Andar y capturar
Mientras más
viejo me hago, más aprecio caminar. He caminado desde siempre y la mayor parte de mi vida la he recorrido a pie, pero desde hace tres años tengo auto propio y caminar ya no es una obligación. En las
novelas decimonónicas inglesas es común la escena en la que los personajes,
antes o después de la merienda (no recuerdo ese detalle y ustedes disculparán),
salen de la estancia y caminan por el prado. Tengo presente, en particular, algunas
de Una habitación con vistas.
Yo, como decía,
toda mi vida he caminado, y la mayor parte de ese tiempo ha sido de la escuela
a mi casa. Cuando viví en Xalapa andaba a las prisas. Aunque no tuviera ningún
pendiente, fatigaba las cuadras apresurado, como si en mi cuarto de pensión me
esperara un asunto urgente. ¿Era joven y tenía energía para derrochar? ¿Me daba
miedo el exterior? ¿Huía siempre porque me dedicaba al robo a transeúntes? Ni
lo segundo ni lo tercero, pero ciertamente sí era joven, postadolescente, y
como tal me daba el lujo de andar casi que corriendo.
Me hago una
imagen de mí, en jeans más anchos que mis piernas, con la sudadera naranja que
no me quitaba ni aunque estuviera húmeda, y mi par de Converse rojos, bajando
por la Primo de Verdad para luego doblar en la empinada Miguel Hidalgo y
cuidarme de no desbarrancar, hasta alcanzar la empedrada de Jiménez, donde
vivía. Si llevaba una revista o un cede nuevo, más razón para llegar de prisa,
pues entonces sí me urgía leer o escuchar mi nueva adquisición (desde entonces
gasto en cosas que quizá no necesito).
A zancadas pues, anduve.
Hasta que me
compré el automóvil y me acostumbré rápido al volante y le tomé el gusto al
acelerador. No soy un conductor temerario. Suelo tomar muchas precauciones,
pero, a pesar de haber sido viandante y usuario de transporte urbano casi toda
mi vida solitaria, reconozco las ventajas del auto. Sobre todo en una ciudad como
en la que vivo ahora, donde todo está separado y lo más lejos posible una cosa
de la otra.
Entonces caminar
se ha convertido para mí en una excepción. Me refiero a grandes distancias.
Ahora reduzco mi andar al interior de las plazas, los supermercados, las tiendas
departamentales y las excursiones fotográficas que hacemos ocasionalmente mi
novio y yo en la costa y en la laguna que nos gusta mucho visitar. He aquí una
de las desventajas del auto: la imposibilidad de caminar.
Hace unas semanas
llevé a mi madre a Xalapa para una cita médica de rutina. Al regresar a casa
hicimos una parada en unos viveros (ella es amante de las plantas). Aunque no
llevé mi cámara Sony Alpha tampoco desaproveché la oportunidad e hice unas
fotos con el iPhone (con paciencia se pueden lograr buenas tomas). Mientras nos
demorábamos, caminé observando los diversos especímenes de flora y follaje.
Descubrí el trébol rojo, los distintos tipos de yerbas aromáticas, además de la
ruda y el epazote. Vi flores de pétalos encendidos y diversos ejemplares de
cactáceas.
Nunca había imaginado que existieran tantos y de diversos tipos. Uno
que particularmente me perturbó, que crece como un tumor, por acumulación, como
volutas carnosas que se petrifican y acumulan una encima de otra. Pregunté el
nombre y no podía ser más que obvio: se llama cerebro, me contestó el
dependiente. Descubrí también cactus cubiertos por filamentos tan delgados,
largos y blancos como canas. Algunos completamente cubiertos por el pelaje
canoso (desearía ser botánico para proporcionar aquí los nombres científicos).
Nunca he compartido la pasión de mi madre por las plantas, pero caminando ahí,
entre un vivero y otro, sin ninguna prisa por llegar a ningún lado, captando
con mi cámara lo que me llamara la atención, sentí que me distraje. Que me
sustraje. Que me fugué de mis problemas, que a mis treintas se acumulan de todo
tipo y llegan a ser angustiantes.
Días después repliqué
la experiencia. Pese al calor, tomé mi cámara y caminé al parque de mi colonia,
que queda a unas cuadras. Es un espacio libre pero deslucido, con un par de
canchas y senderos pequeños para trotar, donde unos vecinos plantaron diversos
tipos de flores en un pequeño jardín. Me demoré en llegar, aunque me estaba asoleando.
Y también me demoré en el parque, aunque no es extenso, apenas lo de cuatro
canchas de básquetbol. Le tomé foto a las flores, porque siempre hay algo de
estética kitsch en ellas.
Quizá el automóvil me ha hecho revalorar una actividad que para los primeros homínidos fue vital: caminar para sobrevivir. Hay algo de reconfortante en eso: dar un paseo a pie, recuperar la movilidad, no a la caza de la cena pero sí para atrapar un instante. En mi caso con un atardecer basta.
Quizá el automóvil me ha hecho revalorar una actividad que para los primeros homínidos fue vital: caminar para sobrevivir. Hay algo de reconfortante en eso: dar un paseo a pie, recuperar la movilidad, no a la caza de la cena pero sí para atrapar un instante. En mi caso con un atardecer basta.
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