años más de vivir y trabajar en Xalapa me mudé a otra ciudad, Veracruz, portuaria e industriosa, trescientas veces más poblada que mi pequeño pueblo azucarero y dos veces más grande y complicada que Xalapa. Sin la presión de la vida escolar, libre de compromisos, ya era un aficionado a leer y a los libros. Llegué con una buena cantidad de libros comprados y con la costumbre de arrebatarle horas al día para leer una buena novela. Mi curiosidad era insaciable y la oferta de libros muy reducida. Así que mercaba cuanta cosa encontrara. Apenas tenía la quincena en mis manos no duda en gastarme la mitad en libros. Recorrí librerías en cada visita a Xalapa y me acostumbré a visitar religiosamente la feria internacional del libro. También recorrí librerías de viejo en ambas ciudades. A la fecha poseo más de 1,300 ejemplares. Desde luego es poco. Me he enterado que tal o cual lumbrera literaria llegó a atesorar diez, veinte o treinta mil volúmenes. Haciendo cuentas mentales me llevaría treinta y cinco años leer todos libros que poseo. He llegado a arrepentirme de varios. He pensado en vender otros. Y también he pensado en regalarlos. Muy pocos he perdido por préstamos o descuido. Pero, ¿por qué acumulo tanto libro en tampoco espacio como si padeciera el síndrome de Diógenes?

No padezco tal síndrome, creo, aunque algunos parientes míos tienen la costumbre de guardar por años hasta el unicel que empaquetó los electrodomésticos que han comprado con el tiempo. Yo solo colecciono libros, de literatura, y una cantidad reducida de libros técnicos. También colecciono un trío de revistas que leo regularmente. Y aparte de estas solía comprar otras revistas, de las que poseo números de varios años consecutivos (una biblioteca sin hemeroteca no es biblioteca). Libros y revistas son los únicos objetos atrapapolvo que atesoro. Un día descubrí con asombro que ciertas gentes, lectores ellos, de los profesionales que se dedican a la escritura y al estudio serio de las letras (no como yo, lector de a pie), muy a pesar, pues, de su profesión, ¡no compran libros! Al menos, no como yo, un booklover ingenuo. La razón de ello es que prefieren leer en bibliotecas públicas que ver cómo se reduce el especio vital de sus casas. Yo con gusto leería en la biblioteca, si aquí hubiera una.

La tragedia de esta ciudad portuaria e industriosa, erróneamente tomada como turística, 300 veces más poblada que mi pueblito del sur y con una economía dos veces la de Xalapa, es no tener biblioteca digna. Una vez me aventuré a visitarla, aunque ya me habían advertido de lo que me encontraría: un mercado. O peor. Apenas entré vi un par de estantes caídos. A pesar de las capas de polvo encontré tesoros. Tomé algunos y después de limpiarlos me fui a una mesa para leer. O intentar. Dos encargadas platicaban peor que en misa. Entraban y salían estudiantes sin libros ni con la intención de ir por ellos. Cuando logré concentrarme, en lo que pude, un sindicalizado me echó del recinto veinte minutos antes del horario de cierre. El edificio, por sí solo, no es espectacular. Se trata de otro edifico colonial como tantos, mezcla de arquitecturas, de dos plantas, gruesos muros de piedra múcara y una fachada genérica que pasa desapercibida. Sería injusto que dijera que se trata de la única biblioteca, pues también existe aquí una versión reducida de la USBI xalapeña, propiedad, como aquella, de la Universidad Veracruzana. Tal como su hermana mayor, reside en un edificio de cristal en forma de pirámide chata. Tiene apenas dos plantas separadas en dos grandes alas. La mayoría de los libros son de texto de las carreras que se imparten en el campus. Los libros de literatura comparten lugar apenas en dos pasillos, en los que no faltan muchas copias de best-sellers.



Por eso entendí, viviendo en un erial, que no había mejor biblioteca que mi biblioteca propia, la que he ido construyendo libro por libro como si de ladrillos se trataran, aunque más de uno es un auténtico tabique. Es mi propia biblioteca personal, de ladrillos pegados por filias y curiosidades, que cambia de rostro como de lugar, que crece por sí misma, que a veces es más digna según qué ejemplar la va engrandeciendo, cual edificio borgeano que va desplazando los recovecos de mi cuarto. Y como es espacio y estructura que contiene al espacio mismo, mi biblioteca se consume por cada libro leído, pero al mismo tiempo cada libro añadido la alarga y la ensancha, proyectándola al infinito, difícil de fatigar.

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