Del porqué de la literatura

UN MUNDO SIN NOVELAS
Por Mario Vargas Llosa

Muchas veces me ha ocurrido […] que un señor se me acerque con un libro mío en las manos y me pida una firma, precisando: "Es para mi mujer, o mi hijita […]; ella, o ellas, son grandes lectoras y les encanta la literatura". Yo le pregunto, de inmediato: "¿Y, usted, no lo es? ¿No le gusta leer?" La respuesta rara vez falla: "Bueno, sí, claro que me gusta, pero yo soy una persona muy ocupada, sabe usted". Sí, lo sé muy bien, porque he oído esa explicación decenas de veces.

Es cierto que la literatura ha pasado a ser, cada vez más, una actividad femenina.

La explicación que se ha dado es que […] las mujeres leen más porque trabajan menos horas que los hombres […]. Soy un tanto alérgico a estas explicaciones que dividen a hombres y mujeres en categorías cerradas […]. Pero de lo que no hay duda es que los lectores literarios —hay muchos lectores, pero de bazofia impresa— son cada vez menos, en general, y que, dentro de ellos, las mujeres prevalecen. […] Yo me alegro mucho por las mujeres, claro está, pero lo deploro por los hombres, y por aquellos millones de seres humanos que, pudiendo leer, han renunciado a hacerlo. No sólo porque no saben el placer que se pierden […], porque estoy convencido de que una sociedad […] en la que la literatura ha sido relegada […], está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad.

Me propongo en este texto formular algunas razones contra la idea de la literatura, en especial de la novela, como un pasatiempo de lujo, y a favor de considerarla, además de uno de los más estimulantes y enriquecedores quehaceres del espíritu[…].

Vivimos en una era de especialización del conocimiento, debido al prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en innumerables avenidas y compartimentos […]. La especialización trae, sin duda, muchos beneficios […]. Pero tiene, también, como consecuencia negativa, el ir eliminando esos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales los hombres y las mujeres pueden coexistir, comunicarse y sentirse de alguna manera solidarios.

La literatura, en cambio, a diferencia de la ciencia y la técnica, es, ha sido y seguirá siendo, mientras exista, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres vivientes se reconocen y dialogan, no importa cuán distintas sean sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que se hallen, e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte. […] Y nada defiende mejor al ser viviente contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la xenofobia, de las orejeras pueblerinas del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura […]. Leer buena literatura es divertirse, sí; pero también aprender, de esa manera directa e intensa que es la de la experiencia vivida a través de las ficciones, qué y cómo somos, en nuestra integridad humana […]. Marcel Proust afirmó: "La verdadera vida, la vida por fin esclarecida y descubierta, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura". No exageraba, guiado por el amor a esa vocación que practicó con soberbio talento: simplemente, quería decir que, gracias a la literatura, la vida se entiende y se vive mejor, y entender y vivir la vida mejor significa vivirla y compartirla con los otros.

[…] Una humanidad sin novelas, no contaminada de literatura, se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos, aquejada de tremendos problemas de comunicación debido a lo basto y rudimentario de su lenguaje. Esto vale también para los individuos, claro está. Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos para expresarse. No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario […]. Los conocimientos que nos transmiten los manuales científicos y los tratados técnicos son fundamentales; pero ellos no nos enseñan a dominar las palabras y a expresarnos con propiedad: al contrario, a menudo están muy mal escritos y delatan confusión lingüística, porque sus autores, a veces indiscutibles eminencias en su profesión, son literariamente incultos y no saben servirse del lenguaje para comunicar los tesoros conceptuales de que son poseedores. Hablar bien, disponer de un habla rica y diversa, encontrar la expresión adecuada para cada idea o emoción que se quiere comunicar, significa estar mejor preparado para pensar, enseñar, aprender, dialogar y, también, para fantasear, soñar, sentir y emocionarse […]. Sin la literatura, no existiría el erotismo. El amor y el placer serían más pobres, carecerían de delicadeza y exquisitez, de la intensidad que alcanzan educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. No es exagerado decir que una pareja que ha leído a Garcilaso, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que otra de analfabetos semiidiotizados por los culebrones de la televisión. En un mundo aliterario, el amor y el goce serían indiferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de la cruda satisfacción de los instintos elementales: copular y tragar.

Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables y críticos, conscientes de la necesidad de someter continuamente a examen el mundo en que vivimos para tratar de acercarlo —empresa siempre quimérica— a aquel en que quisiéramos vivir; pero, gracias a su terquedad en alcanzar aquel sueño inalcanzable —casar la realidad con los deseos— ha nacido y avanzado la civilización, y llevado al ser humano a derrotar a muchos —no a todos, por supuesto— demonios que lo avasallaban. Y no existe mejor fermento de insatisfacción frente a lo existente que la buena literatura.

Para formar ciudadanos críticos e independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual y con una imaginación siempre en ascuas, nada como las buenas novelas.

En aquella civilización ágrafa, de léxico liliputense, en la que prevalecerían acaso sobre las palabras los gruñidos y la gesticulación simiesca, no existirían ciertos adjetivos formados a partir de las creaciones literarias: quijotesco, kafkiano, pantagruélico, rocambolesco, orwelliano, sádico y masoquista, entre muchos otros. […].

Como las de Cervantes y Flaubert, las invenciones de todos los grandes creadores literarios, a la vez que nos arrebatan a nuestra cárcel realista y nos llevan y traen por mundos de fantasía, nos abren los ojos sobre aspectos desconocidos y secretos de nuestra condición, y nos equipan para explorar y entender mejor los abismos de lo humano. Decir "borgeano" es inmediatamente despegar de la rutinaria realidad racional y acceder a una fantástica, una rigurosa y elegante construcción mental, casi siempre laberíntica, impregnada de referencias y alusiones librescas […]. El adjetivo kafkiano viene naturalmente a nuestra mente, como el fogonazo de una de esas antiguas cámaras fotográficas con brazo de acordeón, cada vez que nos sentimos amenazados, como individuos inermes, por esas maquinarias opresoras y destructivas que tanto dolor, abusos e injusticias han causado en el mundo moderno: los regímenes autoritarios, los partidos verticales, las iglesias intolerantes, las burocracias asfixiantes. […].

El adjetivo orwelliano, primo hermano de kafkiano, alude a la angustia opresiva y a la sensación de absurdidad extrema que generan las dictaduras totalitarias del siglo veinte, las más refinadas, crueles y absolutas de la historia, en su control de los actos, las psicologías y hasta los sueños de los miembros de una sociedades […].

De donde resulta que la irrealidad y las mentiras de la literatura son también un precioso vehículo para el conocimiento de verdades recónditas de la realidad humana.

No la ciencia, sino la literatura, ha sido la primera en bucear las simas del fenómeno humano y descubrir el escalofriante potencial destructivo y auto destructor que también lo conforma. Así pues, un mundo sin novelas sería en parte ciego sobre esos fondos terribles donde a menudo yacen las motivaciones de las conductas y los comportamientos inusitados, y, por lo mismo, tan injusto contra el que es distinto, como aquel que, en un pasado no tan remoto, creía a los zurdos, a los gafos y a los gagos poseídos por el demonio, y seguiría practicando tal vez, como hasta no hace mucho tiempo ciertas tribus amazónicas, el perfeccionismo atroz de ahogar en los ríos a los recién nacidos con defectos físicos.

Incivil, bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, negado para la pasión y el erotismo, el mundo sin novelas de esta pesadilla que trato de delinear tendría, como su rasgo principal, el conformismo, el sometimiento generalizado de los seres humanos a lo establecido. También en este sentido sería un mundo animal […].

Si queremos evitar que con las novelas desaparezca, o quede arrinconada en el desván de las cosas inservibles, esa fuente motivadora de la imaginación y la insatisfacción, que nos refina la sensibilidad y enseña a hablar con elocuencia y rigor, y nos hace más libres y de vidas más ricas e intensas, hay que actuar. Hay que leer los buenos libros, e incitar y enseñar a leer a los que vienen detrás —en las familias y en las aulas, en los medios y en todas las instancias de la vida común— como un quehacer imprescindible, porque él impregna y enriquece a todos los demás.

mario vargas llosa

Artículo tomado de Letras Libres (México) n°22 Octubre del 2000, Madrid, 23 de febrero de 2000

Comentarios

Úrsula ha dicho que…
Qué buen texto de Vargas Llosa. Cursi hasta los huesos, tanto que me dejó suspirando y sonriendo al pensar en que al ratito me voy a acurrucar en mi sillón leyendo Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza.

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