Cuento

El explorador y la sombra

-Gustavo Méndez Martínez

Recuerda los laberintos que te llevaron hasta Uppa-karuarRa, la insolación, la ventisca de los mares, el ruido de los insectos y las manos sudorosas de tus guías. Estabas en la habitación en aquella tu primera noche, cuando los pobladores se alejaron: reinante el silencio, palabras escasas. Tu aceptación fue rápida, esperaban tu llegada, como la de otros viajeros que padecieron la misma pesadilla. Esa noche Gutero, uno de tus guías, te regaló un espejo circular con un orificio en el centro. Empleando el Idioma Universal, te dijo: “cuando miras a través del orificio con la cara reflejante hacia la luna, miras el futuro”. Esas fueron sus primeras palabras desde que te encontró en el camino. Le tendiste la mano para agradecerle, pero él, tomándola, la llevó hasta sus dientes para morderla. Dijiste: “No, Gutero, no me muerdas”. Cabizbajo, salió de tu habitación dejándote en compañía de los otros dos guías: KaujaroRik y Nirbi. De raza negra, altos, atléticos, y dientes notables, vestían una manta roja y calzaban desgastadas sandalias de madera. KaujaroRik se acercó a ti y te tomó un mechón de cabellos. Olisqueó e hizo una mueca graciosa enseñándote los dientes y sacando la lengua. Te petrificaste, a la expectativa de sus próximas acciones. Después de divertirse contigo, salieron de ese cubo de arena y piso de tierra, sin ventanas y una sola entrada y salida que siempre permanece abierta, como –cosa que descubriste más tarde- son todas las casas de la aldea: un hormiguero al nivel del suelo con sus calles revestidas de tierra negra. Todo es de arena y supongo que nosotros también los somos, pensaste eso luego de tirarte al suelo para dormir en posición fetal. No habías comido ni bebido y nada te despertaba apetito, ni el recuerdo de la comida. Apenas te abandonaste al sueño tu memoria rescató la imagen de aquel curador de senil aspecto con el que te encontraste en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, mientras estudiabas un cuadro que, sin obstinación que valga, no lograste descifrar; volteaste a verlo y sin palabra alguna te regaló un boleto de entrada al selecto club donde –eso lo supiste mucho después- estudian a esta misma Ciudad. Y luego te dormiste sin más.

Guiándote por las referencias de todos aquellos que mucho antes ya habían trazado el mismo recorrido, llegaste a Etara-Malí. Decidiste bordear la aldea cruzando orografías imposibles y oscuros bosques, hasta descubrir un valle plantado de naranjos. Entonces, al acercarte a la piedad de las sombras de esos árboles frutales, llegaron tus tres silenciosos guías. Asaltantes, pensaste, aunque no te indujeron temor. Seguiste el recorrido y ellos te siguieron detrás, rompiendo con la lógica de quien guía. Decenas de pasos adelante Gutero te señaló hacía la ribera de un río que apenas pudiste distinguir. Sin mediar palabras -¿en qué idioma se hubieran comunicado?-, te dirigiste a la ribera de aquello que creías un río y los ellos se limitaron a seguirte. El instinto, piensas, me llevó hasta allá desde que hice mi última visita a Manhattan. Llegaron al riachuelo, más que río, y sentiste flaquear tus piernas. Observaste tus zapatos, descocidos y con las suelas mordidas por marcas de piedras, con tus pantalones hechos trizas. No te dolieron las laceraciones de las espinas de la maleza, ni las quemaduras del sol, ni te dolió el hambre. Uno de tus guías, -recuerda si fue Nirbi porque yo ahora no recuerdo bien-, te aventó una fruta verde muy parecida al kiwi. La mordiste apenas la atrapaste con tus manos. Tu estómago agradeció, a pesar del desagradable tufo a carne putrefacta y su aspecto sanguinolento. Notaste el sendero del riachuelo flanqueado por setos de mediana altura, algunos padeciendo sequía, y algunos otros sauces derramados sobre el flujo de agua. Irreal, dijiste, la única palabra que rompió el silencio como ametralladora sorda. Entonces recordaste tu sueño, aquel que te martillaba hasta el cráneo, queriéndolo demoler, el que te lanzó a la búsqueda de Uppa-Ra, de cuando fuiste infante y una sombra se acercó a ti preguntándote acerca de la Ciudad y tú le contestabas acerca de tu ciudad, donde crecías con tus padres y tus hermanos. Estabas en una playa desértica, cubierta por una noche sin estrellas, ni luna, y la sombra no cesaba de repetir: “Háblame de vuestra ciudad Uppa-karuarRa. Búscala. Allí los hombres son grandes porque el tiempo en ellos no es insistente. Busca vuestra ciudad. Allí encontrarás mi contorno, flanqueado por nuestras casas y nuestra gente”. Sombra incorpórea, hecha sin luz mediante, proyectada sobra la negritud de la arena que al desaparecer te abandonó al perturbador ruido del oleaje.

No debería detenerme en describir, piensas, todos esos caminos que me trajeron hasta acá. El sabio de la Ciudad, MaukuaroKalí, te lo dijo: todos deben recorrer este mismo sendero y cada uno deberá ser capaz de descifrar los enigmas, poner atención a los hechos, escuchar el sonido de las rocas. Se alejaron de los sauces y el riachuelo. Quisiste hablar otra vez pero una resequedad te cerró la garganta. Gutero levantó su mano apuntando hacia el pie de una colina que detrás de la refracción de la luz del sol te pareció un coloso inofensivo que se alzaba desafiante como pirámide egipcia. Te sorprendiste al notar que no había vereda para trepar al coloso en cuanto ellos se adelantaron a tus pasos, sin árboles para guarecerse del bombardeo solar, ni nubes que pintaran el lienzo azul del cielo. El camino cuesta arriba estaba copado de maleza, arbustos ribeteados de espinas y rocas negras angulosas como puntas de saetas. Ellos libraban los obstáculos. Avanzaron sorteando las dificultades cuesta arriba, a grandes zancadas, dispuestos a conquistar una cima recién descubierta. Te limitaste a seguirlos aunque quisiste quejarte, gritar, pero sentiste que te faltó agua para lubricar el aparato del habla. Subiste cuidando no perder tus zapatos maltrechos; no perder las huellas de los negros.

Allí, cuesta arriba, recordaste aquellos lejanos días en la universidad, recorriendo los pasillos de la biblioteca, ahí donde encontraste una diminuta referencia impresa, en un libro olvidado, sobre la Ciudad. La alusión llana en el centenario libro encendió en ti la llama del recuerdo de aquellos sueños de la infancia, de la voz que te perseguía a través de los oscuros médanos de aquella oscura playa. Lamentaste no poder encontrar en la obra el mapa que en el pie de página se mencionaba. Muy común en los libros antiguos, pensaste, les faltan páginas y les sobran preguntas. Sin embargo, anotaste el autor del libro de estudios medievales y una dirección de la hoja legal, que apenas pudiste distinguir: el instituto de un reconocido investigador sita en Manhattan. Te graduaste en lenguas y, cuando ya te habías instalado como traductor de oficio en la oficina de tu embajada, abandonaste empleo, matrimonio e hijos para tomar un vuelo a Nueva York. Con la ayuda de una taxista indio, buscaste la dirección del investigador. Nada; esa combinación de número y nombre de calle resultó ficticia. Con los golpes de la primera derrota, le pediste al chofer indio que te llevara al museo donde te encontró aquel viejo curador. Al bajar del taxi tú y tus guías ya habían conquistado la cima de la pirámide colosal, en donde Gutero se inclinó para abrir una portezuela de tablas tendida en el suelo, cubierta de maleza seca, y bajo ella distinguiste apenas una escalinata hacia el centro de la colina. Volviste tras tus pasos en tu memoria para llegar hasta el lugar de aquel hermético club o centro de investigación. Cuando abandonaste el museo aquella misma tarde, te dirigiste a la dirección impresa tras el boleto. Al llegar encontraste un callejón sin salida, rodeado de edificios de ladrillo rojo, como es uso y costumbre en esa vieja capital del nuevo imperio. Te adentraste y no advertiste peligro. Giraste en rededor y reconociste ventanas rectangulares, algunas cerradas y otras abiertas con sus cortinas de fuera ondulando al viento, bocas verticales mostrándote sus lenguas groseras, hasta que notaste una puerta metálica de color rojo, a tres metros por arriba del piso. Te preguntaste intentando resolver el misterio -¿no había algo parecido en ese cuadro del museo?-: “esa debe ser la puerta de entrada pero no veo cómo subir a ella”. Hasta que un tirón de tu manga derecha te espantó las cavilaciones y observaste a un indigente de mal aspecto y olor. Te pidió, recuerda, el boleto y se lo mostraste, lo único que bastó para que de la pared de ladrillos bajara una serpiente metálica escalonada. Te dirigiste a ella y subiste y la puerta roja se abrió dejando que la oscuridad del interior te engullera por completo, y después del hueco y ahogado ruido de la puerta cerrándose sentiste las manos de Gutero empujándote hacia la escalinata en cuyas huellas apenas podías acomodar el tamaño de tus pies. Tomaste precauciones para no caer de frente, apoyando las palmas de tus manos en las paredes del interior de la colina. Estaban húmedas y tenían una textura a madera y cartón, como las texturas que sentiste en aquellos pasadizos formados por estantes repletos de libros antiguos. Al cerrarse la puerta detrás de ti diez hombres cubiertos con mantos negros te rodearon. Uno de ellos habló en tu lengua madre, difícil que te acuerdes de ella ahora, y te condujo por todo el lugar, con los demás formando un oblongo cercado. Apenas y pudiste notar las paredes deslucidas y las ventanas empañadas de polvo que filtraban la poca luz de las lumbreras del exterior. Otra biblioteca, pensaste, con estos libros más cuidados, más grandes y más pesados. Sentiste el peso físico de ellos, sentiste sobre ti las manos que los confeccionaron con destreza, los que fabricaron sus hojas, sentiste palpitar la sangre de los animales que sacrificaron sus pieles y sentiste crujir las piedras y los árboles y las palabras que se escribieron en ellas. Al llegar a otro de los pasillos los diez hombres –aunque pudieron haber mujeres, intuiste-, te abandonaron. Ahí, de pie, sin esperar nada, uno de los que se alejaba señaló con su mano derecha hacia la parte más alta del estante colocado a tu izquierda, suficiente para que un libro, vibrando dentro de sí, escapara de su confinamiento para terminar en tus brazos que en un acto reflejo tendidos ya lo esperaban. Te pusiste a revisarlo.

Corroboraste sospechas. Tal vez recorrió senderos interminables, tal vez esperó los milenios necesarios desde su escritura, y aún así llegó a ti, llegó para ser escrutado por tus ojos, mientras que una a una las páginas iban pasando y pudiste ver las aldeas, a Etara-Malí y sus casas de madera y sus techos de palma seca. Pudiste verlos porque eran grabaos hechos con manos diestras y entrenadas. Desconocías los caracteres, pero supiste lo que verías allí, en la otra página, Uppa-karuarRa dibujada, con sus casas cuadradas, de muros ciegos y con una entrada que nunca se cierra. La escasa luz de las luminarias de afuera creaba la atmósfera perfecta a la que te acostumbraste de estudiante, en el que gustabas navegar y batirte en aguas bravas de hojas amarillentas y libros roídos por las ratas. Te sentiste a gusto, hasta que te viste en medio de la plaza de la Ciudad, rodeado de sus pobladores, con sus rostros expectantes, y tu cara dibujada con destreza y singular peculiaridad; tu existencia plasmada en ese trozo de papel desde mucho antes de que el tiempo fuera tiempo y se tuviera conciencia de su caducidad. Cerraste el libro para ver a los hombres que habían regresado, aún cubiertos por el manto negro. No se pronunció palabra alguna. Hasta que, hurgando con tu mano extendida dentro de tu memoria encontraste otro boleto, el boleto de avión que te aterrizó a la realidad encerrado en aquellos muros, adentrándote con tus guías en las entrañas de ese coloso de piedras perdido en la sabana. La oscuridad era tal que cerraste los ojos, prefiriendo la interior a la real. Las manos de Gutero se apoyaban en tus hombros, empujándote, y con un vano intento quisiste dibujar el contorno de las paredes con uno de tus pies –recuerda cual-, pero nada existía a los lados, sólo un vacío. Te imaginaste cruzando un puente con escalones que bajan, ¿hacia dónde?, esto es una trampa para seguir y nunca tentarse a voltear, pensaste, hasta que abriste con tus manos otra portezuela de madera. Ya era de noche y las estrellas encumbraban la bóveda celeste. La misma imagen, recodaste, cuando te subiste al avión que te llevó al África, al dejar atrás al curador del museo y al taxista indio y al grupo de hombres cubiertos. Llamaste a tu casa. Dejaste un mensaje en el contestador, despidiéndote. Pronto llegaré, pensaste, cosa de recorrer otros caminos, los que hagan falta, para eso están mis guías.

Oteaste hacia el mar y viste a la Ciudad, resplandeciente y rodeada por las aguas de los mares, en una pequeña isla perdida a los lejos como una mota de polvo puede perderse en un médano. No escuchabas el oleaje, pero sentías en tu rostro la ventisca del océano implacable. Avanzaron tus guías y seguiste tras ellos. Esperabas sentir lengüetadas de agua de mar en tus pies mientras caminabas en la oscuridad llana, hasta que saltaron, ¿dónde?, pensaste y entonces distinguiste el filo del acantilado que por sorpresa te tomó cuando ya te habías lanzado.
No caíste sobre la superficie metálica del mar, pero sí en un remolino de brazos y sonrisas de infantes que te jalaron los cabellos y de otros que intentaron ponerte en pie. No podemos asegurar cuántos eran los pobladores de la aldea que se citaron para recibirte, y menos los que dibujaron la vereda por entre sus casas de arena que te llevó a tu habitación, coronado por el bullicio de la sorpresa, en el que tomaste fuerzas del ignoto interior y no desfalleciste. Aparecieron tus guías. Después, uno a uno, los pobladores se fueron alejándose. Una caritativa luminosidad te permitió distinguir las casas, esos diminutos cubículos donde se adentran hasta seis personas y no te equivocaste en imaginar que ninguna casa era más grande que otra y que no importaba los integrantes la familia que la habitaba; todos debían compartir el estrecho espacio de esas cuatro paredes. Al despertar en tu primera mañana en la Ciudad –soñaste todo tu pasado, desde tu infancia hasta tu llegada-, los pobladores te esperaban marcando otra vereda en la topografía de la aldea, desde la puerta de tu habitación. Recorriste el camino, buscando entre los pétreos rostros de ancianos, niños, hombres, madres y otras madres con sus hijos en brazos, todos vestidos con la misma túnica roja y calzados con las mismas sandalias de madera, a los tres guías que te llevaron. La serpiente humana te escupió en la plaza del pueblo, rodeado también de túnicas rojas colgadas de cuerpos inmóviles. Rotaste sobre tu eje para devolverles tu presencia, siendo el protagonista de una escena que una mano sabia ya había dibujado milenios atrás. Cumpliste el destino de la sombra; pero difícil hablar de recompensa o castigo. Sin alabanzas de por medio, diferente a lo que interpretaste de aquel grabado, los pobladores se marcharon. El picor de la sangre seca en tus brazos y piernas, en tu vientre, te recordó que estabas vivo, de pie, con tu ropa hecha trizas, con laceraciones cauterizadas y un estómago carcomido por un fruto podrido. Entonces, allí, bajo el pesado Sol, el hombre más sabio se acercó a ti, y te habló en el Idioma Universal: “Helo aquí, prominente investigador de lenguas muertas, de civilizaciones perdidas en la memoria de los últimos hombres que no hacen más que mentir. Tengan aquí al mismo hombre que fue llamado por la sombra”.

Desde tu presentación ante los habitantes de Uppa-karuarRa, no haces más que estar encerrado en las cuatro paredes de arena de tu habitación, contemplando el paseo de los astros, los eclipses y el saludo de los errantes cuerpos extraños del universo. Cierto día, MaukuaroKalí, el sabio que siempre viste una manta verdusca, te habló: “Tienes una condena que pagar. El hombre salió de África por la gracia de la sabiduría. Al salir, se dividieron en dos grupos que después, siendo hermanos, se desconocieron. Estos dos grandes grupos fueron divididos por intereses de otros grupos. Distintas divisiones de aquellos mismos salieron atravesando Egipto para poblar oriente y occidente. Y desde entonces, están condenados. Todos deben ser llamados a regresar, todos son llamados por la sombra y quién cumple alcanza la eternidad, no sin antes consumar su condena”. Después de escuchar aquellas palabras te fuiste a tu casa de arena. Refugiado, esperaste la noche y las estrellas. Tomaste el espejo que Gutero te había regalado y viste por el orificio con la cara reflejante hacia la luna, para devolverle el saludo al astro extraño: el futuro estaba allí, una imagen brumosa de edificios cayéndose a pedazos, de guerras, de polvo y de monstruos de arena desechos por el agua. Quitaste de tu cara aquel espejo y no puedes asegurar si fue por inanición o el escorbuto, porque de ninguna sentiste síntomas, cuando caíste sobre tu cuerpo ya no sentiste más hambre, ni miedo, ni dolor, ni sed, ni tristeza: te convertiste en mi sueño de la infancia.

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