Mala hora para escribir


Escribo que escribo.
-“El grafólogo”. Salvador Elizondo

El escritor se ha postrado en su lugar de trabajo. Segundos antes ha encendido su computador portátil y ha puesto ambas piernas sobre la cama –está sentado en un silla de plástico. Minutos antes aseguró la puerta de su recámara. En suma –aunque es demasiado temprano para un balance-, se ha tomado las debidas precauciones para ejercer su oficio. Las tuvo que tomar. Él, arriba en su recámara, encerrado, escribiendo. Abajo, su familia, ajena y añadida. Reunidos todos ellos en la sala de estar. Tal vez, por que el escritor, de entre todos los murmullos, logra descifrar uno electromagnético, piensa que ha de estar la televisión encendida, como loca, sin que alguien de los reunidos le preste atención. Vaya cosa, que el escritor sí le presta atención, él, condenado al ostracismo, tanto que ya lo ha escrito. Así, con el computador corriendo, abre el procesador de textos.
Una pausa debida: el escritor no se detiene a pensar si es correcto señalar al procesador de textos dado su validez temporal. Lo ha puesto y punto. Poco le ha importado si con el hecho de hacer alusión a la herramienta el texto mismo está condenado a una fecha de caducidad, y que, por lo tanto, futuros lectores hipotéticos experimenten ofuscación y desvarío, pesadumbre o bostezos, dado que toda herramienta o maquinaria aludida en una narración ha de quedar envejecida. Ah, maldito el desarrollo de la ciencia, que echa a perder los textos de escritores como el que aquí nos atañe, quien inocentemente ha hecho alusión a un simple programa de computadoras, el cual le sirve para expresar lo que más le venga a cuento. Y después de la pausa, la reproducción.
El escritor ha hecho una pausa que consideró debida y que venía bien al cuento que va hilando. Se vio en la necesidad de aclarar –o aclarase-, concepciones o, más bien, dudas sobre el oficio que ejerce, en pos de un mejor entendimiento, primero, con sus hipotéticos lectores, y después, con sus necesarios exégetas. Pero, aún con esas aclaraciones que han corrido por su mente, algo ha omitido. A nuestro personaje se le ha olvidado mencionar a sus críticos, quienes, tarde o temprano, harán un balance de lo escrito; harán, ahora sí, las sumas y restas que pongan en su justa dimensión lo que el procesador de textos y el computador una vez hubieron registrado en lenguaje binario mientras unos dedos un tanto trémulos recorrieron los caracteres que estudiosos y gente llaman letras. Con todo ello, y ya a estas alturas, el lector habrá de darse cuenta del cuento que el escritor ha ido hilando.
Otra pausa para una aclaración debida: habrá que dimensionar al lector, porque, como otros ya lo han señalado, éste es quién reescribe –porque reproduce o recrea-, mientras lee la narración. Imaginémoslo, como en todo génesis, desnudo, con el libro abierto en un mano y los ojos puestos en sus páginas, suponiendo también que el texto ha sido enviado a una editorial y que la gente empleada para tal oficio lo ha seleccionado, después de un buen escrutinio, para sus publicación y que, éste lector, ha de encontrarse en lugares donde llegan los canales de distribución de estos benditos libros que han corrido con la suerte de salir a la luz. Así el lector desnudo y su libro abierto en una mano, en el hermoso acto de leer –mientras nuestro escritor ha tenido que pasar por el tortuoso acto de narrar-. Dimensionado ya el lector, sin atender efímeras cuestiones de género, para evitarse uno la pena de señalar si el lector está desnudo ya porque milita en las filas del naturalismo o ya porque entre sus filias está el andarse desnudo con un libro abierto. Si esto último es el caso, si a nuestro lector –el otro personaje-, le place el pasearse así, sea hombre o mujer, entonces, en un hipotético caso, habrá que señalar que tal está con el sexo excitado, porque si el lector ha de ser hombre entonces nos encontramos –sí, todos-, en un inesperado bochorno tratando de darle color a la piel, altura al personaje, dimensiones a sus extremidades entre otras cuestiones que la libido de cada quien le añada al hombre desnudo que lee excitado el texto que nuestro escritor va hilando. Si el lector hipotético ha de ser mujer, el bochorno tal vez puede que sea menos, en contraste con la mesura con que el hombre lector se turba. También, dependiendo tal bochorno del género de quien lee al lector que lee desnudo con un libro en la mano.
Aclaración para la segunda pausa: si el lector ha de estar desnudo leyendo es para ahorrarse la descripción de aquello que lo arropa, y si nos metemos en tal cosa, corremos con el riesgo –usted y yo- de hacer que el cuento que se va hilando encaje en una época específica, como si éste estuviera señalado con una gran tachón rojo en los anales de la Historia. Y ya resaltado con tan vistoso color, entonces diremos, con desdén generacional, ay pobrecitos de aquellos que antes –antes- se andaban leyendo en tremendos trapos, como dicen los contemporáneos sin que estos se vean así mismos andándose vestidos con paños tan ridículos como los que tuviera que usar nuestro lector pretérito hipotético.
El escritor ha hecho ya dos pausas más, una segunda pausa para otra aclaración debida y una aclaración para la segunda pausa. Ahora, con el afán irreductible de atender necesidades biológicas que todo escritor tarde o temprano padece, como tan cierto es que nuestro personaje trae consigo el lastre de pertenecer a la raza humana, existe esta maldición que lo orilla a abandonar el texto, el computador y la recámara que con tan feliz amparo lo aíslan de familiares incómodos, quienes llegaron una apacible tarde otoñal cuando ya Apolo apuntaba sus saetas a gobiernos asiáticos –tan lejanos y pertenecientes al futuro. Aún así, con la vejiga llena y la necesidad presente, duda si abandonar la ostra y revelarle a sus familiares la presencia ausente que se ha posado a la reunión desde el momento mismo desde que ellos llegaron y el escritor se ha aislado, o quedarse unos minutos más padeciendo ya dos cosas: el padecimiento que significa narrar y el otro que significa aguantar. Si opta por lo primero, entonces sus familiares oirían el abrir de una puerta, unos pasos y el cerrar de otra puerta, el accionar de un retrete, el correr del agua por el desagüe, el abrir de esa puerta, otro pasos de regreso y los últimos ruidos que corresponderán al abrir y cerrar de la puerta de la recámara. Y así tenemos a nuestro héroe sorteando la duda, si abandonar el cuento que ya casi lo tiene acabado o si debe atender a la necesidad que lo convierte en contemporáneo de todos los primates.
Otra cosa le viene en mente a nuestro querido personaje, si apuntar otra aclaración o dejar que el texto, como el río, fluya libremente con su caudal hermoso por entre verdes valles del placer lector. Porque ciertas cosas han quedado suspendidas. Adviertan que el escritor decidió no salir de la moderna cueva a convertirse a su estado anterior primate y que, por ende, decidió mantenerse sentado frente al computador con su estado actual evolucionado, el cual lo bendice con la capacidad que le permite narrar para que lectores lean a un lector que lee, ya desnudo, ya excitado, ya mujer, ya hombre, con un libro abierto en la mano. Estas cosas que han quedado suspendidas, sin tener que enumerarlas –acción por demás vulgar, como si esto fuera un registro telefónico o la lista para ir de compras al mercado en navidad-, vienen a cuento con lo que se ha estado discutiendo. El escritor a desdeñado describir las ropas que cubren las carnes de ese otro personaje, según él, en pos de una universalidad –entiéndase, intemporalidad del cuento que ya hiló-, pero que aún así, haciendo ya el engorroso trabajo de edición, se ha dado cuenta que ha aludido a objetos que señalan, o más que señalan, enraízan, sino a sus personajes, sí a su texto, a una época. Vamos, que ha mencionado recámara, el seguro de la puerta, televisión encendida, computador, procesador de textos, desagüe, libro, y otros tantos objetos que por ahí han ido apareciendo y que los exégetas –esa servidumbre del diablo que todo malinterpretan- habrán de tomar bien en cuenta y han de decir que nuestro personaje es de tal época y entonces acompañarán a su trabajo analítico con un bien armado cuadro cronológico, diciendo que mientras éste escribía “primate” allá caía una bomba, o éste daba la editorial para su imprenta, acá mataban a tal magnate y si tal país librara batalla con aquel otro país, mientras lectores ansiosos y por demás imaginarios adquirían el libro ya publicado; y así ubicarán al escritor, su texto y sus personajes, cosa que no era intención inicial de quien escribe. Entonces el escritor, nuestro pobre personaje quien se ha visto ya maldito por pertenecer a la extinguible raza humana y que está, además, a un ápice de no aguantar esas ganas de involucionar en parentela de cromañón, se le revela lo fútil que resulta ejercer su oficio, al menos como él concibe que deber el productor de tal: contemporáneo a todos los hombres, universal como toda creación –como el hombre mismo-, y que, quiéralo o no, lectores del futuro habrán de decir, con el debido desdén generacional, ay mira qué pobre el escritor que tiene que usar tal aparato en tan infortunadas condiciones, escondido de sus familiares, qué lejos y qué añejo es eso de libro, editorial y tal cosa. No hay salvación para él, lo condenarán lectores hipotéticos del futuro que ya no repararán si el otro personaje lee desnudo o vestido en levita, mezclilla o viento solar. En las reediciones, suponiendo que las haya, marcarán la fecha como el ganadero marca al ganado, y advirtiendo un ocaso de la cultura, nuestro pobre hombrecillo que ha tenido que esconderse en una cueva moderna se derrumba así mismo, se ve abatido, aplastado por los caprichos de los hombres y mujeres futuros, siente el peso de toda esa enorme generación que no ha nacido. Derribado, humillado, nuestro escritor no ve consuelo y prefiere borrarlo todo –lo ha hecho-, y se va, sale de su recámara y se incorpora a la reunión familiar, pesando, ay, apenas un poco, en este consuelo: bien que podrían editores futuros allanar el texto con pies de páginas en donde expliquen libro, computador, cama, plástico, desagüe, televisor, silla, saeta, recámara, texto, escritor, lector, suponiendo un remotísimo futuro en el que ya no existen lectores que leen a lectores desnudos que leen sobre un escritor que escribe sobre otros lectores.

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