Isaac
Gustavo Méndez Martínez
Encontré a Isaac en el segundo
piso, dentro de un aula, sentado. Su larga cabellera, rebelde y juvenil, le
cubría parte del cuaderno que fingía leer. Quise hablarle, pero preferí verlo,
allí, verlo, parado en la marco de la puerta para protegerme de todo sismo. Un
punto ideal para mí que, como observador, describirá la trayectoria y choque de
dos cuerpos que viajan a la velocidad de la luz atravesando el espacio.
Lo
había estado buscando toda la mañana. Y toda esa mañana busqué sus largos
brazos huesudos, y la cálida yema de sus dedos que disfruté una vez. Busqué ese
pelo largo, fuera de toda reglamentación. Busqué en él algo que no sé nombrar,
y lo buscaba a él también, no solo esa mañana, sino en las clases de educación
física. Esa oportunidad que tenía para ver más de él en él, y de sus piernas
blancas de futbolista, cubiertas apenas por un short. Podría ver más de él si
lo quería, pero nunca entré a cambiarme a los baños. Martes y jueves iba listo
con mi short debajo del pantalón como quien no vence al pudor. Un pudor que
perdí a fuerza de voluntad para subirme a su motocicleta.
Antes de convertirme
en un insoportable, acercarme a Isaac me tomó bastante tiempo. Un tiempo que
corrió desde el momento aquel en que le pedí a mi padre que me comprara un balón de básquet. Lo
sorprendí, y después de la sorpresa me disparó una pregunta tras otra. ¿Dónde
estaba el balón de futbol? ¿Qué le había hecho a la patineta? ¿Las raquetas de
tenis? ¿Por qué el bate de béisbol estaba tirado en el patio del vecino? Resumo
en sus preguntas todos los intentos fatuos de mi padre, o de ambos, para que
hiciera lo que los demás chicos de mi vecindario hacían: jugar afuera, uno de
esos deportes de alto riesgo. Jugué fútbol por tres días, pero lo dejé al
cuarto cuando Roger hizo el bien al patearme las pantorrillas. Jugué tenis,
pero a falta de un rival interesado, las raquetas se perdieron un día de campo.
O las perdí. Y así puedo contar la pérdida de cada uno de los balones, bates y
pelotas de cada uno de esos juegos. Los deportes dejaron en mí una estela de
recuerdos en la que se mezclan golpes, gritos, cansancio y pérdida de tiempo.
Como la pérdida de tiempo que mi padre estuvo dispuesto a dedicarme de vez en
cuando para que me hiciera hombre.
-¡Es
que tiene que hacerse hombre! ¡Ya tiene catorce! Palabras de mi padre que no
estaban exentas de justificación, porque, en lugar de quemar mi grasa infantil,
prefería acumularla en los interiores: de mi cuarto, de la biblioteca pública,
y de la Iglesia donde aprendí a tocar la guitarra.
Catorce
años, sí, a punto, de dejar la secundaria. A punto de sortear otro cambio de
escuela, de correr el peligro de dejar de ver a Isaac: se iría a la ciudad,
para cursar en una preparatoria de paga. Sí, cómo no lo pensé antes, sin tener
en cuenta quién era él, y porque nos llamaba la atención, a mí y a todos los
demás. Nunca relacioné que poseyera motocicleta, que viajara a Estados Unidos
con su familia. Todo me era tan cercano, tan abierto, que nunca temí que
existieran límites. Hasta ese día, en que lo tendría que perder: yo me quedaría
en el pueblo, a estudiar la pública.
Lo
peor de todo era que, en esos tres años de estudiar juntos, desde ese primer
día de escuela en que le vi, cuando cruzó la explanada de la bandera, con su
camisa blanca de popelina, pulcramente planchada, y sus zapatos más negros que
el negro de sus ojos, aderezado por esos estéticos labios cárnicos que se
abrieron para humedecerse de la escasa saliva diáfana depositada allí por su
rosada lengua de niño con que se tocó el labio superior y lo dejó temblando un
tiempo en ese tic tan de suyo que le vi hacer
por eso tres años después de preguntarme “¿sabes cuál es el primero B?”, nunca
me atreví a acercarme y temí que, tan cerca la guillotina del tiempo, esa
inocente pregunta que puso firme a mi pene al que cubrí con un libro de
Historia de México fuera lo único que tuviera de él. Lo único.
No
contesté, sino que solo me limité a alzar la mano para señalar al salón frente
a nosotros, el que quedaba a su espalda. Algunos alborotados habían entrado;
mientras que nosotros los demás nos alborotábamos afuera, al sol tropical
rebotando en el cemento de la explanada.
-¿Y
tú por qué no entras?
Mi
segunda oportunidad, pero dejé que el ganso volara libre hacia las tierras
salvajes del Canadá, donde debía ir a desovar, para morir después. Solo me encogí
de hombros después de observarlo más de cerca, debajo de su fino mentón lo
descubrí, el foco de mi atención, ese algo nuevo que dejó mi erección al límite:
su manzana de Adán, danzante mecánico y prisionero del habla, deslizante y
aprisionada por la piel estirada de su cuello labrado en granito que cumplía el
movimiento armónico y caprichoso de sus palabras. Con tal de acercarme a él, de
reanimar aquel diálogo de aquel lejano día, le pedí a mi padre que me comprara
un balón de básquet.
Y una vez con mi balón de básquet
nuevo, practiqué. De nada sirve imaginarse que cambié mi rutina que consistía
estar en la biblioteca hojeando revistas atrasadas de Popular Mechanics, o que la guitarra la guardé en su sarcófago de
tela negra cual faraón, apoyada en la pared, al fondo oscuro del clóset.
Tampoco hay porqué imaginarse que para hacer lo que me había propuesto, es
decir, para aprender el básquet y llegar incluso a jugar un partidito con
Isaac, corrí presuroso a la cancha del pueblo a practicar mi muñequeo y
lanzadas a la canasta. No. Preferí el encierro en mi recámara, con el espacio
mínimo para esa movilidad que requirieron mis ejercicios aeróbicos de
estiramiento. Luego, calentados los músculos y tendones, salía al pavimentado
patio trasero para rebotar la pelota en la pared ambarina moteada de pequeñas
colonias de telarañas. Días después intenté todos esos trucos con la pelota,
como lo hacían lo muchachos en la clase de educación física.
Mientras
tanto, mi tiempo en la secundaria, cual condenado a muerte, volaba veloz a su
ignoto final. Tres, dos, un mes y ya está, adiós a Isaac. Graduación. Rigoroso
vals. Felicitaciones. Solicitudes. Estudiar para exámenes de prueba, exámenes
de ingreso, sí, más exámenes. Camisas autografiadas por la pléyade de amigos
que se olvidarán, como las camisas mismas. Pero, detengamos de nuevo, que
habiendo pasado un mes desde que practiqué con el balón de básquet, aún
faltaban tres meses. Hasta que llegó el día del castigo.
El
día que el profe de educación física me impuso sentadillas, lagartijas, y abdominales
por estar gordo y débil, me enteré que la familia de Isaac le preparaba una
fiesta por sus quince años. La noticia la hizo volar una de sus amigas. Cosa
triste, no irían todos. Cosa triste, no iría yo. Perdí el control. Hasta que…
Un silbatazo puso en orden el sin
concierto de piernas adolescentes que se apretaban detrás de la línea
imaginaria de la explanada –que también servía de cancha múltiple-, y todo para
cumplir la misma rutina, los hombres a jugar básquet, la mujeres a jugar
vólibol, y yo…
-¡Ulises!
¡Vas a jugar o me haces las sentadillas!, gritó el profe.
-¡Voy
a jugar!
-¡Que
qué!
-¡Que
voy a jugar!
-¡Que
qué vas a jugar!
-¡¡Jajajajajaja!!
–todos los demás al unísono.
-Ah…
básquet, contesté. Apenas había tocado la pelota y ya me estaba escociendo en
sudor.
En
los ejercicios de calentamiento, corrimos alrededor de la explanada e hicimos
algunos estiramientos casi idénticos con los que entrené en la soledad de mi
recámara, aunque más adecuados a lo que éramos, a lo que nos estaban formando
para ser: hombres en toda regla. Una vez armados los equipos, quedé en el
contrario al que estaba Isaac.
-¡Hazte allá
pendejo!
-¡Quítate niña!
-¡Lánzala,
lánzala, maricón!
Y
nunca lancé la pelota como la pedían. Más bien, me doblé un dedo al recibirla
de parte de Isaac, quien no calculó la distancia de su compañero, o yo que corrí
para atajarlo. Tal vez un espíritu combativo se apoderó de mí al reconocerme en
medio de una ajena circunstancia. Pero poco me duró el gusto, porque aquel
imbécil me hizo burla al ver que me masajeaba la mano. Un mes después, y a
pesar de todo, no pude acercarme a él. Seguía estando allá arriba, en un alto
pedestal, o tras una mampara de cristal que solo me deja verlo.
Des meses antes
de la graduación, y de su cumpleaños, viví casi en un estado de vigilia
constante.
Cierto día, al
salir de una práctica de laboratorio, en donde calentamos un poco de yodo para
verlo transformado en gas, y luego en sólido al enfriarse, como era su estado
natural, Isaac me dirigió una escueta frase.
-Ten.
Alcé
mi mano para aceptar el leve contacto de las yemas de sus dedos que presionaban
el papel de una invitación. Me escondí detrás de la mesa de laboratorio para
ocultar mi pito erguido. Había dicho “ten”. Nada más. Un verbo conjugado en
imperativo reanudó aquel lejano diálogo: porque esa vez contesté:
-Gracias.
Que
poco imaginé que solo bastaba con esa cercana amistad entre su padre y el mío. Entre
su madre y la mía. Ignoraba, además, las condiciones de pueblo pequeño en que
vivíamos, acorralados por la espesura de la selva y los cañaverales.
Al otro día amanecí incrédulo.
Asistí a la escuela con toda esa carga de regularidad en mi mochila: libros y
libretas que, al término de las clases, esperaban su lugar en la basura. Y tomé
apuntes cual zombi. Un profesor nos anunció la cercanía del último examen, de
una materia que debió ser del área técnica, por el gesto de preocupación que le
vi hacer a Isaac. No obstante el triunfo pírrico en el que no tenía ningún
mérito, vagué por los jardines circundantes del plantel, pero después me
arrepentí de no correr a su encuentro. Supongo, en la lejanía, que una hora
debimos tener libre, o el tiempo se expandió más allá de lo físicamente
permitido, dada la eternidad que me pareció el recorrido que hice entre los
edificios, pisos y aulas, y luego por las canchas y al interior de los
vestidores. Sí, poseía una invitación. Me imaginé estrujando el papel para
extraer el olor de sus dedos que debieron palpar, en algún minuto de ayer, sus
genitales, como había visto que hacían él y sus amigos. Regresé a recorrer los
pasillos y los edificios, cuando recordé que le gustaba repasar sus apuntes
recluido en un aula vacía.
Parado
en el umbral del salón, me detuve allí. Quise hablarle, pero preferí verlo, un
poco más, hasta que me descubrí como un voyerista imbécil. Me acerqué, con el
ánimo de pasar mi mano por su espalda, para sentir en mi brazo el largo de su
cabello, y confirmar la firmeza de su esbelto cuerpo, pero no podía, no pude.
-Qué
hay.
-Qué
bien, me invitaste.
-Eso
parece, ¿no?, dijo apartando la vista del cuaderno.
Silencio. Aún
estaba lejos la oportunidad de que mi embotado cerebro pudiera medir la fuerza
de su derechazo.
-Pues mejor no
vayas. Son pendejadas de mi madre. Ella y sus ideas.
-Cómo, dije, sin
mucho ánimo de poder construir una pregunta.
Entendí a Isaac
gracias a su desánimo. Y me sentí culpable de montarlo en un alto pedestal en
el que todos lo teníamos puesto. Era él nuestro profeta, santo de admiración,
un posible agente municipal, el tan esperado médico del pueblo, el goleador de
la Selección Nacional, el próximo Papa.
-Le dije a la
pendeja que no quería fiesta ni nada.
Quedé frío.
-Espera, ¿cuál es
el problema?
Me miró. Su
mirada era un tanto distante. Aseguro que enfocó un punto de tiza en el
pizarrón dejado allí por el descuido del conserje que no alcanzó a limpiarlo
del todo.
-Me voy a la
escuelita de paga, ¿no se conforma?
Claro está que
una felicidad fugaz recorrió mi débil pecho cuando capté que en el fondo Isaac
no quiera abandonar el hoyo en el que vivíamos.
-Tu fiesta suena
como una fiesta para niñas, dije con sorna. ¿Tendrás damas de compañía y
bailarás el vals?
-Chúpame el pito,
pendejo. Eso solo una pinche fiesta.
Esas palabras de
odio eran para mí una suave brisa que se movía acompasada por el vaivén de su
manzana. Así que seguí removiendo la herida abierta.
-Pues, te harán
misa, dije encogiéndome de hombros, eso es raro.
-Tú eres raro.
Joto.
-¿Qué?
-Nada. Olvídalo.
Guardó sus cosas
en su maltrecha mochila y luego salió del salón, y yo tras de él, al decirme
vámonos. ¿Él, y quién más, lo sabía? Bajamos los escalones, desiertos. Luego lo
vi montarse en su motocicleta, estacionada en una jardinera cerca del portón de
la entrada para maestros.
-¿Subes o qué?
Prometió llevarme
a casa después de llenar el tanque en la gasolinera, más allá de la salida del
pueblo, once kilómetros desde la secundaria, en un cruce de caminos. Acepté,
desde luego. Compró un par de cervezas que nos consumimos mientras llenaban el
depósito. Y después nos dirigimos a su casa, Pretextó algo urgente, y me dijo
que me llevaría a casa sin demora.
Dejó
su motocicleta apoyada en el tronco de un almendro del jardín. Un perro
pequinés que salió de su casa vino a olerme los pies y luego apoyó sus
almohadillas delanteras de su asiático cuerpo a la altura de mi entrepierna, lo
cual detesté. Entramos a su casa. Allí vi por vez primera un monitor VGA a
colores, en tanto que yo, en casa, ni computadora tenía. Tal vez sea este
detalle lo más trivial de todo, pero acentuó mi perplejidad como un inferior, remarcando esos límites que
creía inexistentes. Mientras él se dirigió a la cocina, me quedé en la sala
admirando su colección de discos compactos, algunos comprados en EU. Regresó
con una hielera rebosante de cerveza. Me serví otra, que me pasó como agua. Y
él también. Tomó uno de sus cedes y lo metió al reproductor. Entonces le
pregunté por qué me había llamado joto. Contestó que porque lo era, al fin y al
cabo, un joto que solo se junta con las niñas. Pero no me sorprendí. Me
divirtió su explicación. Le seguí el juego. Nos habíamos tirado en la alfombra
de la sala, mientras seguíamos consumiendo la hielera de cervezas, y la música
del cede rebotaba en el amplio espacio de su sala, At home / drawing pictures / of mountain tops / with him on top / lemin
yellow sun. Nos acercamos, tirados en la alfombra, para que me enseñara el
librito que tenía dentro la cajita del cede. Me dijo que la música se llamaba grunge, y que la escuchaban en “el otro
lado”, de unos tipos que vestían ropa vieja y rota. Me explicó la letra, aunque
no recuerdo. También cantó partes de ella, clearly I remember / pickin' on the boy / seemed a harmless
little fuck, hasta que nuestros hombros se
encontraron. Bebimos más cerveza, y dejé de sentir la ansiedad, o fue el efecto
del alcohol evaporado de su garganta, que aspiré cada vez que cantaba partes
del coro de la canción. Me acerqué más, hasta sorber la cerveza que, como el
yodo, ahora salía en estado gaseoso por su nariz, por sus labios, mientras que
su manzana de Adán subía, escondiéndose tímida cuando abría mucho la boca y
bajando de nuevo. Canté.
Imité al vocalista en el coro, ¡Jeremy
spoke in class today!, ¡Jeremy spoke
in class today! Repetía el coro, y al unísono del
redoble de los platillos y los tambores de la batería y el riff de la guitarra,
Isaac tocó mi erección, mientras le mordí el cuello, su manzana.
-¿Qué
haces pendejo?
Se
levantó de un salto, turbado.
-¡Vete!
Me
petrifiqué. No comprendí qué había hecho mal. Me puse de pie, aunque su perfil
desde la alfombra me excitó más, pero lo comprendí cuando, ya de pie y con mi
pene flácido, Isaac me dirigió un derechazo hacia uno de mis ojos, pero con las
habilidades adquiridas en el básquet, en el que son necesarios los reflejos,
pude librar el golpe, y solo quedó en mi piel un leve roce de su brazo. Porque
él estaba, aún, bastante ebrio.
-¡Vete!
¡Y te olvidas de mi fiesta!
Juro que no he mentido. Por
supuesto que Isaac me dio un golpe, pero no recuerdo si en la cara, o fue ese
mero día en su casa. Creo que fue más bien jugando básquet, pero eso debió ser
un codazo. O tal vez con el balón, de aquel primer día. Qué importa, prefiero
el recuerdo de un golpe directo de odio a los años previos de indiferencia.
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