Días de taller (parte dos de dos)

Nos encaminamos al Puente de la Amistad, un paso peatonal elevado sobre la avenida Ruiz Cortínez; puente inspirado en la arquitectura de Calatrava. El Municipio lo ha iluminado con los colores del arcoíris: un puente gay, pienso. Turistas, bañistas y parejitas caminan de un lado a otro, de la zona de hoteles a la plaza comercial. En su parte media, allí Randú y yo nos detuvimos. Platicamos. Aprovechamos cierta soledad para besarnos, mientras los alocados autos iban y venían por debajo de nosotros: estallaron fuegos artificiales en el oscuro cielo, y tres buques mercantes nos pitaron. Cuando se acercaba una pareja, nos separamos. Randú me preguntó: ¿y cómo sigue la historia? Se refería al post anterior, Días de taller (parte uno de dos). Espera a que salga, que ni yo sé, le ofrecí por respuesta.
Luego nos fuimos hacia un extremo del puente, un espacio circular con una rosa de los vientos en el piso, que semeja la proa de un barco, mirando hacia el este, el ancho mar. Nos sentamos en los barandales y continuamos la conversación (palabras reservadas para sus protagonistas). Otro día fuimos al centro porteño. Compré un par de libros, nos subimos a un buque de la marina, vimos una película de la muestra internacional de cine y Randú volvió a preguntarme ¿cómo sigue la historia? Miré hacia el horizonte, como un personaje de teleserie que volteando hacia la cámara espera el corte final, dejándole intriga al espectador.
Cuando entró, varios minutos tarde ya el muchacho del maletín al hombro, Mauricio el tallerista nos había pedido a cada uno que nos presentáramos antes el grupo. Me sentí de nuevo como un estudiante. Gracias a la disposición de un Consejo de Ministros en la que nos sentamos en las mesas, yo había quedado el primero, que por haber llegado demasiado temprano, escogí estar más cerca del tallerista. Di señales de mí y hablé sobre mi proyecto. El turno fue pasando y en eso nos llevó varias horas. El muchacho también se presentó ya cuando la mayoría había concluido. Después del receso Mauricio nos pidió que leyéramos un cuento. Alguien se ofreció. Se fotocopió una breve historia, que fue leída y criticada. En su oportunidad, hablé. Este su bloguero es todo, un joto irredento si es el caso, pero de orador tiene nada, así que pese a esa deficiencia social, el silencio fue el necesario para que mi voz un tanto suave si hiciera escuchar en el aula. Parece que puntualicé bastante bien. La autora me puso especial atención. El cuento era breve y necesitaba mucho trabajo por delante, dije. Mucho antes de las ocho, la salida según el programa, partimos.
Me ha gustado, pensé, mientras me encaminaba dos cuadras atrás del Centro de Artes porteño, hacia la Escape. Años tenía que no asistía a curso, taller, clases o cosas parecidas. Mis últimas clases, después de graduarme de ingeniería, fueron de inglés y francés, las cuales tuve que dejar por compromisos laborales, tiempo ha. Regresé a casa y pulí un poco “Habacuc”, un cuento de mi proyecto que leería la sesión del martes. Llegó la clases del martes, y yo llegué temprano con mi copias, a pesar de costarme un huevo de pascua encontrar lugar para estacionar la Escape. Tuve que arrinconarme en un parquímetro y dejar allí las monedas. En las primeras horas leímos un cuento bastante largo. Después de la lectura, varios hablaron para dar sus opiniones. Esta vez dije poco acerca del cuento. Sólo enfaticé en algunos puntos que mis compañeros ya habían marcado. El autor del cuento pareció molestarse. Luego tuvimos un receso. El muchacho del maletín llegó un poco tarde. Se sentó en la última mesa, a la mitad de la lectura del primer cuento. Después del receso repartí las copias de “Habacuc”. Recordé que la última vez que había hablado en público lo hice frente a un grupo de mocosos hambrientos universitarios para presentar mi memoria con la que me titulé de ingeniero.
Entonces, tocaba leer mi cuento. La saliva se me agolpaba en el paladar. Luego se convirtió en una masa espesa, mientras intentaba que mis frases tejidas con tanto esmero se hicieran escuchar en los asistentes, pese a que cada quien tenía una copia del cuento. Trastabillé como mal lector en voz alta que soy, en más de una palabra, y cuando fue necesario, remedé el acento yucateco tanto como me fue posible recordar cómo suena el acento de la península. Pasé las páginas como la partitura de un mal pianista, mientras el cuento se consumía. Al finalizar, silencio sepulcral.
Mauricio preguntó, como de costumbre, ¿alguien quiere comentar algo? En talante serio, una voz se alzó sobre las demás, y se deshizo en elogios. Otra me preguntó si Habacuc era de los profetas mayores o menores. Dije que no sabía, pero que Habacuc era un libro bastante pequeño que prácticamente contenía un salmo. Mauricio habló para resaltar características interesantes. Otro más dijo que no le había gustado mucho. Otro que porqué el personaje hacía eso con el profeta, si se trataba de eso, un profeta. El muchacho del maletín al hombro no comentó nada, y en más de una vez voltee hacia él como esperando sus palabras. La clase terminó después de los últimos comentarios. El muchacho del maletín al hombro me felicitó, y me dijo que no había comentado porque le había gustado. Nos despedimos de mano. Al llegar a casa lo agregué al FB. El miércoles, después de clase, y de haber leído un muy buen fragmento de un libro de viajes, el chico del maletín al hombro y yo, junto a otros dos compañeros del taller, nos fuimos caminando por toda la avenida principal del epicentro porteño. Los compañeros se fueron despidiendo, hasta que el chico del maletín al hombro y yo nos quedamos solos donde yo esperaría mi nave que me traería a casa.
Para despedirme, el muchacho del maletín me abrazó.
Me voltee sin saber muy bien qué decir y me subí al camión. Llegué a casa. Por la mañana del jueves hice todo lo que apresuradamente hacía para tener la tarde libre: ir al gimnasio, hacer trabajo de ingeniero, ir a una pequeña obra de una casa habitación, comer, leer un poco del libro en ciernes (Tirano Banderas, en ese época) para llegar ya al taller sin compromisos dejados. Leímos una crónica de un director de un diario veracruzano que, en sus páginas, no abundan las insípidas noticias de siempre, sino historias reales de personas. Un diario que da cuenta sobre la vida de personas, más bien personajes. La crónica gustó mucho en el taller. El viernes, último día, el chico del maletín nos leyó un fragmento de un proyecto de novela, el cual también gustó. Al terminar, no hubo ni brindis, ni fotos, ni diplomas ni ningún acto oficial. Sólo nos abrazamos y nos dijimos los talleristas el gusto que fue haber compartido gustos afines, el gusto por las letras y las novelas y todo eso. El director del centro de artes porteño nos anunció que por junio o julio habría otro taller, un segundo capítulo del taller.
Me gustó el taller. Me sirvió para leer en público una historia, para hacer público un cuento mío, aunque mi lectura fue desastrosa, lo aventé a los oídos de los asistentes y estos lo comentaron. Fue un éxito relativo, y no creo que los buenos comentarios sean merecidos. Tengo otros tantos cuentos sin publicar del proyecto que están estancados y sin corregir. Pienso que hubiera sido mejor leer otro cuento, más deficiente, pero el ego, el ego.
Al terminar el último día de taller, los más jóvenes nos largamos caminando por toda la avenida que cruza la vida social porteña. El chico del maletín al hombro se despidió antes. Dijo que tenía un pendiente. Los tres que quedábamos nos fuimos a la inauguración de una librería de viejo que tiene su sede principal en Xalapa. Fue el director del diario quien nos invitó, ya que publicaría el evento.
Agregado al FB, pudo intercambiar impresiones con el chico del maletín al hombro. Nos citamos para salir un miércoles. Le prometí que lo llevaría a esa librería de viejo nueva, lo cual hicimos llegado el día. Nos quedamos en el centro platicando, hasta que, caída la noche, nos despedimos. Más tarde tuve la oportunidad de los dioses de pasar unos días de soledad en casa. Me aseguré que así sería e invité al chico del maletín a pasarla conmigo. Vino y reanudamos la conversación del miércoles. Una conversación que desembocó, desnudos ya sobre mi cama, en esta petición: ¿Randú, quieres ser mi novio?
Randú contestó que sí.
05042012676_1 Foto tomada en uno de mis paseos con Randú.



Comentarios

IP ha dicho que…
Esperadísima segunda parte de Días de taller. Me gustó la teatralidad del principio, justo para calentar motores en la mente del lector. Sobria y bella historia mi querido Blogger boy. Muchas gracias por atender nuestros llamados.

PD. Lo suponía, el profeta abrió caminos.
Josue Randú ha dicho que…
Valió la pena esperar la segunda parte.Quiero escribir muchos capítulos para esa historia y acompañar al profeta en ese nuevo camino.

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