Estos Chichikovs que ves

Leo Las almas muertas, de Nikolai Gogol, y recuerdo a ciertas personas. Las recuerdo cual personajes, tal vez, por mi manía de verlo todo como ficción. Es esta novela rusa del diecinueve más moderna que cualquier otra que haya leído de la época. Comparte con La educación sentimental, de Flaubert mi tocayo, y Pére Goriot, de Balzac, personajes con una infinita ambición por ascender en la escala social. Pero antes de avanzar, aclaro que no he leído más de Flaubert, ni de Balzac, por lo que mi referencia literaria será limitada. Eugène de Rastignac vive en una pensión de la señora De Conflans, donde también mora el tío Goriot, un orgulloso padre de dos mujeres que lo desprecian, pese a que hizo todo de sí para “colocarlas”. Así mismo De Rastignac, nuestro héroe, desatiende estudios y lapida herencia para cortejar damas de la alta sociedad, con tal de ascender en la pirámide. Si no me falla la memoria, Frédéric Moreau también lapida una herencia, desatiende estudios, corteja a una dama de la alta sociedad y cae en desgracia; suerte que comparte con Chichikov, el trágico héroe de la novela rusa. Chichikov es un barón sin escrúpulos, antiguo agente aduanal, quien recibió en la infancia un regalo de su padre: el consejo de que viva con rectitud y recele del dinero. Para hacerse de un patrimonio, manipula, miente, roba y maquila un plan.

Uno no puede evitar sentirse identificado con las novelas que leemos, o, en mi caso, encontrar similitudes con personas que conocimos, o conocemos. En mi vida laboral me he topado con varios Chichikov. Empleados de gobierno que, desde su ventajosa posición, pellizcan un poco del presupuesto federal. Son tipos grises, por lo regular; orgullosos, secos en su trato, mal vestidos y enamorados del alcohol. Se les puede ver dilapidando en casas de apuestas o en antros, rodeados de ninfas, el diezmo que exigen al ciudadano común. Mucho han cambiado las costumbres de estos personajes que buscan ascender a una alta posición social. En la antigua Rusia, los grandes señores propietarios (señores feudales, para el caso), organizaban abundantes comilonas en sus casas, descorchaban botellas de vino al por mayor, y vestían los mejores trapos (confeccionados en Europa). Ya no hablemos de los bohemios del París de la luces. Qué costumbres aquellas que, puestas en letras de molde, resplandecen como un modo de vida al que quisiéramos acceder. Pero usted no querrá verse con las ojeras a medio cachete, sorteando las dificultades que conlleva tener dos mujeres y varios hijos; aceptando diplomas por “veinte años de buen servicio”, extorsionando a los contratistas. ¿Pero de qué empleados de gobierno hablo? Yo sólo puedo referirme a los supervisores de obra. A los directivos de obras públicas municipales, y a los gerentes regionales de grandes compañías constructoras. Sí, también los empleados de las grandes compañías se prestan a la rapiña, el hurto y la mentira.

México, glorioso país corrupto (donde las empresas extranjeras llegan a hacer Patria), institucionalizó, gracias a una práctica religiosa que heredó de tres siglos de virreinato, el cobro de un “impuesto” que no figura impreso en la papelería oficial. Un impuesto del 10% sobre el monto contratado, un 10% que se desvía del presupuesto y termina en los bolsillos de cualquier que ostente un cargo en las obras públicas. La práctica es consubstancial a cualquier partido político, y quien llega a vestir ese capote (o roer el hueso), sabe el $ que recibirá por sus servicios. Varios secretarios amasan fortunas recibiendo el 10% de cada contrato que celebran con los contratistas. Y estos secretarios, seguro, provienen de humildes familias que no soñaban con pisar Las Vegas.

En concreto, recuerdo a dos personajes. Un supervisor de la SCT. Yo, como vil empleado de una compañía constructora, debía entregarle su respectivo sobre cada vez que se cobrara una estimación. Como escritor que pretendo ser, he imaginado su vida. Deduzco por su rostro contraído, y su voz harta (harta de vivir), que recibir billetazos (no declarados a Hacienda), se ha vuelto para él tan anodino, que no puede ascender a más. Sin embargo, siempre pedía más. Mantenía a dos mujeres (una legal y una casa chica).

He querido interrumpir en su mente, para sólo describir sus actos, según el poco tiempo que lo traté. Mi falta de experiencia como narrador, y mi déficit de lecturas, me impiden ir más allá. Intuyo que primero debo destruir a la persona que conocí, para construir al personaje, al pariente de Chichikov. A sí mismo, conocí a un gerente regional que miente (aún) a su jefe, dueño del corporativo, y que llegó a poner en renta una costosa maquinaria sin el consentimiento de aquel. Dinero de la renta que, se intuye, quedó en los bolsillos de nuestro gerente.

Ambos Chichikovs modernos, mexicanos a más no poder (aunque uno, como empleado de gobierno, no hable inglés ni guste de la ropa de marca, a diferencia del gerente que, dado su puesto, deja el dinero que le pellizca a su empresa en las tiendas Dockers), paladines de la hipocresía, son los personajes que me fascinan. Me fascinan porque, tal vez, hay mucho de ellos en mí. Es posible.

corrupcion400 -Un dinerito, pa’ que se agilice el trámite, licenciado.

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