La unánime noche,

o la historia de un cuento.

Es el primer viernes del mes dedicado a Marte, antiguo dios beligerante, del décimo año del tercer milenio. Ha pecado, como se advierte, de gulosidad desmedida para referir el día, mes y año en el cual pretende asentar esta crónica. Se propuso realizar actividades con carácter de impostergable: el pago de la factura del satélite, y hacer los oficios y demás papeles para ese último trámite de una empresa constructora en la que, otro día, otra época, se vio metido. Salió temprano por la mañana. El viento corría fresco pero había perdido ese carácter frío. Un viento que presagiaba lluvia. Caminó unas cuantas cuadras por el fraccionamiento hasta llegar a una tienda de conveniencia y pagó la factura: Dios nos libre de la televisión abierta. Retornó a casa a medio día, porque el trayecto andado y desandado después era largo. Se instaló en la improvisada oficina y revisó los requerimientos del trámite. Papeles y oficios y oficios y papeles que redactó, imprimió en hojas membretadas, firmó y ordenó en una carpeta de anillos. Claro, saltó un imprevisto: fotografías tamaño infantil a color del promovente indispensables. Oh, exclamó, tendré que ir al centro. Con el acelerador a fondo, terminó justo a tiempo para preparar los alimentos que comió luego mientras escuchaba el noticiero en la radio. Salió de casa pasadas las quince horas. Recorrió en el servicio urbano colectivo un largo trayecto hacia el centro del puerto que devino en urbe que devino catástrofe. Apeado ya del autobús (que otras naciones en castellano conocen como ómnibus o guagua), caminó unas cuadras devoradas por el comercio informal formalmente establecido en la calle, donde antes rumiaban automóviles. Por un momento se sintió transportado a Taiwán o Namibia o Estambul. O mejor dicho, se vio transportado a un plató de Hollywood que pretendía ser Taiwán o Namibia o Estambul, pero sin los mafiosos perseguidos por la policía. Se alejó de esas cuadras del mercado otrora ambulante con un dejo de compasión por toda esa gente, hasta que encontró un servicio de fotografía. Preguntó al tendero por el costo y el tiempo de media docena de fotos. Aceptó el costo, pero no tanto el tiempo: eran apenas las cuatro y media y las fotografías estarían hasta las siete, anocheciendo ya. Sin otra opción, se metió a un cuarto para posar ante la cámara digital. Con la firme indecisión de irse o quedarse en algún lugar en espera de las siete, caminó las cuadriculadas calles del casco histórico hasta que la biblioteca de la ciudad centelleó en su cráneo. Optó por gastar esas horas de espera navegando entre las cosas que pudiera contener esa biblioteca (es decir: hasta el día de hoy no había osado entrar).

Después del reglamentario registro a la hora de entrar al edificio, se encaminó al estante de “Literatura”. El primer libro que vio se titula La crème de la ciencia ficción. Los mejores relatos escogidos por sus autores, editado en nuestro idioma por Emecé, emblemática del Cono Sur. Encontró en la dichosa antología a los autores esperables, es decir, a Bradbury, K. Le Guin, W. Aldiss, Asimov, Silverberg, pero le extrañó la ausencia de un K. Dick, autor siempre antologado –y recientemente aceptado por la Academia de su país-. Dado que esos y no otros eran los mejores cuentos a juicio de sus propios creadores, tal como rezaba el subtítulo, se lo agenció para una revisión más a fondo. Revisando el estante, procurando alejarse de los anodinos títulos de narrativa clásica mexicana y todos sus sobados autores, el otro libro que tomó, dado que sólo uno era muy poco, se titula El país de octubre, colección de relatos hasta ese momento desconocida de Bradbury, editado por Minotauro e impreso en México, cuando el sello aún no lo había tragado un bicho transnacional.

Con curiosidad, revisó la antología de Emecé. No será una sorpresa para cualquier conocedor del tema que Asimov escogió La última pregunta, y Bradbury Vendrán lluvias suaves, una de esas delicadas piezas de orfebrería que el fabulador californiano incluyó en sus Crónicas marcianas, celebradas por el mismísimo Borges (argentino, por cierto). Dado que la revisión del estante en busca de libros y la revisión de la antología le llevó un par de minutos, decidió leer el primer relato de W. Aldiss, del que ahora ha olvidado su título. Le pareció entretenido, y muy inglés. Trataba sobre el control absoluto y total de cada planta y cada ser vivo por un organismo central a la que todos están unidos, desde las hormigas hasta los humanos. No le convenció, pese al buen cierre. Así que, para no arriesgarse más, decidió leer el primer relato del libro de Bradbury, El enano. El relato, como todo en este autor encasillado en el mote de ese género menor, destella por sus ingeniosas metáforas y demás figuras literarias, extrayendo jirones de originalidad en cosas, en apariencia, normales y asentadas: un enano es un enano pero también una uva aplastada.

Al terminar el cuento revisó la hora: cinco y media de la tarde. Dejó los libros en un carrito, tal como marcan las buenas costumbres de una biblioteca, y se encaminó de nuevo al mismo estante. Pensó que sería bueno subir a las otras áreas para revisar aquellos otros estantes, pero el grueso lomo de ébano de un libro le llamó la atención: una compilación de Bioy Casares editada por Tusquets. Acunó el ejemplar entre sus brazos, mientras siguió recorriendo la misma sección. Se topó con algunos carteles de “NO TOCAR”, puestos en algunos estantes. Ya de regreso al lugar que había escogido para leer, no pudo resistirse a pasear el campo de visión por aquellos lomos una vez más. Encontró, en esa pesquisa, dos títulos irresistibles: O, de Guillermo Cabrera Infante, y Cartas a un joven novelista, de Mario Vargas Llosa. Con tres libros en su haber, se dirigió con presteza hacia la mesa donde depositó los libros. Acomodado, revisó el índice extenso de la compilación del argentino. Novelas cortas y cuentos y notas de texto, más algunos prólogos de Borges. Se decantó por un cuento indexado más allá del tercer cuarto de páginas: Todos los hombres son iguales. ¡Qué prosa! ¡Qué oído! ¡Vaya el ritmo! Es apenas un cuento, en apariencia banal, trivial, pero qué encanto enigmático leerlo y no dejar de leerlo. Injustamente olvidado, Bioy Casares no es sino un cuásar, esos faros que usan los astrofísicos para ubicar las posiciones relativas de todos los astros. Revisó la hora. Ya el tiempo un poco encima. Las siete; la hora marcada cada vez más próxima. Con pesar, hojeó el libro del inglés. Se encontró, con alegría, el ensayo apoteósico que Cabrera Infante le dedicara a la hoy también difunta Corín Tellado, La inocente pornógrafa. Por desgracia, habían organizado un evento con alumnos y micrófonos y mucho ruido en la sala principal, por lo que la lectura del texto crítico le resultó accidentada, aún cuando se valió de la música de Philip Glass con auxilio de su iPod Nano, para mitigar aquel escándalo. Batalla perdida. Pudo haber leído de nuevo cuando la hueste se calmó, pero otro libro le esperaba.

Parafraseando al célebre tomo de epístolas que el vate alemán Rilke intercambiara con su admirador y futuro militar imperial austrohúngaro Franz Kappus, Vargas Llosa antologa una serie de ensayos sobre teoría y creación literaria travestidos de cartas dirigidas a un hipotético joven novelista. Detalla en ellos sus apuntes, con prosa ágil y propia más de un divulgador que de un modorro académico de universidad pública estatal, sobre el estilo, el tiempo, los personajes y demás cuestiones propias que les preocupan a algunos criadores de novelas. Se detuvo en la carta que habla sobre el estilo literario, tema que nuestro personaje no logra comprender bien. Vargas Llosa llama prosa académica a la de Cervantes, García Márquez, Flaubert, Pérez Galdós, y prosa inventiva a la de Cortázar, Joyce, Balzac, Borges, que recrean y juegan plagando de ‘posibles errores’ a sus textos deliberadamente. Puntualiza además Vargas Llosa, sobre la diferencia de dos estilos, uno oral y el otro exacto. El primero de García Márquez, lleno de voces y candor tropical, con el cual sólo se podía contar una historia como la contada en Cien años de soledad. Y la otra de Borges, prosa de precisión y exactitud, que mezcla ensayo y narrativa en sus cuentos, y viceversa en sus ensayos, utilizando además una efectividad inusitada con esos vuelcos sorpresivos usando adjetivos que únicamente él supo usar. Y advierte el novelista peruano sobre fotocopiar tanto un estilo como otro: los estilos siempre son personales, e intentar copiar cualesquiera siempre redunda en una evidente falsificación. Cerró el libro un momento y se acordó de la crítica que leyera de Domínguez Michael sobre una novela mexicana, en donde el autor había plagiado la celebrada prosa del vienés Thomas Bernhard. Revisó la hora. Dos minutos para las siete. Terminó de leer los últimos dos párrafos y luego salió de la biblioteca. Recogió sus fotografías y regresó a casa en otro autobús, pensando en las observaciones que leyera sobre el estilo de Borges, un autor ya leído, disfrutado, pero que siempre le ha parecido hermético y a la vez enigmático. Decidió que, después de cenar, dejaría por un momento la novela de Donoso que estaba leyendo para releer algunos párrafos de algún cuento suyo.

Una vez que hubo cenado y ordenado las cosas de su casa que debía ordenar (platos sucios, ropa recién lavada, plantas que regar), bajó del estante de su escueta biblioteca los dos tomos de cuentos del mejor amigo de Bioy Casares: Ficciones y El Aleph, y ya de paso, el tomo de ensayos Otras inquisiciones. Fue del segundo libro del que leyó los primeros párrafos del primer cuento. Buscó en él aquel uso inaudito de adjetivos, y no tardó en hallar: “con una tenue voz insaciable”, la voz además de tenue es imposible de saciar; “Fatigamos otros desiertos”, es decir, fatigar como sinónimo de recorrer o caminar; “debe usurpar la horas de la noche”, usurpar como sinónimo de consumir o hacer algo durante ese tiempo nocturno; “en al agua depravada de la cisternas”, depravada, sinónimo borgeano de muchas cosas, entre ellas: contaminada, viciada, sucia, envenenada, etcétera. Pero mientras más seguía leyendo y adentrándose en esa boscosa fábula, más se acordaba de un cuentito que escribió hace mucho tiempo, y que reescribió después. Algunas frases del cuento de marras le recordaban, con pesar y vergüenza, la redacción de su cuento, de un cuento lleno de ignominia que no hace mucho había decidido olvidar… y que redacté hace casi cuatro años ya. Contaba entonces con siete u ocho meses de haber salido de la carrera y gastaba mi tiempo reescribiendo y escribiendo los textos para un embrión de memoria con la que pretendía titularme. Me placía leer mientras escuchaba música, y en tanto y tanto, leer algunos de los pocos libros que compraba entonces, y entre ellos, El Aleph de Borges, que, para el tiempo que refiero, ya había mal leído todos sus cuentos. El calor hacía hervir mis hormonas y para paliar la voluptuosa afección me serví de un remedio homeopático (lo similar cura lo similar). Después de ver porno con el seguro corrido de la puerta de mi recámara, me di un baño reparador. Paréntesis. Por aquel tiempo aún no había adjurado de mi mala educación judeocristiana por lo que la práctica recurrente constituía un motor generador de culpas que usaba bien a bien para mi propia autocompasión. Cierro paréntesis. De pie y debajo de la regadera, sentí un cosquilleo en la yema de mis dedos. Me sequé rápido. Salí del baño y me senté en el mismo lugar que usaba para masturbarme. Con mis manos sobre el teclado redacté una historia que parecía ir saliendo por sí sola. Borraba y escribía, reescribía y volvía a borrar frases y palabras sin atenerme a consideraciones ornamentales. Guardé el archivo, y un poco exhausto, lo borré por equivocación. Casi ocho páginas que se diluyeron en la nada. Alarmado, incrédulo, sin esperarlo dos veces volví a escribir el mismo cuento haciendo apenas pequeños cambios. Eliminando una línea argumental que ya no parecía necesaria, y engrosando el número de páginas con otro final diferente. Titulé al cuento El explorador y la sombra. Meses después conocí a un estudioso de las letras. Cuando me animé, se lo envié por correo electrónico para pedirle su opinión. Recibí una crítica favorable, la primera dentro de las muchas rudas y severas críticas que me ha hecho a otros cuentos infames… Pero tres años después, en el 2009, cuando se enteró de un certamen literario a nivel nacional, el mejor pagado por un solo cuento (y no por un tomo dellos, como en otros premios), y cuando creía que no se animaría a concursar, y lo creía porque era poco el tiempo libre que podía dedicarse a leer y escribir, y habiendo leído Siete pecados capitales, un tomo de cuentos que le sorprendió tanto como las Crónicas Marcianas de Bradbury, sintió la necesidad de revivir un cuento que tenía encajonado tiempo ha. Primero, mudó la persona del narrador, recuerdo por recuerda, y por último, cambió la frase final, para lograr la redondez que antes había logrado a tientas. El tema del cuento, según él, es la búsqueda de la inmortalidad, pero una búsqueda pasiva/obsesiva en donde el personaje se deja llevar por el recuerdo de un sueño que tuvo en la infancia, y que lo dejó marcado de por vida. El cuento en sí adolece en la falta de explicación de las motivaciones del personaje central, llevándonos en cambio por un corto viaje en esa búsqueda donde los espacios físicos y los tiempos se mezclan y yuxtaponen, siendo la narración una transcripción de un pasaje onírico, donde nada es lógico ni consecuente. Complacido, animado, satisfecho de sí mismo, envió el cuento por correo electrónico a su crítico y lector privilegiado de sus manuscritos. La crítica esta vez fue más favorable que aquella remota primera vez. Un mes después, contando con un par de semanas para el cierre de la convocatoria, envió el cuento al certamen al que creía no poder entrar. En enero del 2010, varios días tarde, se enteró que había perdido el concurso. Y eso le devastó.

Había creído que no le importaba haber entrado en el concurso, y en los meses que transcurrieron desde el cierre de la convocatoria, vivió dedicándose al trabajo y a las fiestas de fin de año con la gente más querida por él. Unos días después del fallo, sin poder evitarlo, redactó, en su diario, las siguientes

Reacciones al premio BE

La página en blanco no es el único fantasma que tengo que derribar ahora, en este solitario acto que es escribir. También es una parálisis mezclada con frustración y una incomprensible actitud ante la derrota de la que desconozco sus orígenes. Aventuro que en el fondo, más que la derrota propiamente dicha, lo que me llena de odio es no poder manejar estos sentimientos que me revuelven el vientre con debida madurez y estatura de alguien que dentro de poco más de veinticuatro horas cumplirá ya veintiséis años de arrojar oxígeno transformado en dióxido de carbono en un proceso bioquímico llamado respiración propia de los seres vivos. Más allá de aquel daño a la atmósfera, yo, que quiero derribar a la página en blanco, coloso fantasma, y a la frustración, no encuentro motivos para celebrar: pues sí, del Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2009 salí derrotado. Y es que apenas me enteré ayer, cuando que la resolución la dieron a conocer desde el pasado cinco de enero. Me siento sumamente estúpido por no haber buscado bien en los diarios nacionales. Solo confiaba en mi correo y en la página oficial del Instituto de Cultura de Yucatán, en la que, hasta el día de ayer, no estaba el fallo del premio publicado. Quiero pensar, y lucho contra la aparición de estas palabras, que el cuento ganador, y de las dos menciones honoríficas, son muy superiores al mío, en puntos literarios. Que su prosa es mejor, etc. A veces me mueve el odio por haber sido tan ingenuo el día en que decidí mandar mi cuento. Yo sé que mis amigos me instaron con todas la buenas intensiones, pero también sé de lo mal que me sienta y de lo susceptible que soy cuando la falange ampulosa del fracaso toca mis carnes. Tardo mucho tiempo en reponerme, y creo es tiempo de retomar la misma resolución de siempre, el no competir, ni siquiera en un volado.
Si este estúpido dietario tendrá más de dos lectores atentos lo desconozco. Desconozco el devenir de éstas páginas y la suerte de sus palabras. Pero es cierto que no lo escribo sólo para mí propio gozo. Sé que un grito como la radiación de fondo, ese rastro arqueológico que nace en el centro mismo del Universo desde su creación, me insta a revelar aquí ciertas dudas que tengo sobre mi psique, ese fantasioso país. ¿Por qué soy tan mal perdedor? A veces pienso que esto se debe tomar con madurez, y lo que me molesta es no ser tan maduro. Sé de alguna forma que la frustración es un síntoma de la inseguridad. Y muestras de inseguridad y demás titubeos me afloran siempre, cuando alguien quiere ponerme a prueba, o cuando me dicen que algo hice mal. En mi trabajo como ingeniero he sobrellevado las reprimendas que me he ganado por los errores cometidos, dado que poca es la importancia que le he dado a esas cosas propias de un mundo, la ingeniería, que me es diametralmente opuesto al del arte, o en caso concreto, al de la creación literaria. Qué un día haya llegado tarde a una licitación me es peccata minuta, gajes del oficio que a todo mundo le puede pasar. Que no haya tomado buenas fotos de determinados trabajos, cosas propias del descuido ocasional. Qué le puedo hacer, son cosas que pasan. Es una forma de protegerme del profundo estrés que me causa cargar con esa profesión sobre los hombros.
Yo no sé en realidad si soy escritor o no, seguramente no lo soy, pero las primeras veces en que tuve la bendita oportunidad de que un ojo avizor y crítico leyera mis primeros trabajos y me diera sus opiniones -de las que estoy agradecido-, una profunda desolación me invadía, como un pérdida irreparable. ¿Porqué esto, la creación literaria, tiene que ser lo mismo que en mi carrera de ingeniería, donde sobran las normas y los códigos y los lineamientos sobre cómo debe hacerse algo, propios de la ciencia? Pensaba qué La Creación Literaria, si fuese un país, lo sería uno sin reglas, sin limitaciones, sin normas, y que podía extenderme y desbordar de palabras toda la página otrora blanca. Con el tiempo, y con más revisiones de otros cuentos que le fui confiando a mi ojo avizor y crítico, IP, logré dominar y afrontar las críticas. Y logré aceptar que tanto en la técnica como en la creación hay reglas, límites y estándares, y sobre todo en el arte, lo sé ahora, una tradición que nos contiene y confina, pero que, en el tiempo en el que estamos, ese espacio confinado por la tradición propia de la literatura es tan amplia y vasta e inabarcable que todo cabe, hasta algo tan marciano como Thomas Pynchon. Pero otra cosa es concursar, competir, apostar, comprar un billete de lotería y un número de la rifa. Y yo, contra toda resolución previa, la misma que un día tomé en un salón de clases de mi educación secundaria al haber perdido una simple partida de ajedrez ante un jugada tan obvia y ante la cual estuve ciego, mandé mi cuento y compré un billete, pero de abordar, con destino al fracaso.
La verdad es que puse todas mis esperanzas en que el certamen nacional de cuento yucateco sería la flecha que rompería mi círculo vicioso, ¡por fin!, en el que deambulo, el verme obligado a trabajar en un oficio que detesto. En fin. Tampoco es que me hubiera henchido de autoconfianza el día que gasté poco más de ciento cincuenta pesos para enviar mi cuento por Estafeta, pero quise probar a ver qué pasa cuando se lanza un pedrada al cielo; y ahora lo sé, duele en el alma cuando regresa porque allá arriba ninguno de los tres jurados la consideró buena para atraparla.
Sé que de haber ganado, el dinero ofrecido no me hubiera servido de mucho. Ya que, por desgracia, sigo ejerciendo de ingeniero, y tal vez tengo miedo de decirlo y más cuando he juzgado con esta misma vara –que no debí usar- de no ser más que un ingenierito escribiente, que escribe sólo cuando tiene tiempo libre, con la mente embotada de ensoñaciones y directrices falaces. También estoy metido en una sociedad anónima de la que soy ahora el administrador único y socio proporcional con otros tres. Me veo obligado a desquitar el gasto que hicieron mis padres en la Universidad y el costo de mi cédula profesional, cuando que lo quiero de una vez es quemar mi título de ingeniero civil y mi cédula dársela a los perros.
¿Qué tengo que hacer pues, por fin, para llegar a ser escritor? Un consejo de sabios es que se le debe dedicar el cien por ciento del tiempo. Eso lo decía Flaubert. Pero Kafka, Kafka, nunca dejó de ser agente de seguros ni asistir a su oficina en la capital praguense, y contra lo que pudiera pensarse, fue un eficaz empleado, que lo hacía todo con orden y que, además, llevaba una vida llena de felicidad. Kafka, disculpa, por alguna razón que ahora se me escapa, te revivo en esta sesión espiritista y es que no tengo otro remedio que pedirte consejo. Moriré siendo ingeniero pero no puedo dejar de escribir, aunque llevo meses enteros sin producir ficción. Aparte de todo eso, eso, el maldito fantasma de la página en blanco, y la frustración que aún no supero por haber perdido un concurso literario. ¿Pero qué es tu cuento, Gustavo, al fin y al cabo? Ni yo lo sé. Mucho de lo que narro en él no podría explicarlo. Cuando me cuestionó IP me saqué de la manga una justificación: “es como la transcripción de un sueño”. Ajá.

El asunto quedó zanjado de tajo. Lo decidió de esa forma, y para asegurarse el olvido inmediato, le pidió a su amigo y crítico de confianza que ya no mandara el cuento a la revista literaria de la Universidad. Así mejor las cosas.

En los meses que transcurrieron se dedicó la apertura de una empresa constructora, haciendo este y aquellos trámites. Hasta el día que, por una casualidad, pero sin pasillo y sin espejos, y llevado por la curiosidad de reconocer las características propias del arte borgeano que había leído en un libro de crítica travestido de epistolario, leyó su cuento en un cuento que otro había escrito y publicado mucho tiempo atrás. Leyó en el cuento borgeano “…con la cara expuesta a la luna…”, recordando una frase suya: “…con la cara reflejante hacia la luna.”

Reconoció en el texto que tenía entre sus manos que un personaje enigmático le pide al narrador que emprenda la búsqueda de “el rio secreto que purifica la muerte de los hombres”. Rio que corre en la Ciudad de los Inmortales, a la que el personaje llega después de un mágico viaje. Tal como la sombra onírica de su cuento le pide al narrador “Háblame de Uppa-karuarRa. Búscala. Busca la ciudad” al que “Todos deben ser llamados a regresar, todos son llamados por la sombra y quien cumple alcanza la eternidad, no sin antes consumar su condena.”

Cerró el libro. Cerró los ojos. Reconoció que su cuento no sólo era muy borgeano, sino que era una falsificación que había logrado, jugando con la misma idea, hace mucho tiempo atrás, producto de una admiración ciega y falta de crítica por lo que leía. Abrió los ojos, recostado en la cama, cerca de la lámpara que usa para las lecturas, siempre que cae la noche inevitable. De los otros libros del argentino que había sacado de su biblioteca personal, hojeó al azar Otras inquisiciones, y encontró entre sus páginas un recibo de Estafeta. No cualquier recibo, ni a cualquier destino. Sino el destino en donde se celebra, año con año, aquel premio de cuento. Al que mandó ese cuento que quería olvidar, y que los jueces desecharon por unanimidad. Su cuento no sobrevivió. Pero según Borges, “cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.” Él espera que queden al menos estas palabras, esta limosna.

Nota final: El cuento de Borges referido se titula El inmortal.

Comentarios

Rey Hernández ha dicho que…
Excelente texto mi hermano. Un placer tenerte en Whisky en las Rocas. Por cierto, es fascinente que los lectores mienten la madre, ¿no?

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