Un viaje al Caribe

1994

En aquel año Tulum era un pueblo con unas cuantas casas y gasolineras al lado de la carreta Cancún-Chetumal. Se llegaba en automóvil o autobús hasta la zona arqueológica, cuyo camino terminaba en un estacionamiento circundado por tendejones de lámina y tablas donde vendían todo tipo de souvenirs: artesanías de barro de la Pirámide del Sol, atípicas de la región, y camisas de algodón con estampados de Quetzalcóatl. Dentro de la antigua ciudad maya había piedras de caliza como si hubieran sido derrumbadas por un cataclismo. El visitante debía caminar por los senderos pedregosos o bien se apegaba a un grupo de extranjeros con guías que explicaban este o aquel por menor histórico. Lo estimulante era perderse entre los muros y los cubículos de las construcciones de piedra. Montarse en las escalinatas y ser fotografiado con el imponente azul de detrás, desde lo alto de alguna ruina. 

2014

“Ya llegamos”, le digo a Randú, para que despierte. Habíamos partido desde Bacalar esa misma tarde, balneario donde paramos a comer y darnos un baño en la laguna. La carretera, con amplios acotamientos para hacer rebases seguros, la misma carretera de hace veinte años, de repente se convierte en un boulevard iluminado con caminos laterales y camellones sembrados de palmeras y árboles. Veo bares, restaurantes, cafés, hoteles y gente en bermudas y shorts, y mujeres paseando mascotas y hombres en patines, y otros saliendo y entrando de los establecimientos. Avanzamos diez o doce cuadras; estoy indeciso si doblar en esta o la próxima esquina, hasta que llego a un semáforo que parece ser el último de la ciudad, doy vuelta en U y me meto en la lateral. Buscamos un hotel accesible. “Me voy a estacionar por aquí”, le digo a Randú, pero no encuentro cajón desocupado. Entonces encuentro el hotel, al otro lado de la calle. Ya instalados en el cuarto salimos a caminar. Corre un viento fresco empujado por las últimas corrientes de una depresión tropical que días antes amenazaba el viaje, y que cayó en forma de aguacero mientras atravesábamos la densa selva de Campeche. Encontramos un café fuera del mismo hotel y cenamos. El café, con mesas en la banqueta, donde nos sentamos, es también parte del hotel y de un negocio de buceo que hace tours por el sistema de ríos subterráneos Sac Actun, famoso entre los amantes del snorkeling. La carta que nos entregan, en íntegro inglés, mezcla fotografías subacuáticas de estalagmitas y cámaras con los alimentos y sus precios. “Vamos a ir al Grand Cenote por la tarde”, le digo a Randú. Asiente. Noto que, quizá, descontando al par de meseros, somos los únicos que hablamos español. El portugués, el italiano, el francés, el ruso y el chino mandarían ya se han paseado cerca de nosotros mientras comemos. 
Al siguiente día bajamos a desayunar al mismo café del día anterior, y al terminar tomamos camino hacia el sitio arqueológico. Le pido a Randú que localice en el GPS de su celular la carretera que nos lleva al lugar, pero sólo encontramos un circuito, muy alejado del sitio, que llega a una plaza comercial. Indeciso, conduzco hacia la zona y encuentro un estacionamiento carísimo. Doy media vuelta y vuelvo a tomar la carretera federal a Cancún. Reviso el GPS y veo esa carretera pero cuando llego sólo hay turistas a pie. Dudo. Me acerco a un promotor turístico. “Buenos días. ¿Ya no dejan pasar en coche?” Me contesta que no y me señala un sitio para estacionarme por cincuenta pesos durante el día. Entonces tendremos que caminar, le digo a Randú. Avanzamos por el sendero de sascab, hacia Tulum, la ciudad amurallada. El camino ya no está circundado por puestos de baratijas sino por manglares. “Esto no estaba así”, le digo a Randú y le describo qué había más o menos en qué lugar. Pagamos la cuota de recuperación al INAH y nos integramos a la fila india de hombres y mujeres caucásicos rumbo a las ruinas.
Mi primera impresión es que el sitio parece más grande de lo que era. Que tiene más edificios de los que recuerdo. Que es más luminoso que como luce en las viejas fotografías, amarillas ya de sus bordes, que resguarda mi madre en su cómoda. Que el aire es más puro. Y como si un gigante hubiera venido a recoger el reguero de piedras y las hubiera acomodado una a una, y luego sembrado césped creando campos donde bien se podría jugar golf.
Tomamos un par de fotos a unas iguanas y a los primeros edificios del recorrido, a los que está prohibido entrar. “Ven, sígueme”, le digo a Randú. Lo llevo por un sendero, por donde había caminado, tiempo ha, tratando de no caer, pero ahora es una vía acolchada por la arena. La vegetación cierra la vista, y le pido a Randú que me siga, detrás de los árboles. Será su primera vez. Su primer vistazo. Su primera impresión: el Caribe.

1955

La ciudad, Chetumal, capital del territorio, era una cuadrícula perfectamente trazada y sembrada de casas de madera estilo inglés, con techos de dos o cuatro aguas, de cara a la había homónima. Había sido fundada en 1898 por el vicealmirante tamaulipeco Othón Pompeyo Blanco Núñez de Cáceres, cuando llegó a la desembocadura del Río Hondo capitaneando el pontón Chetumal, fabricado en Nueva Orleáns. Su misión era dejar un establecimiento permanente cerca de la frontera con la vecina colonia británica. Pero ese día estaba siendo duramente castigada por el, quizá, más destructor de los dioses mayas y presentado con nombre de mujer, Janet.
Arrasó con las endebles casas y más que de huracán dejó la huella de un tornado que, cuentan las crónicas, succionó el agua de la bahía para después devolverla con impiedad. Se sabe de una casa que con todo y sus habitantes fue arrastrada y dejada trescientos metros más allá de donde había estado. Y se registra a Janet como la peor catástrofe de la jovencísima ciudad. 

1998

Hemos venido a comprar provisiones. Hemos recorrido los estantes de San Francisco de Asís, el único supermercado. Apenas y mi madre ha rescatado alimentos en conservas y mi padre algunas pilas voltaicas y clavos para asegurar las ventanas de la casa. Hemos comprado lo necesario. Somos, qué fortuna, cuatro en la casa. Con un presupuesto apretado mis padres esperan que las provisiones alcancen para estar refugiados el par de días o la semana que dure el fenómeno. Antes de regresar al pueblo para prepararnos, poner láminas en las ventanas, descolgar masetas, podar los árboles del patio y guardar agua potable en tambos, nos queda la tarde libre para hacer un paseo, el paseo dominical por el boulevard-bahía. Mi padre avanza lento y otros automóviles avanzan también sin prisa, contemplando ese mar pálido que se azota siempre en el muro de piedra, postergando la contingencia, contra el muro de piedra, porque ¿podría ser la última vez que quede todo esto en pie? Los modernos edificios del gobierno estatal y federal lucen evacuados y con las ventanas tapiadas. Una tímida llovizna arrastrada por un viento lánguido parece ser la introducción al desastre. El campus de la novísima Universidad de Quintana Roo, al pie de la bahía, en el extremo del boulevard, luce igualmente desierta, evacuada. Regresamos a casa sin cenar pizza en nuestro restaurante italiano ni poder ir al cine. Son tiempos difíciles y quién sabe qué vaya a pasar después de Mitch, el maelström que amenaza con borrarnos del mapa.

2014

Hemos llegado al tercer punto de nuestro recorrido, Chetumal. Antes hicimos escala en Escárcega, una pequeña ciudad campechana en el corazón de la península yucateca, descanso obligado para quienes se aventuran desde el centro del país hacia el mayab. Pernoctamos y salimos temprano al otro día para hacer otra escala obligada en Xpujil, un pueblo que poco ha crecido con los años, aún más inserta en la selva tropical. Visitamos su sitio arqueológico, escondido en la espesura del monte (casi es tu totalidad derruido, queda en pie la parte principal del palacio de tres torres, visibles desde la carretera).
Me estaciono en el boulevard-bahía, en frente del Palacio de Gobierno. El mar está bravo. Los vientos de la depresión tropical la agitan y hace lloviznar de cuando en cuando. Es domingo y no hay vislumbre de alguna agitación nocturna. Le describo a Randú el lugar. Aquí no es como en otras ciudades. No hay edificios coloniales y sólo quedan algunas casas típicas de estilo inglés en pie, casi todas ellas barridas por la modernidad. Tampoco hay catedral. Esto es el centro, una explanada vacía entre el Palacio y la bahía. No hay playa, sólo este muro de piedra del malecón donde el mar se da de topes y crecen algunos manglares. Kilómetros adelante le señalo el edificio del congreso del estado, un espacio cerrado sobre sí mismo como un caracol como el partido que ha gobernado ininterrumpidamente desde que Quintana Roo dejara de ser territorio. Caminamos por la plancha. Tomamos fotos. Raro toparse con un paseante. Decido que hagamos el recorrido, mi recorrido familiar. Mientras conduzco veo las mismas esquinas y las mismas esculturas que adornan la vía. Son apenas quince años de haber estado aquí la última vez. Todo luce casi igual excepto por la oda a la megalomanía que un gobernador quiso construirse para sí, el cual luce inconcluso y abandonado. Pero entiendo el esfuerzo. Randú le toma fotos al esqueleto de acero: opacada y olvidada por Cancún, su hermana más joven y más conocida, la capital hace de vez en vez denodados esfuerzos por brillar con luz propia. Tal vez, se pensó, o pensaron, el mojón de fierros amorfos que su autor, Sebastián, había dado el nombre de “Monumento al mestizaje”, haría de la ciudad lo que la Torre Eiffel a París.
Trato de lucir animado pero esta ciudad de mi infancia luce casi intacta y es como si no me hubiera ido nunca y veo como quien ve la casa en la que ha vivido toda la vida. ¿De haber llegado Mitch, en aquel fatídico año, centenario de su fundación, y haberla sacudida desde sus cimientos, habría renacido? 

1984

“Era puro monte, había que caminar entre el monte”, cuenta mi madre, “nosotros dimos con el lugar porque nos dijeron que ahí estaba pero no encontramos ninguna señalización, hasta que dimos con las pirámides. No estaba el hotel ni nada de eso que dicen que hay ahora. Había que llegar en coche por una verada llena de baches”. 

2014

“Creo que por aquí no es”, le digo a Randú. Pero los hoyos en la carretera me hacen sospechar que vamos en el camino correcto. No puedo acelera más de 20 km/h sin dar un volantazo que nos saque de un bache cuando ya caemos en otro. Así debían sentirse las carretas, pienso. Además es estrecho y los arbustos invaden parte de la vía, haciendo que los roce cuando un camión Thorton nos sale al paso y yo debo morder la orilla. Consulto la hora y me siento arrepentido de habernos desviado del camino, ya de vuelta al centro del país. Pero me digo que no me iría de aquí sin antes venir, o ver si quiera, hasta que, unos cuantos minutos más, aparece un letrero rústico de un resort de una gran cadena hotelera. “Entonces sí vamos bien”, le digo a Randú. Cientos de baches más llegamos a un descampado, circundado por altas palmeras silvestres. Siento que estoy en un plató de una película hollywoodense de la Metro cuya historia sucede en el antiguo Egipto. 
“Ya llegamos”. Pagamos el boleto al INAH. Caminamos un pequeño tramo, abovedado de árboles. Vemos las primeras ruinas. Leo un cartel: Kohunlich, vocablo derivado de dos palabras inglesas, cohoon y ridge, “lomerío de corozos”. No es maya. Fue descubierto por un anglosajón a principios del siglo XX. Estuvo, ciertamente intacto, por siglos. Ningún conquistador dio con la ciudad y solo la vegetación la preservó. El sitio luce esplendoroso. El espacio entre los palacetes está cubierto de césped. Me intrigan los edificios, pues justamente no son pirámides: edificios con recámaras, atrios, antesalas, privados, bodegas, pasillos, puertas, bóvedas, ornamentos, escalinatas, dinteles, esquinas redondeadas, ventanas. No son pirámides aunque sí ruinas, como ruinas son las casonas abandonadas del centro histórico de Veracruz. Pero estas construcciones ¿qué le piden a los castillos medievales?

Tulum.

Tomo fotografías. Randú y yo caminamos hacia la vegetación. Un mono aullador se escucha entre los árboles. Nos guarecemos del sol bajo las palmeras y el llanto del mono aumenta. Puede estar cerca. O demasiado lejos. O puede venir entre las copas y salirnos de improviso. Pero su llamado queda en segundo plano cuando aparecen en el suelo, cerca del muro exterior de un edificio, dos lechuzas blancas. Yacen juntas, inertes, boca arriba, con las alas extendidas. ¿Qué pudo haberlas matado, al mismo tiempo, y dejarlas casi intactas? Misterio.
Caminamos. Falta algo, le digo a Randú. Recuerdo la vieja fotografía. Estoy sentado, y no tengo ni un año de nacido, en las piernas de mi madre y detrás de ella lucen los famosos mascarones de estuco. ¡Si es lo principal del sitio, los mascarones! Nos grita un empleado del parque. ¡Al fondo, pasando las palmeras! Exactamente allí, detrás, donde pensé que terminaba el recorrido, un edificio gobierna Kohunlich desde lo alto de una colina. “Todo esto redondo que se ve puede ser la base de la pirámide”, dice Randú. Y no lo dudo, pues la forma de la montaña no luce natural. Subimos. Es un palacio escalonado, clásico, piramidal. A cada lado lo cuidan esos pétreos rostros, impertérritos. Tomo fotografías. Me siento en el mismo sitio donde me cargó mi madre y le pido a Randú que me fotografíe. Cuando reviso la toma caigo en cuenta que, treinta años después, no tiene gracia. No sería justo mostrarla.
“Vámonos”, le digo a Randú. Bajamos corriendo y a grandes pasos llegamos al coche. El camino de vuelta a la carretera federal luce corto, o es la prisa. Pocas horas de luz natural para el regreso.

BUEN VIAJE. VUELVA PRONTO.


Un viaje de descubrimiento. Un viaje al pasado.


*Otra versión de este texto publicado originalmente en Revista Lepisma.

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