Evocación de Bacalar
Vacaciones.
Sol. Agua. Arena. Cielo. Horas flotando, de muertito, sobre el
aguamarina. Así es como últimamente he evocado Bacalar, gracias a
fotos y publicaciones que veo ocasionalmente en Twitter, Instagram y
Facebook sobre amigos y desconocidos que están, fueron o planean
visitar otra o por primera vez la también
llamada “Laguna de los siete colores”.
Tengo además la muy ligera sospecha que todo mundo, excepto yo, han
pasado o están pasando sus vacaciones de verano, otoño,
invierno y primavera echados en hamacas
colgadas de palmas cocoteras, con el rumor de las olas de la laguna,
mientras yo veo sus fotos en mi iPhone frente al mar de azogue del
Golfo de México.
Conocí
la laguna cuando era niño, porque nací y crecí en la frontera con
Belice. El Bacalar de mis recuerdos era un
balneario que los lugareños
de Chetumal, los
pueblos aledaños y los ubicados a los largo de la frontera con
Belice visitábamos los fines de semana, y
no el punto de reunión de hippies que es hoy.
El pueblo que
toma su nombre, donde se asienta un fuerte que data desde los tiempos
de la Colonia, no era aún pueblo mágico ni
cabecera municipal sino un
ejido no muy diferente a cualquier otro, de calles de sascab,
pequeñas casas y una riviera de casonas y
hoteles con puertos privados para yates que corre desde el famoso
Cenote Azul hasta
desembocar en un amplio estacionamiento con
palapas, baños públicos y un muelle de madera.
En
la riviera había una pagoda, donde suponía yo
que vivía una familia china, y tenía sus
típicas ornamentaciones que se ven en las postales de aquel país.
También quedaban
los restos de una mansión
de dos pisos que había perdido sus paredes frontales y dejaba al
descubierto el azulejo de los baños y la cocina y
una historia de antiguo esplendor.
En
mis recuerdos se mezclan la pagoda y la
mansión en ruinas, el muelle, el fuerte de
San Felipe, el Cenote Azul y las expediciones con familiares y amigos
que hacíamos desde el pequeño pueblo azucarero donde vivíamos
hasta los balnearios de la laguna.
Tardes de domingos, semana santa y veranos que olían a agua salobre,
orines de niño, música de salsa, cerveza Superior y humo de
cigarros Raleigh. Nos
acompañábamos de
comida llevada en toperes, bolsas de plástico, termos y hieleras,
sin que faltaran nunca nuestros productos típicos de la frontera:
queso holandés del Gallo Azul y jamonilla
Tulip.
La
laguna me fascinaba. Era niño y quemaba toda mi energía en
zambullidas, brazadas, clavados repetitivos desde el muelle y
marometas debajo del agua, siempre y cuando
tuviera los pies sobre el lodo, siempre que sintiera la sedosidad del
lodo entre mis dedos. Siempre que estuviera en la orilla de la
laguna, porque al contrario el Cenote Azul me aterrorizaba. Era un
temor que me corría desde el vientre hasta la cabeza, parado ahí en
el borde del ojo de agua sin fondo ni orilla, con el miedo creciente
de hundirme en la oscuridad y que mis oídos implosionasen.
No poder gritar, no poder ver, no poder salir. Así que prefería la
cercanía y seguridad del
exterior y conformarme con ver a los bañistas.
Debo
reconocer que además de la profundidad
también temía de
la espuma limosa que suele verse sobre la superficie del
agua y de las piedras resbalosas de las que
se desprenden, piedras vivientes que
asociaba con las
semillas extraterrestres de la película Cocoon
(que había visto
por Canal 5). Ahora que redacto este texto
busco información en la red y doy con
estos datos: se llaman estromatolitos, y según las últimas
noticias, están en riesgo de preservación por el turismo intenso.
Se trata de piedras que producen oxígeno debido a las
cianobacterias, un tipo de vida antediluvial que aún se forman en
escasos lugares del planeta y Bacalar es uno de ellos (otro es
Cuatrociénegas). Es como bañarse en el
caldo de cultivo de la vida.
Otro
pretexto para hacer un viaje de cuarenta y cinco minutos desde el
pueblo hasta Bacalar eran las carreras de motos acuáticas que se
celebraban una vez al año, promocionadas tanto en comerciales de
radio como en periódicos locales. No tengo en la memoria a cuántas
de estas carreras habremos asistido, pero sí tengo presente que
nunca íbamos por ver la cerrera en sí. Mas
bien íbamos por los animadores, por
las bocinas ensordecedoras, por
las enormes latas de Coco Cola y Sprite
inflables y por las
“chiquitibums” que
en bikini
repartían playeras,
y por la aglomeración de bañistas que
hacían imposible
meterse al agua (según
las últimas noticias hay un movimiento ecologista para evitar este
tipo de competencias porque dañan el medio ambiente).
Las
semanas santas, las zambullidas, el miedo al cenote, la pagoda, las
competencias de lanchas y los fines de semana era el Bacalar de mi
infancia. Y de mi pubertad. En una de esas
visitas guiadas al Cenote Azul que le hicimos a unos parientes
advertí a un muchacho, turista
extranjero de los pocos que se aventuraban más allá de Tulum.
Sentí una
extraña y desconocida atracción que éste
había despertado en mí cuando lo descubrí
camino a los baños. Había salido del
cenote, iba mojado.
El bermudas se le pegaba a las piernas. El
agua le corría
por la espalda
esbelta. Como no
lo había visto me pregunté si quizá
había salido de una de las
semillas extraterrestres de Cocoon; una
tontería: en el cenote no hay de estas piedras.
Cruzó el restaurante. Lo
seguí al baño,
hasta el mingitorio.
Era alto, de cabello al rape. Ojos pardos.
Supuse que tendría diecisiete o veinte años, o quizá tenía apenas
catorce, tres más que yo. Al entrar lo escuché orinar como orinan
los caballos. Sudor de manos. Temblor de cuerpo. Me planté
a su lado y oriné tímidamente, mientras
el muchacho descargaba un potente chorro de
orines, ignorándome por completo.
Salió sin lavarse las manos. Después yo
salí y lo
busqué. Me inventé motivos para ir a tal o cual lugar del sitio y
vagué hasta que descubrirlo otra vez aventándose clavados al azul
profundo. Entonces
Bacalar era
un paraíso.
Cañón del fuerte de San Felipe. |
Pero el paraíso no dura para siempre, como no le
duró a Adán ni a Eva. Diversas circunstancias obligaron a migrar a
mi familia y así dejé atrás el pueblo azucarero, los cañaverales,
la frontera con Belice, Bacalar y los cenotes y sus muchachos, para
terminar habitando la fea ciudad de los parientes que nos visitaban.
Años después he vuelto, por
escasas horas y a las prisas. Quizá por el
tiempo pasado, quizá por la traición de
la memoria, la verdad es que todo lo que era inmenso ahora me parece
si no más pequeño sí en su justa medida,
ni grande ni pequeño: el fuerte, el
cenote, el muelle, la pagoda, incluso el pueblo que ahora es “pueblo
mágico”, con estatus de ciudad y municipio. No así el
azul ni la laguna: inconmensurables.
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