El ruido, las reinas y su furia

Hace pocos días me encontré a Iván Partida en el chat. Ya no recuerdo, y triste es el caso, cuál fue el tema inicial que lo llevó a sentenciar, con casi estas palabras, que “los jóvenes de ahora están [o estamos] llenos de ruido y furia”. Después me refirió la novela célebre de William Faulkner, El ruido y la furia, novela que espero leer pronto, y después la obra Macbeth, de Shakespeare, de donde Faulkner se inspiró para titular su novela. Confieso con pena que no he leído ni lo primero ni lo segundo, pero lo que sí tengo con claridad fue la intención de Iván al usar esa referencia.

La conversación siguió girando, tomando y retornando a muchos otros temas que ya no recuerdo, pero en algún momento la cosa se puso difícil. O más bien, yo la orillé hasta la oscuridad de la acera. Esa noche que cayó sobre los conversadores virtuales no me encontraba anímicamente bien. Andaba volando por lo bajo de lo bajo, así que para desahogarme, y en lugar de recurrir a la efímera felicidad de una botella de mezcal, le conté a Iván una anécdota que, si bien ya había sucedido en un tiempo remoto, aún calaba, como ahora y todavía, hondo en mi orgullo herido. Tecleé que una tranquila mañana de algún día de aquellos meses otoñales (¿agosto, octubre?), en aquellos infelices días de cuando cursaba mi querida y linda carrera de ingeniería civil, me topé en la calle con un grupo de adolescentes y evidentes homosexuales que, haciendo gala de esa cultura callejera tan propia del mexicano común, degustaban de lo mejor de nuestra gastronomía grasosa y proletaria. Los vi de lejos, y los reconocí, porque, y con el temor de caer en pleonasmos, ya los conocía con esa decente distancia que guardan los vecinos. Contaba yo en aquel tiempo con dos años de vivir en el barrio, y era común que me los topara a menudo. Pero sólo un integrante de ese grupo gay era en realidad vecino mío, y los demás sus amigos. Los reconocí no sólo por la alharaca que armaban, sino por lo peculiar de su indumentaria. Pero el reconocimiento entre ellos y yo era recíproco, dado que esta clase de humanos que somos incluye en nuestro diseño genético un siempre activo y eficaz gaydar[1].

Volviendo al punto, ese mañana decidí salir de mi cuartito un poco más temprano de lo habitual porque mi ración de latas de atún, yogur y pan integral se había agotado, y no tenía para desayunar. Siguiendo los dictados de la tripa, me encaminé hacia la tienda de la esquina. Pero no tenía intención de racionarme con atún, sino que decidí trastocar mi dieta con unos infames submarinos de fresa y un yogur de la misma fruta. El día pintaba de lo lindo. La frescura matinal de sus 1300 metros sobre el nivel del mar era diáfana y prometedora. Poco recordaba la depresión del día anterior, estado recurrente de mí por diversos motivos (y uno de ellos por la falta de un compañero sentimental). 

La ruta crítica que ya había formulado fue:

1.- La vestimenta, que consistió en unos jeans arrugados, mis converse Chuck Taylor manchados de lodo, plus un gorrito para el frío.
2.- Recorrer ese largo camino empedrado que aparta y comunica, que distancia y une, a mi departamentito con la tienda de la esquina.
3.- Decirle buenos días al tendero, agarrar la mercancía, pagar, para después e inmediatamente
4.- Recorrer el mismo camino de vuelta, para luego
5.- Degustar tumbado en mi cama.

Pero el plan, como siempre, y qué poco aprendí de las películas del agente 007, no salió como la frescura diáfana prometía.

En cambio, exceptuando el punto primero del plan, todo sucedió de la siguiente manera:

2.- De los dos caminos que había para ir a la tienda, teniendo en cuenta el peculiar y muy hispano trazado de una ciudad como Xalapa, agregando que dicha tienda se encontraba justo atrás de la cuadra donde vivía, opté ir por el camino de la izquierda (a veces, si por las mañanas caminaba por la izquierda, por las noches lo hacía por la derecha, y viceversa). A la mitad de dicha ruta hay una esquina, la esquina de la cuadra, que es necesario doblar, y en las que, hasta ahora, se da cita un puesto ambulante de comida rápida mexicana, lugar al que encontré al grupo de evidentes chavos gay comiendo ese folklor freído en aceite. Iba yo sorbiendo y aspirando el aire matinal al otro lado de la calle, maldiciendo, eso sí, a medio mundo, cuando hubo ese inesperado contacto visual. Yo, lo recuerdo bien, los miré ahí comiendo. Y ellos también mi miraron caminar. Pero no fue todo un simple cruzamiento de miradas, porque dejé de ser para ellos un simple viandante más, convirtiéndome en objeto de mofas y burlas. Pero no dejé de caminar. Apresuré el paso. Me acomodé el gorro. Me hice el desentendido y, en mi cabeza, proferí una sentencia homofóbica necesaria para tales efectos.
3.- Llegué a la tienda. Sin tardanza, agarré de los exhibidores mi mercancía, pagué y me fui de allí dando las gracias.
4.- Recorrí ese largo camino a mi departamentito, pero por la ruta de la derecha, para no toparme con ellos. Casi corrí.
5.- Al entrar a mi cuartito aventé la bolsa del mandado por un lado y, magdalenamente, me tumbé en mi cama preguntándome por las razones de mi habitual desgracia.

Muchos años después, frente la postración de mi aburrimiento, yo habría de recordar aquella mañana remota en que el hambre me llevó a descubrir la homofobia.

Iván postuló algunas hipótesis para explicar el comportamiento de aquellos crueles. Primo, mi vestimenta, y ese look de estudiante hambriento y despreocupado, con el pelo sin acomodar, mi barba de varios días, mi ropa insultante, el mismo par de zapatos y esos jeans desprovisto de atributos indicativos con los que, bien puestos, entré y salí por la Universidad en cuatro años y medio. Un look del que ya era consciente, pero que, en mi opinión, estaba acorde a mis gustos musicales de entonces, el rock & roll. Apariencia la mía que contrastaba por su parquedad con ese anti solemne vestuario de ellos -no podría llamarlo de otra forma sino aludiendo a esos trajes propios de un carnaval o representación teatral callejera-, vestuario que seguía al pie de la letra los dictados de las revistas de moda (si algo tiene de constante la moda, esa moda ropavejera, es su variabilidad cíclica): afeitado riguroso, acentuando los perfiles ambiguos de sus rostros; gel reglamentario para engominar, abrillantar y moldear las melenas, algunas entintadas, de los muchachos; esos zapatos límpidos e impecables, plus esa indispensable mezcla de colores guacamayos en sus pantalones de vestir y esas camisas de polyester -téngase por seguro que de polyester, porque eran más bien pobres-, imitación de los Grandes Sastres Reconocibles. Todo aquello acentuado, y esto es siempre indispensable, cualquier top model lo sabe, por esas maneras de caminar afectadas con las que resulta inútil cualquier radar cuando bien sirve la simple vista. Secundo, y estas son palabras propias de Iván, perdonando el uso corriente de las comillas, que los jóvenes de ahora estamos llenos de ruido y de furia. Estamos llenos de códigos, modismo y maneras que supuestamente debemos seguir. Nos la pasamos imitando lo que otros nos dicen y todo para formar parte de un grupo, de una comunidad. Dejamos de ser auténticos callando nuestro estilo y adoptamos formas y estilos de otros. Nos meten ruido en la cabeza para no oír nuestra voz. Y entonces reaccionamos con furia ante los diferentes. Fin de la cita.

Es decir, aquellos muchachos homosexuales y comensales ambulantes (¡tantas cosas eran en un solo instante!), se burlaron de mí por ser diferente a ellos. Tenía por sentado, hasta aquel momento que refiero, que era comprensible y esperable de los heterosexuales un rechazo explícito hacía mí en el muy lejano caso de que alguno de los que conocía, sobre todo de los que abundaban en mi linda Universidad, se llegara a enterar de lo que escondía en mi closet con recelo, ¿pero un gay también, aquellos que consideraba casi como camaradas? Aunque,

bien mirado no somos, nunca somos
a solas sino vértigo y vacío,
muecas en el espejo, horror y vómito,
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie, todos somos
la vida -pan de sol para los otros,
los otros todos que nosotros somos-,[2]

ese nosotros que es más bien una colectividad que busca, apenas con tenues logros, una identidad no patriótica pero que posee bandera, no política pero que grita consignas, no militar pero que confecciona uniformes; una colectividad que han dado en llamar gay, o en su defecto, LGTBT, colección indescifrable de letras puestas todas juntas en donde he de encontrar, porque desean que lo encuentre, el espejo donde haga las muecas propias de la homosexualidad. 

Nada más ilógico es querer uniformizar, a fuerza de burlas huecas, una esperada, sana y deseable pluralidad.

devilwearspradamerylstreep2
Auténtica reina del drama.

[1] El término afectado, mezcla de gay y radar, no es mío, sino de Jack, personaje de la popular serie de la televisión norteamericana Will & Grace.
[2] Fragmento de Piedra de sol de Octavio Paz.

Comentarios

Al Azazel ha dicho que…
¡Qué viva la Pluralidad! No me canso de decirlo de uno y de otro modo, jee. En fin, a veces es agotador ser el bicho raro para aquestos lo mismo que para aquellos, pero en otras resulta tan divertido el sólo hecho de contrariar la supuesta regla, y más aún hacerlo con tal espontaneidad y desenfado: es lindo de repente ver el devaneo y enredar del mundo como un observador ajeno, a mí me hace sentir un voyeur :D

Estos y otros paralelismos que veo en su historia, su arte y los míos...

Por cierto, que 'gaydar' no es invención de Will & Grace que yo sepa, pues ya se encontraba en el imaginario popular (sobre todo de haba; inglesa, claro) desde hace un rato... No sé, pero no creo que ellos se hayan inventado el famoso portmanteau, que yo lo conocí mucho antes de que siquiera supiera de la existencia de estos histriones tan estultos :D
Gustavo ha dicho que…
Al Azael, gracias por tu comentario.

Primero quisiera aclarar que el post es una segunda versión de otro que escribí hace tres años (y que encontrarás en el blog con igual título). En aquel tiempo estaba aún sentido por el suceso, pero el crisol de los años transcurridos han ayudado a mejorar mi texto. El otro lo conservo por sentimentalismo.

En cuanto al gaydar reconozco que no tengo idea de quién sea el autor del término. Muy probable es que sea del imaginario popular como refieres. En unos de los capítulos de la primera temporada de Six Feet Under un personaje le dice al otro (ambos hermanos, el primero buga y el otro gay) que también tiene su gaydar, a lo que el otro contesta con sorpresa, mientras que el buga rebate "yo también veo Will & Grace."

De alguna u otra forma gaydar resume bastante bien aquello tan conocido de que 'la putería se huele'.

Saludos

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