Eliminar toda esa plaga

No le han ofrecido ningún otro trabajo desde el otro domingo en que ideó este oficio. Le nació la idea habiendo desgarrado las dos últimas tiras de papel bond, disminuidas hasta su parte más indivisible. Fue así: amaneció ese día como amanecen los escritores solterones próximos a cumplir treinta años y que aún viven con sus padres: con buenos ánimos para leer a este autor que demanda particular atención. Pero antes de consumir esos ánimos con la buena lectura sintió un vago deseo que se acrecentó al tocarse sus partes pudendas (el acto onanista tan propio de los escritores solterones que aún viven con sus padres podrá usted mismo imaginárselo). Eso fue lo primero de la mañana, y como tal esfuerzo fisiológico demanda una quema indiscriminada de calorías, bajó a la cocina –no huelga señalar que estaba solo en casa, sí, fue uno de esos raros días de absoluta soledad- para prepararse un par de huevos fritos con arroz pasado.

Una vez deglutido el desayuno, tomó la novela en cuestión para, tumbado en el sofá de la sala principal, acometer la lectura. El clima, ideal. El ruido, mínimo. La iluminación, inmejorable. El sofá, de envidiable ergonomía. Pero al abrir el libro donde señalaba el separador su par de ojos cafés hacían ninguna conexión con esa parte del cerebro dedicada a la decodificación de caracteres impresos en papel. ¡Imposible! Pensó. Reinició el acto habiendo suspirado, cerrado los ojos, quitado un par de lagañas inoportunas, y suspirado de nuevo. Pero nada. Su cerebro acusaba el recibo de ninguna señal, más que la placidez que sentía su cuerpo tumbado en un sofá un día de domingo soleado con primaveral temperatura. ¿Y ahora? Decidió dormitar por breves cinco minutos. Ejercicio que aprendió cuando laboraba, cuando debía trabajar, leer, ver una película y escribir en un mismo día.

Pero cuatro minutos le fueron suficientes para que destellara en su cerebro una chispa, o es que algún cajón de allá abajo se abrió de la nada: sí, hoy es buen día para deshacerse de todos sus manuscritos, habidos y por haber. ¿Hoy? Dudó, pero lo dudó cuando ya tenía la caja de zapatos en la que celosamente resguardaba sus hojas de libreta tasajeadas por trazos de adolecente masturbador, hojas escritas de ideas que le incomodaban en aquellos años de la incertidumbre: quejicas, berrinches, ensoñaciones, poemitas atroces, un ramillete de cuentos que pensaba publicar más una novela inconclusa en sci-fi épicamente horrenda: con todo ello enrollado en una mano como un papiro egipcio, y una caja de cerillos, salió al patio para quemar a la luz del día esas invenciones que, desde su concepción, merecían la hoguera.

Sentado en una sillita plegable, empapó de alcohol cuatro fojas que tras la flama de un cerillo ardieron como una enana blanca. El calor de la flama le azotaba en la cara, temió que el tanque de gas tan cercano, y que antes no había advertido, podría convertir esa venganza con el pasado en una morbosa nota roja. Pero no desistió en desaparecer esa producción literaria suya, del periodo 2000 a 2009, que podemos resumirla en un kilo y medio en hojas de papel bond. Aunque, pensó mientras otro legajo se consumía a sus 451 grados Fahrenheit rigurosos (sí, la referencia está allí implícita), una parte de esto yace insomne en código binario en el disco duro de mi computadora. ¿Me estoy engañando?

Sin embargo, el maldito viento era insuficiente para oxigenar la combustión (se sabe, sin oxígeno no hay fuego). Aún faltaba la novela, el ramillete de cuentos infames y, además, los cerillos escaseaban. No, el calor desprendido, y el humo, y las cenizas… Tras decidir que había que preservar el balance saludable del CO2 de la atmósfera, suspendió esta acción que hubiera significado, con el paso del tiempo, un recuerdo romántico.

Con una bolsa del supermercado vacía, entró a su recámara. Excitó las moléculas de aire con la música de su iPod, y, de tres en tres, fue desgarrando las hojas de papel hasta convertirlas en un confeti que alimentarán al comején del tiradero municipal. Lástima: ningún ave fénix literario resurgirá porque no fueron suficientes las cenizas.
Esto podría ser un buen oficio, dijo. Al leer la última hoja que sobró gracias al azar, y recordar a qué cuento le pertenecía, y todas las circunstancias en que fue escrito, y luego dárselo a leer a su crítico de cabecera, sintió una enorme nostalgia de no poder ya solazarse con todo ello para soportar la idea de ser un autor hasta la fecha desconocido y de magra producción.

Cerrada la bolsa del supermercado inflada de un kilo de confeti, recurrió a la famosa red social para ofrecer sus servicios: “Pare de sufrir. Se destruyen manuscritos a domicilio. Informes aquí”. Y durante una semana siguió ofreciendo sus manos de verdugo a todos aquellos escritores que, seguro, guardan por ahí algo digno de ser triturado. Surgió ninguna oferta. Así que posteó de nuevo en la famosa red social: “Pare de sufrir. Se destruyen manuscritos a domicilio. Todo tipo de técnicas: incineración, trituración mecánica. Informes aquí.” Otra semana y más nada. Cobardes, pensó, todos esos que creen que lo que escriben vale la pena, cobardes.

Pero siguió ofreciéndose como un eliminador de plagas.

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Comentarios

Keith ha dicho que…
¿Usted conoce al verdugo?, yo tengo un par de letras que no se aproximan ni a la más ancha, quiero desaparecerlos, ahogarlos sin que nadie se de cuenta, no quiero que me confundan con algún mafioso. Gracias.
Golfo ha dicho que…
Muchas veces me he dicho... y cómo debe aligerarse uno haciendo algo así.
Debe quedarse uno como nuevo, desnudo, un desnudez solo vestida por los pequeños gallumbos de la experiencia.
Tarzán vaya.
Tarzán.

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