Un cuento
Dos días de paz
por Iván Partida
Si vienes a mí en este momento
tus minutos se convertirán en horas
tus horas se convertirán en días
y tus días en toda una vida
-Gregory Colbert
Primera Parte: Tregua
Todo comenzó un viernes por la noche. Regresaba con una hamburguesa arropada en papel encerado, y en la otra mano un sudoroso refresco. Lo busqué en la mesa que había apartado para que nos sentáramos a comer; pero en su lugar encontré a una familia ruidosa. Presioné con enojo la hamburguesa y un chorro rojo de tomate procesado me cruzó el pecho de la camisa blanca que usaba para las salidas. Las demás mesas de la concurrida zona de fast food de la plaza comercial ya estaban conquistadas; y él había desaparecido. Caminé rápido y los busqué por los pasillos laterales llenos de brillantes aparadores que vendían toda clase de chucherías y ropa de marca. Cuando la mano que sostenía el refresco helado me ardía a causa del entumecimiento lo encontré jugando con una de esas máquinas atestadas de peluches que prueban tu destreza mediante una garra metálica de difícil control. Furioso me acerqué con el odio desenvainado, listo para reclamar el abandono de la mesa y de su novio. Por supuesto que ese era sólo un pretexto para reclamarle –como lo hacíamos periódicamente– cualquier problema que tuviéramos pendiente; para esas fechas nuestra relación se basaba en silencios agrios, poco sexo y muchos gritos, y sobre todo, heridas morales que ambos nos infligíamos con calculada paciencia. Me puse junto a uno de los cristales y lo miré desde ahí: abstraído por completo, la garra se movía torpemente tratando de atrapar un pedazo de peluche con forma de trueno. Reconocí inmediatamente la cola amarilla de Pikachu, la rata eléctrica de Pokemón, mi personaje favorito. Desconcertado mi mirada se deslizó entre las planchas de vidrio hasta llegar a su cara pensativa, concentrada, feliz. La abertura de la boca y la brillante lengua acariciando fugazmente sus labios, la tensión de la quijada… la misma expresión de nerviosa expectativa tenía la noche en que nos conocimos: los dos en una calle solitaria, caminos contrarios, una mirada y lo demás no tardó mucho, más bien fue instantáneo.
El voltaico roedor emergió de entre sus congéneres y se elevó hacia el cielo luminoso de la máquina; supe entonces que sus ojos y los míos miraban, por primera vez en mucho tiempo, algo que a ambos nos importaba. La garra hizo unos cuantos giros y Pikachu cayó sano y salvo en una gruta oscura que lo condujo hasta la palma abierta de él, que ya lo esperaba. Lo levantó y lanzó una mirada extraña; tomó la hamburguesa y me dio las gracias mientras extendía hacia mí el premio. El muñeco y él sonreían. “Gracias a ti” respondí aceptando el regalo. También sonreí. Mordió el redondo alimento, sorbí refresco. Nos miramos. Sentí que apenas acabábamos de conocernos. Así nos mantuvimos un tiempo, a pesar de la nutrida concurrencia que va a ese tipo de plazas los fines de semana me pareció que el sonido producido por sus charlas y sus risas era parte natural del ambiente, como respiro el del viento o el correr del agua. Las burbujas de la bebida bajaban por mi garganta con una velocidad medida, al igual que el antílope que con calma breva de un pozo transparente; en cuanto a él, su masticar era despacio, hipnótico, como un tigre devorando al ciervo recién cazado mientras contempla el atardecer. Se acabaron la hamburguesa y el refresco, los tiramos en un basurero cercano y, sin pensarlo, nos tomamos de la mano y comenzamos a caminar. Siempre hemos sido discretos y temerosos, pero ese viernes por la noche recorrimos numerosos pasillos como cualquier par de novios lo haría; hubo algunas miradas hacia nuestras manos, nuestras caras, y alguna que otra hacia mi mancha. Por más intensas que fueron no lograron hacer mella en nosotros, es más, recuerdo que no causaron ninguna emoción, ni enojo, ni miedo, nada, era como ver desfilar los dientes de acero de las escaleras automáticas: se ven peligrosos, pero a una distancia prudente son inocuos. Como ya era un poco tarde decidimos ir al departamento. Tomamos un taxi y sin que nos diéramos cuenta el agrio silencio que nos había envuelto desde hace meses se rompió por una cadencia de jadeos que llenaron la habitación. Miré las fosforescentes letras verdes del reloj digital que nos despertaba cada mañana, eran las doce en punto, momentos después estallamos juntos, comenzaba el sábado.
Segunda Parte: Sábado
Cuando desperté Jesucristo me miraba. Siempre me ha parecido inquietante la cadena plateada de la crucifixión. La noche en que nos conocimos, ya desnudos en el hotel, fue lo único que no quiso quitarse. Me levanté en silencio, y sentí un poco de envidia al ver la imagen acunada entre sus pectorales, subiendo y bajando al ritmo de la respiración. También quisiera ser así de pequeño y dormir en el pecho de un hombre, mecido por el latido de su corazón. Caminé a la cocina, tenía planeado preparar algo especial para, de alguna manera, celebrar lo de anoche; pero recordé que él prefería algo ligero por la mañana. Así que alisté todo para un desayuno a base de cereal; me senté en el sofá a ver la televisión con el volumen bajo para no interrumpir sus oraciones. Me llegaba el murmullo de las plegarias, con el control remoto silencié totalmente el programa que estaba viendo. Me concentré en escuchar, no entendía lo que decía, pero el tono de su voz me sumió en un raro estado de melancolía, recodé que antes, cuando era niño, rezaba en algunas ocasiones; también recordé ahí, frente al televisor enmudecido, que a los diez u once años mis padres me inscribieron los sábados en una escuela de actividades físicas para combatir mi incipiente gordura infantil; al principio las clases de karate, artes plásticas y natación me parecieron odiosas, hasta que un día en los vestidores, mientras me cambiaba de ropa, se sentó un niño rubio con el cuerpo firme y una sonrisa enorme y blanca. Era algo mayor que yo, tal vez tendría trece. Comenzamos a platicar de muchas cosas, nuestros diálogos duraban muy poco, minutos, los minutos que tardábamos en desnudarnos, secarnos, y vestirnos de nuevo; por alguna extraña razón, que sólo ahora sé, me sentía muy bien con él. No tengo presente de qué hablábamos, posiblemente caricaturas o algo así, únicamente con claridad recuerdo sus labios moviéndose al hablar, las manos guardando su traje de baño húmedo por el agua de la piscina, y la piel de sus dedos que se cerraba sobre los míos al despedirnos todas las tardes de sábado. Un día llegó una alumna nueva, la presentaron en la clase de gimnasia. La mitad de su cara se había quemado horriblemente en algún accidente que no llegué a conocer. Nadie quería hacer equipo con ella para las actividades, nadie quería sentarse en el pasto junto a ella para escuchar las indicaciones del profesor. La actividad era que todos corriéramos formando un círculo, sin embargo el círculo se rompía porque el niño que estaba delante corría desesperadamente para no tenerla cerca, el de atrás retrasaba la carrera por la misma razón. Después de unos minutos se separó del grupo y fue a llorar a un rincón del patio. Quise ir a consolarla, parecía una niña amable, pero me aterraba el sólo verla. Esa fue la única clase a la que asistió.
Y al recordar ese episodio mientras escuchaba el rezo y en la televisión acallada pasaban imágenes resplandecientes, caí en la cuenta de que siendo niño había comprendido inconscientemente algo de mi propio destino: de alguna forma, sabía que ese sentimiento de bienestar con el muchacho rubio me acarrearía problemas. Lo supe cuando vi a la niña deforme, pues yo también, como ella, era diferente, y para muchos, sería un monstruo.
Cuando salió de la habitación parecía sorprendido de que la mesa estuviera arreglada. Ambos nos sentamos y desayunamos silenciosamente el cereal. Pasamos toda la mañana sin hablar arreglando algunos desperfectos eléctricos y de plomería en el departamento. Pero dentro de ese silencio nuestra comunicación fluía mejor, ya no nos movíamos con recelo, esperando que cualquier acción acarreara una pelea. Por primera vez en meses éramos libres. Cuando cayó la tarde él preparó la comida, y rezó antes de comerla; siempre me molestaron esos accesos de lo que yo consideraba una beatería innecesaria, de hecho tuvimos muchas peleas por nuestras creencias; a la hora de comer me levantaba en el momento del rezo inicial o miraba hacia otro lado, avergonzado de verlo con las manos juntas recargadas sobre la punta de su nariz; sin embargo aquella tarde me limité cerrar los ojos, y escuchar esa música bucal nuevamente, y ahora me vinieron a la mente sus jadeos y sus palabras entrecortadas cuando eyaculó sobre mi estómago la noche en que nos conocimos y sobre todo como se durmió abrazado a mí después de darme las gracias. Abrí los ojos, y ambos sonreíamos, comimos en silencio, pasándonos lo aderezos sin necesidad de pedirlos, como si supiéramos qué le faltaba al otro. Después de la comida lo tomé de la mano y lo llevé a la regadera, nos desvestimos y bañamos, nos afeitamos juntos, compartimos lociones y escogimos ropa para la noche; lo vestí, me vistió. Una vez listo tomé su mano, lo conduje fuera del departamento y tomamos el primer taxi que encontramos. Saqué de mi cartera una tarjeta para indicar al chofer nuestro destino… nuestro destino… ahora lo repito, una y mil veces, no sabía que al darle la tarjeta a ese desconocido que jamás volvería a ver realmente le estaba indicando la dirección de mi destino, de nuestro destino. No sé que me impulsó a salir con él esa noche, no sé porque permitió que lo guiara ciegamente, ni estoy seguro de haber hecho lo correcto… en ocasiones me arrepiento de lo que pasó esa noche. Lo único que sé a ciencia cierta es que si nos hubiéramos quedado en casa ese sábado todo hubiera sido muy distinto. Llegamos al lugar, y antes de bajarnos del taxi un destello de neón azul iluminó al Cristo que siempre llevaba colgado en el pecho, y al mirar su crucifijo recordé que el día en que vi a la niña quemada sollozar en un rincón del patio dejé la escuela de actividad física, y también dejé de rezar.
Tercera parte: Domingo, tiempo de hablar.
Desnudo, y acuclillados, nuestras rodillas se tocaban. Los penes en erección, mi mano palpando su corazón y la suya el mío. Formábamos un cuadro simétrico, perfecto. Hace poco nos habíamos despertado, era mediodía y la resaca ya era mucho menor. Aún estábamos aturdidos por lo que sucedió el sábado. Ese domingo él me guió. En ayunas preparó con harina unas obleas blancas. Yo con mucha calma miraba el proceso; era la primera vez desde que vivíamos juntos que faltaba a la iglesia en domingo. Pero no parecía contrariado. Después de prepararlas nos bañamos. La ciudad estaba calmada, de afuera no llegaba ningún ruido a excepción del esporádico paso de algún automóvil o el ladrido lejano de un perro. Puso las obleas sobre una toalla blanca que sacó del armario, tomó un tarro de miel y con un movimiento de cabeza me indicó que entrara al cuarto. Así lo hice. Me pidió que me desnudara, obedecí; dejó la toalla sobre la cama. Como un oso hambriento hundió la mano en la miel para después formar un cuenco y untar el espeso líquido por todo mi cuerpo mientras él también se desvestía. Caímos sobre la cama besándonos, fue entonces cuando alargó el brazo y recogió una de las obleas blancas. La deslizó delicadamente por los músculos de mi estómago hasta llegas al ombligo, desde ese punto la levantó por encima de nosotros, y observó como las gotas se formaban en el borde para caer como una lluvia en cámara lenta sobre su cara. Nunca había visto tanta solemnidad en un rostro, ni tampoco tanta felicidad. Llevó la oblea a su boca, de un solo movimiento la tragó. Repitió la operación pero a la inversa: circuló la oblea sobre sí y posteriormente me la ofreció de la misma manera en que se la había ofrecido él mismo. Sabía qué estábamos haciendo: era, de alguna manera, la sustitución de sus hábitos dominicales. Tuve un momento de duda, lo vio, me acarició, sostuvo la oblea con sus labios y volvió a ofrecérmela. Esta vez la tomé, la blanca harina se partió bajo el peso del beso que nos dimos…. De nuevo esa sensación del antro, atenuada, pero era la misma, y vi en él que estaba experimentando lo mismo que yo el sábado por la noche dentro del Centauro's. Nos embadurnamos en la miel, la abundante botella se fue vaciando conforme nuestro deseo subía, totalmente eufóricos, él por tener su propio momento, yo por haber sido integrado en él; miel en las sábanas, en el piso, sobre las letras fosforescentes del reloj, miel en mi cabello, en el suyo…. Miel dentro de mí… pues le permití algo que jamás le dejaba hacer. Sus movimientos torpes y vigorosos me recordaron a la leyenda de Zeus convertido en animal montando a la doncella: Pasifae y el toro; él y yo rehaciendo el mito, volviéndolo carne, sudor, sangre y semen, repitiéndolo en un tarde de domingo en medio de una cama que la miel volvió un prado opaco y cristalino; mugiendo, llorando, mordiendo la piel y temblando cuando inevitablemente el final nos sorprendió. Unidos, horas pasaron, seguíamos unidos, sumergidos en el gran silencio. Todo se había detenido, no se escuchaban autos, ni perros, ni gente en la calle. Llegó a un punto en el que creí que éramos los únicos sobre la Tierra, y sentí una punzada de miedo, un escalofrío que a manera de pianista recorrió velozmente cada una de las vértebras de mi columna, y unos momentos antes del fin mi memoria regresó a los acontecimientos del sábado: Al principio se extrañó de verse ahí, en un lugar tan ajeno a él y tan cercano para mí. Ya sentados pude ver la cara de susto que utilizaba para las ocasiones en que se sentía extraviado; por ejemplo cuando le propuse que viviéramos juntos. Pobre, no estaba acostumbrado a la música estridente ni a las violentas luces de Centauro's, el primer lugar de ambiente gay que conocí y al que soy asiduo. Tenía ganas de compartirlo con él, pero parecía que su personalidad y la del lugar eran incompatibles, junté mi silla a la suya y lo abracé mientras le besaba el cuello; eso lo reconfortó, me devolvió el abrazo, y tomamos de la misma cerveza que el mesero nos acababa de traer. Nos encontrábamos en una parte alta, cerca de un par de enormes bocinas. Desde nuestro lugar podía verse la atestada pista, las parejas se movían erráticamente, formando un mar confuso y profundo. Quise ser parte de ellos, unírmeles como un solo cuerpo. Sentí el impulso de tomar fuerte su mano, arrastrarlo hacia el barandal de hierro que protegía la sección, subirnos, y desde ahí, arrojarnos para que ese mar nos devorara sin contemplación. Fue cuando comenzó la canción de Rihanna. Sabía que me encantaba, e instintivamente nos levantamos y comenzamos el baile. ¡Please don’t stop the, please don’t stop the, please don’t stop the music! Estaba de acuerdo con Rihanna.
Quería llevarlo lejos… sumergirnos en la corriente eléctrica de nuestros frenéticos cuerpos y ahogarnos ahí, morirnos (Chest to chest and now we’re face to face), por sentir tanto, por sentir la música, por sentir el alcohol en el aliento y la saliva dulce de nuestras bocas que reflejaba las luces color neón, todos bañados de neón, abandonando el cuerpo, abandonando la vida… I just can’t refuse it. Bailaba mal, no tenía mucha experiencia, pero no importaba; no importaba porque estaba allí para mí, me amaba y yo a él. Pasaron esa y otras canciones, conforme avanzaba la velada nuestros movimientos se fueron sincronizando. La risa era indomable, los besos abruptos y tan largos como las canciones, las cervezas se vaciaban en un chasquido y el calor nos transformó en océanos de sudor, la ropa se había adherido al cuerpo, ya no nos importaba secarnos, únicamente nos pasábamos la mano por la cara para evitarlas molestas gotas en los ojos. Y fue en una de esas ocasiones, cuando un rayo, proveniente de la esfera de focos multicolores que daba ambiente al lugar, lo iluminó por un segundo, pero en ese segundo, dentro de esa luz lo vi distinto: la mano levantando los chorreantes cabellos, los ojos cerrados y la cara hacia el cielo, mostrando el fuerte y sedoso cuello que sostenía su cabeza… Se veía tan puro, tan hermoso, que esa es la forma en que siempre lo recordaré: como un dios bañándose desnudo en el sol de una constelación inalcanzable. Me arrojé sobre él, lo abracé, y respondió igual, aferró mis manos y nos besamos; sus manos ya no se sentían como las suyas, eran las manos de mi padre cuando me alborotaba el pelo, las de mi hermano al golpearme, las de mis maestros cuando señalaban el pizarrón, las del niño rubio despidiéndose el sábado; su boca ya no era suya, era la mía, y todos los labios que he besado y besaré, y él era todos los hombres del mundo, y su cuerpo tenía mil formas y cada forma cabía en el cielo de mi paladar o se extendía hasta el infinito. Debajo de la ropa sentí cada poro suyo, cada vello, cada hebra de vida que lo componía. Se separó unos centímetros e incursionó en mis labios con un segundo beso, tan profundo, tan antiguo y con tanto amor que me estremecí violentamente y un reguero blanco me llenó la ropa interior. Él lo notó, pagó la cuenta y salimos rápidamente. El resto de aquella noche traté de ordenar mis ideas y revisar con calma qué había sucedido. Después de muchos años la única respuesta que atiné a dar fue la de una experiencia mística. El gran silencio se desplomó cuando comenzó a reírse. Ya era de noche. Caminó hacia el armario y sacó un par de toallas con las que se limpió la miel. Seguía riendo. Levanté los hombros y con la expresión facial traté de preguntarle cual era la risa. -tu camisa blanca de las salidas – dijo sonriendo mientras señalaba la prenda manchada que colgaba al otro lado de la habitación – totalmente arruinada. Al principio yo también me reí, pero aquella frase pronunciada por él, como si fuera un conjuro, destrozó aquella paz que había durado prácticamente dos días. La mancha roja que había sido imposible desaparecer por completo apareció repentinamente para indicarnos cual era nuestra situación, de la misma forma en que la fachada de una casa vista después de unas largas vacaciones le echa en cara a su propietario que debe retornar a su rutina asfixiante de todos los días. Nos bañamos y cenamos en un silencio ruidoso, adelgazado, poco armónico. Los días, las semanas, los meses y los años continuaron. Las peleas, aunque al principio tratábamos de detenerlas, poco a poco regresaron a nuestra vida, el odio también; y jamás hubiéramos llegado al hospital si alguno se hubiese detenido a tiempo; a veces pienso que era mi deber abandonarlo, pero aquella noche de sábado se quedó tatuada en mí de una manera bestial, cada vez que nos peleábamos, cada vez que hacíamos comentarios hirientes en público o en privado, me venía esa noche a la mente y todo, para mí, quedaba solucionado. Me gustaría saber si el acto de comulgar en la cama aquel domingo también lo mantenía a mi lado en los peores momentos. Creo que nunca lo sabré. Después de ese extraño fin de semana duramos siete años más, ahora que los miro en retrospectiva no sé cómo pude sobrevivir a ellos. Tampoco sé de quién fue la culpa…. ¿La de él por empezar todo con el peluche que me regaló en la plaza, o yo por adherirme desesperadamente a un recuerdo final? Ya que el viernes en el que comienza toda esta historia iba a dejarlo; llevaba semanas planeándolo, cuando estábamos en la comida rápida pensé que sería la manera indicada: ambos sentados, comiendo, con la suficiente gente para que nuestra inhibición evitara una escena doméstica violenta… esa tarde era el fin, y sin embargo se volvió el principio de siete años de un triste odio; hasta el día en que le estrellé un grueso y decorado cenicero de cristal en la cabeza y cayó de espaldas formando un tranquilo lago rojo; me paralicé ante la escena, hasta que volvió en sí y, tambaleando, se levantó para pedirme que llamara a una ambulancia. Así lo hice y, mientras colgaba el auricular, el cenicero se estrelló en mí. Cuando nos recuperábamos en el hospital acordamos acabar con todo: vendimos el departamento y cada quien continuó con su vida. Sin embargo siete años agrestes habían hecho estragos en mí, ya no atraía a nadie y pronto dejé de buscar parejas. Todavía voy al Centauros, pido alguna cerveza y miro a los jóvenes bailar como él y yo lo hicimos ese sábado; cuando el local está vacío y la imaginación fecunda nos veo de nuevo bailando toda la noche, y lo recuerdo puro y lleno de luz, y me recuerdo enamorado, y feliz. Siempre que recuerdo todo esto sigo sin poder creer que dos días de absoluta paz valgan siete años, y sigo sin creer que aquella felicidad comenzó un viernes por la noche.
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Areko