La cabeza en la entrepierna

La tristeza de un espectáculo ocurre cuando observamos, aunque no sea de cerca, el comportamiento erotizado de un escritor neurótico; cuando vemos, en el exterior, los destellos débiles de aquello que le horada la mente: que aquel poeta dice que para ser escritor debe tener, ay, por lo menos un libro publicado [Fabio Morábito*]. Cosas por el estilo; mínimas cosas que juntas –todas ellas en realidad muy pequeñas- le desintegran por dentro como un inestable elemento radioactivo. O cuando leyó la respuesta a una carta que le envió a un amigo suyo: el hecho de que la ficción te falle no quiere decir que no tengas la capacidad para escribir [Iván Partida**]. ¿Cómo confrontar, se pregunta el creador erótico, ambas definiciones? Para el primero, que ha publicado y que además es celebrado y citado con frecuencia, no se es hasta que un libro –aunque provenga de la nada- aparezca con la firma de quien busca serlo: es decir, que no entiende qué era previamente aquel escritor que se estrena en la mesa de novedades con su primer libro, ¿un diácono reformista?, ¿un marino alcohólico?, ¿un vulgar estibador de la central de abastos? Para el amigo, el creador de textos es un escritor que ya existe, con o sin libro circulando, y eso es él, en esencia, un creador de textos aunque no de ficción ni de poemas ni muchos menos de ensayos.

¿Qué soy sino es nada? Se pregunta en el tiempo que corre mientras Usted lee esto el creador de textos que es, al mismo tiempo, el protagonista de este espectáculo de la tristeza. Adviértase en su rostro cierta fatiga, y en el énfasis con que teclea una armonía del odio, o de la impotencia; porque dos vectores que operan en la misma dirección pero en sentidos opuesta buscan escindirlo en su centro; que su centro es, en un concepto, la cordura misma.

En términos de la física, los vectores no debaten, aunque en política y sobre todo en la abogacía las posturas diferentes de discuten, cuando unos ceden y otros retroceden y viceversa; no así en los diálogos que alguien mantiene, y que sostiene por mucho tiempo, con uno mismo. Por ello son vectores aquellas posturas en la mente de éste creador, quien se ha formado en escuelas federales, donde lo que más prevaleció fue una estricta educación técnica –entiéndase matemáticas-.

En términos del arte, afirma un ensayista que en la escuela moderna no importa saber pintar sino lo que artista logra expresar a través de las pinceladas [Hugo Hiriart***]. Esta mancha es la crónica cromática de la desolación: una afirmación que tendrá diferentes grados de interpretación según el observador, desde el más crítico hasta el viandante común. ¿Pueden considerarse las palabras pinceladas y la hoja de papel un lienzo? ¿Puedo soltar aquí insultos y escupitajos dándole vuelta a todas las frases, exprimiendo los retruécanos y las sinécdoques y demás figuras literarias a la Jackson Pollock? ¿Puedo hacer eso y aún así expresar algo estéticamente celebrado? Puedes hijo mío, escucha que una voz –elija Usted el tono, timbre y volumen de la voz que más le erotice-, le habla desde el rayo de luz que alados serafines le proyectan desde la nubes. Puedo, acepta el creador de textos –porque sin duda eso soy, por lo menos, piensa el protagonista del espectáculo de la tristeza- cuando uno de los vectores, la tesis del amigo, lo mueve de su centro: que haya escuchado una voz del cielo, y con esos detalles, es una prueba de ello.

He trabajado en varios cuentos –hace un cálculo mental-. Mi principal crítico me ha señalado los errores de uno, los excesos de otro, y los logros en unos pocos. Entonces, el protagonista que estudiamos, también se pregunta cuando observa que ha trabajado la ficción en varios cuentos: ¿dónde está el problema? Pero es verdad, que al releerlos los encuentra malos –uy-, forzados –ay-, tramposos –¡oh!-, y feos: debilidad en los diálogos, reacciones y acciones ilógicas: son los veredictos frecuentes.

La tristeza de un espectáculo ocurre cuando señalamos, en este punto del discurso, que el creador de textos que estudiamos aquí es, así mismo, sin juego de dobles que valga, el autor abajo firmante: el golpeteo emocional permanece; la autodestrucción metafórica es, durante tanto malabarismo intelectual, una de sus filias masoquistas; y el sabotaje infligido, una de sus herramientas más húmedas que ha encontrado para la puñeta mental (que se practica metiendo la cabeza en la entrepierna). Una camino en el que busca –eso cree por ahora- la consolidación de su obra.

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*Publicó el año pasado la novela Emilio, los chistes y la muerte en Anagrama. Autor de libros de cuentos y poemarios.

**Autor del cuento Celebración publicado en la revista “La palabra y el hombre” (número 9, tercera época) de la Universidad Veracruzana. También es crítico literario.

***Aparte de un ser un lúdico ensayista, es también dramaturgo, poeta, director escénico, guionista y artista plástico. La cita proviene de Los dientes eran el piano, publicado por Tusquets Editores.

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