Caldo de bacterias

Me conocerán porque habré de ser un cadáver más en los periódicos, un cuerpo inerte vuelto fotografía descolorida y texto informe de algún periodista inepto. Me conocerán, pienso, porque la punta de la pistola descansa en mi frente y un pañuelo me obstruye la garganta. He llorado, no soy insensible. Poco han valido para mis captores esos ruegos de miradas que proyectan mis ojos negros. He de morir, en esta pocilga maltrecha embarrada de vómitos pasados, tal vez de otros secuestrados que antes fueran ciudadanos tontos.
Trabajaba cual negro esclavo en campos de algodón en una prometedora empresa de consultoría, y tenía por oficina un reducido cubículo que no obstante la incómoda estrechez, debía compartirlo hombro a hombro con un imbécil. Como perros machos en celo tras el culo estrecho de una hembra astrosa, solíamos laborar armoniosamente día a día, y casi también, noche a noche, para reportar números cada vez más prietos en los libros de contabilidad. Se valía de todo, como en la guerra, y poco me importa mencionar las trampas y demás artificios ingeniosos, utilizando las técnicas aprendidas en el liceo, que constituían lo que éramos, ingenieros briagos de tanta adulación recíproca.

Discusiones insensibles y gratuitas. Codazos en las costillas. Sonrisas falsas pero afables. Mentiras y escupitajos de desprecio en pleno rostro. Eso componía la cerúlea atmosfera del piso de oficinas que nosotros, el otro imbécil y yo, compartíamos con otros tantos soñadores que buscaban el escalafón inmediato. Yo escalé, qué bien me siento Dios del cielo, tan sólo de recordarlo, pero hacia abajo, donde moran las almas de los condenados.

A Diego le debo ese puesto. Por su recomendación y palanca con los altos ejecutivos, un día me vi en la oficina de recursos humanos firmando las condiciones de mi sueldo, prestaciones y obligaciones. Tal vez deba decir que años más tarde estaba arrepentido, pero como la mujer que gozosa recibe los golpes del esposo, me presentaba en la oficina cada mañana dispuesto a compartir las esporas y humores que despedía mi compañero, al que tenía tan cerca, amén de un salario. Qué no hace uno aunque deba besarle las manos a quienes ocupan un puesto que anhelamos. Soñaba el día en que asentaría mis pies sobre la jeta de Diego para subir al siguiente puesto. Cuando vi pasar a la loca que lleva los pelos al frente tapándole la cara, los así con ambas manos, no fuera ser que sólo me contentara con rasguñar su calva. Pero sus pelos se convirtieron en las serpientes de la medusa.

Sabrán mi complexión, color de mi pelo, de mis ojos y de mi piel, dónde vivía y mi condición de soltería por el periódico de mañana, no obstante revelaré mi nombre a estas alturas, aunque me sienta estúpido hablándole a un público ignoto. Hugo me llamaron siempre en vida mis padres y amigos. Hugito me llamó el primer muchacho que desvirgué en un motel abominable. En la compañía, pasé a ser ingeniero Salazar burilado en una placa de latón prendido al saco tornasolado.

Una tarde, tras libar seguidos tres cafés sabor trusa de trailero, y con el corazón a punto de taquicardia, después de haber alterado cuatro facturas y rehacer tres bitácoras de trabajo plus haberme entrenado en las milenarias artes del plagio de firmas, Diego (el mismo que conocí en la universidad y que, de haber tenido seis kilos de manteca menos en aquel tiempo, le habría propuesto sensato matrimonio, pero después, habiéndolo tratarlo en diferentes desveladas, tanto de trabajo como de parrandas, descubrí el error que habría cometido al esposarme a un gañán olvidadizo, maloliente y egoísta, al que sólo ofrecía amistad interesada), me mostró en su teléfono celular un video o cortometraje, no recuerdo, de las nalgas generosas apretadas por un simulacro de falda roja que las aprisionaba con violencia. Las nalgas de la ninfa pertenecen, o tiempo ha que pertenecían, no obstante la vulgaridad prodigiosa, a la mujer del jefe que ahora recuerdo se llama, o llamaba, Carolina. Increíble ver tanto mal gusto vuelto carne en forma humana que tiene pechos y pies que la llevan a tantos lugares como su lengua larga y cabeza hueca la dictan. Increíble también al conocer al tipejo que sostenía al látigo que se saciaba lacerando nuestras espaldas encorvadas, que placía en ser nuestro jefe. Tanta vanidad y modismo, tanto buen trato disfrazado, enamoramiento físico, sólo para cometer delito tras delito solapado, por él, por todo el mundo. Ella era la mujer del cortometraje y él su marido.

Al sentarme en la silla vuelta ergonómica a fuerza de tanto arrellanarme en ella, Diego me mostró, tras fumigarme con su vaharada de cebollas y cilantro, lo que había podido hacer al fin un día cuando acompañó al jefe a su casa, según, recuerdo, para buscar unas maquetas. Conocía más que bien la mansión que me lastimó la vista, la cual ayudé a erigir a pica piedra de mucha tranza, mientras yo recibía un mísero sueldo que se desvanecía, mes a mes, entre la casera y la lavandería. Había pues, sin dar más vueltas a la noria, un amplio estacionamiento para sus tres contaminantes camionetas, más el Mustang del niño y la vagoneta de su mujer. Y bajaba hacia el estacionamiento, preveniente de un cuarto lateral, tal vez un estudio, una escalera de cristal en forma de caracol que, según su dueño presumía, único en el fraccionamiento. ¿Bastante chic no Hugo? Claro ingeniero, cómo no. Costumbre era que, al llegar por este portafolio olvidado o aquel portaplanos, bajaba Carolina resonando con sus zapatillas de aguja que guinchaban el cristal. De vez en cuando, imposible no voltear la mirada al escuchar el ruido como de una gata copulando en plena azotea. Imagino la escena, no la del cortometraje, porque ese lo vi cientos de veces, sino más bien la del cineasta, con la mano temblorosa sosteniendo el celular y cuidándose de algún mucamo que lo sorprenda, mínimo ese detalle, porque también podría andar por ahí el holgazán del hijo, o peor aún, el propio jefe. Pero los pormenores de producción nunca pude conocerlos, tan sólo imaginarlos.

Después de ver el cortometraje, Diego se levantó de su asiento para bajar unas fichas de la repisa. Noté su sexo excitado. ¿Qué me ves? ¿Se te antojó? (Solía preguntarme eso cada cuando que despertaba su leviatán debajo de los calzoncillos y creo, procuraba hacerlo estando presente, porque siempre debía ponerse en pie para algo). Lástima por esa panza aguada, no tan rebosante, pero qué poco estético, le decía. Meses más tarde, cuando creí prudente, y hastiado de los constantes juegos homoeróticos entre Diego y yo, que le añadían esa tensión laboral al ambiente, juegos del que yo salía perdiendo y lastimado, aunque permanecía incólume a su presencia, maquiné el plan con que, albricias, le patearía los testículos. 

Precisamente hace tres días, clarísimos los traigo en la memoria, salí del trabajo y tomando el camión del transporte público, llegué al cuarto que rento, decido a despojarme del saco y la corbata que apretaba mi nuez de Adán. Pero, cosa de usos y costumbres en las que uno se ve envuelto de repente por pura cortesía, la casera, usando ese mandil gualdado y decorado de hoyos, me pidió de favor, por decimotercera ocasión, que le ayudara a su sobrino con la tarea. Ande inge, ¿me puede hacer el favorcito? Cómo no doña Ifigenia, del sangrante corazón del niño Jesús, en seguida bajo a la cocina para ver qué le encargaron a Manuelito.

El mocoso de trece años iba cursando la secundaria cual cangrejo. Tercer semestre por tercera vez. Cómo decirle a Ifigenia su tía, vuelta madre en los apuros, que su sobrino no sería bueno en la vida más que para cargar a lomo bultos de papas en el mercado. Pero uno que desea siempre portarse a la medida de las circunstancias, ahí estaba yo, investigando en la Británica, misma que conseguí en una librería de viejo a buen precio como regalo, las teorías sobre el origen de la vida hace millones de años en este mundo. Ora un cometa errabundo del espacio chocó con la naciente Tierra y con él venía los elementos o seres extraños que harían la vida; ora rayos y centellas de la rala atmósfera de metano habrían creado los primeros organismos unicelulares en el fangoso manto hirviente circundado por volcanes; ora experimento de extraterrestres que se perdieron por el barrio; ora que de puro gusto los organismos vivos nacen espontáneamente, contra toda lógica, o peor de males: Dios, con su infinita misericordia, lo había creado todo, para dolencia de nosotros y regocijo de aquel. Y acá, cortina de hierro, porque el púber se sabía esta última al dedillo, encerrado en sí mismo cual molusco en su concha. A cargar talegas, me dije, dejando que meditara con los párrafos que yo le había subrayado nada más para que los copiara, mientras subía a mí cuarto pensando en las primeras células nuestros padres. 

Dormité apacible. Al día siguiente sería viernes y eso era bueno. Pájaro que auguraba tiempos mejores, porque el piso de oficinas estaría un poco más vacío de lo acostumbrado: los viernes contadores y arquitectos suelen salir temprano. Llegué. Sonreí a la recepcionista. Hola qué tal, buenos días. Me acerqué a ella, y con algunos vales de despensa, la convencí de que le hablara a Diego, quien la cortejaba, para retenerle su teléfono celular. Me dirigí después a mi cubículo. Diego comía un refrigerio grasiento. Me convidaba. No gracias. Y después me invitó a ir mañana sábado a una fiesta donde una amiga de él me presentaría con un tipo quien había sido su novio hasta que lo descubrió con otro pero ahora toda amistad franca. Algo así recuerdo, y que era abogado. Y que llegaría a mi correo electrónico la foto de aquel. No gracias, dije, encubriendo mis remordimientos prematuros, adelantados, como siempre. Sandra la recepcionista llamó al cubículo. Contesta loco, nunca haces nada en la empresa, en balde tu sueldo. Descolgué. Es para tí, le dije. Al poco rato Diego se dirigió donde Sandra. Intenté corregir o, más bien, corregir a modo, ciertos presupuestos. Regresó Diego con su teléfono en la mano. ¿Pero..? ¿Cómo fue que…? Vi, en la distancia, mis vales. Regresó Diego con la secretaria y una pequeña caja policromática en una mano. Cursi mi amigo, pensé, mientras mis incrédulos ojos veían al celular reposando en el escritorio que decía cómeme, señorito. Tomé el celular de Diego y después el mío e intercambié ambos chips pero después me arrepentí y creí ese paso fútil a todas luces así que busqué primero el cortometraje y al encontrarlo lo cargué a un mensaje multimedia y oteando por encima del cubículo de vez en vez para cuidarme las espaldas en una de esas Diego tras sus pasos y busqué el número del celular del jefe y ya llega el otro y lo mandé sin dilación y ¡ey! ¡Galán de alberca!, dije eufórico. ¿Estabas viendo mi video? ¿Quieres hacerte hombre? Imbécil, dije, mientras me encaminada al baño.

Seguro que el jefe no estaría en la oficina siendo viernes pero ante la emergencia más seguro que llegara, inclusive derribando un muro si fuera necesario. O probable que mientras orinaba ya el jefe, manos ferinas y ojos inyectados de sangre, tenía a Diego arrancándole las bolas o por lo menos estrujándole su regordete cuello. Permanecí más tiempo para evitar semejante escándalo. Vomitaría al ver cómo le pegaban a mi amigo. Me daría lástima y me darían las lágrimas. Y tan sólo de pensarlo ya me había puesto medio triste. Me venía a la mente las veces que nos habíamos trasnochado con el grupo de estudio haciendo tareas, antes que la cerveza lo hinchara de fealdad. Me vi en el espejo y apareció Judas Iscariote. Me estremecí y después me mojé la cara con agua fría. Entró un contador a los retretes, tras él un afanador anciano a recoger los papeles y después Diego campechano. ¿Qué tienes tú? Qué te importa. ¿Vas a ir a la fiesta o qué? Va, allá te veo, contesté mientras salía.

Ya el edificio lo abandoné desértico mirando a Sandra de soslayo. Adiós ingeniero, escuché que dijo pero muy a la distancia, como si estuviera ella en París y yo en China. Me subí al transporte y me quité el saco. En una parada aproveché para sentarme a una silla que se había desocupado, pero poco me duró el gusto porque un tullido, con ojos de súplica, me lo pedía y accedí. Al bajar hice algo que me trae de nuevo a la punta de la pistola descansando sobre mi frente mientras mi captor sueltas imprecaciones monocordes. No puedo verlo. Incapaz me siento de subir la mirada. Una esquina antes de llegar donde viví los más desgraciados de mis días, golpes en mi espalda y después desmayo. Desperté en una bodega de cementos y varillas corrugadas. Aquí es, pensé, las cosas que he ayudado a ocultar con magia. Imposible recordar. Lloro. Ya no recuerdo si había mandado el video de la nalgona con mi número o el de mi amigo Diego. Qué imbécil. Llanto desesperado mi atrapa. La mano trémula que sosteniente el arma me levanta y me lleva a una oficina, abandonada tiempo ha. Bien sabes lo que hicistes, pendejo, dice el sujeto con su voz aguardentosa. Un judicial, pensé, ironías de la vida. ¿Quién fue el primero que aventuró la sentencia que siendo polvo al morir polvo seremos? Irresponsable por demás, bien supe hace algunos días que bacterias fuimos, organismos despreciables de donde surgió la vida. Mecanismo repetido, mil veces, por siglos. Bacterias nadando en la ciénaga de la existencia, en los albores del tiempo. Del vómito de volcanes, de rayos fulminantes, como del esperma que recorre un largo túnel vaginal, fuimos bacterias, y tantas desgracias para llegar donde partimos, a un cadáver pudriéndose por obra y causa de nuestras queridas primas. Sollozo. El judicial me tira al piso. Una carcajada retumbó en lo altos cielos, ¿o era un rayo? Imposible saberlo, público ignoto, que ahora me veo de vuelta, flagrada mi alma, a bucear en un caldo de bacterias.


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