Un día en la feria del libro en el año del fin del mundo

Me cité con Randú a las nueve de la mañana en la calurosa estación de autobuses de Veracruz, porque partiríamos rumbo a la feria, allá arriba en el cerro, la feria del libro. El año pasado, por problemas pecuniarios, me quedé sin libros, sin viaje y sin feria. El desazón fue tal, que escribí un extenso post quejándome. Ahora, en más de un sentido, en el año del fin del mundo la Fortuna me ha sido por fin grata. Conocí a mi novio, y cuento con más presupuesto para gastar en libros, y salir, y procurarme una vida holgada sin que tenga tan inflada mi tarjeta de crédito en una tienda de ropa. Por lo que decidí que iría esta vez con él para mercar aquellos libros que en años pasados tuve que dejar posados en el stand.

Apenas llegamos a Xalapa, eliminé de mi lista de pendientes lo que el trabajo me requería. Fui a un templo de burócratas por un papel, y luego a visitar a mi contador de confianza, para estar en paz con el Luzbel fiscal. Terminados los asuntos mundanos, nos dirigimos sin demora, a pie, por entre las estrechas calles xalapeñas, a la Casa del Lago, sede de la feria libresca desde tiempo ha. Había poco compradores. La gente caminaba como sin ganas, y los expendedores ofrecían igual, sin demasiada convicción de sus ofertas. En el stand de Alfaguara nos demoramos, pese a que no encontré nada medianamente decoroso. Me refugié rápidamente en los libros de la UNAM, antes de verme con un libro de esos bajo el brazo. Randú y yo nos movíamos entres las mesas al capricho de nuestras curiosidades particulares. En nuestro ir y venir le deslizaba una caricia, o un abrazo sorpresivo en la espalda. Y así fue como di con el primer título. Un clásico (desconocido) de la literatura fantástica en lengua española; el relato novohispano escrito por un fraile yucateco: Sizigias y cuadraturas lunares…, de Manuel Antonio de Rivas. Para los lectores en español el relato es tan nimio que no existe una entrada en Wikipedia, salvo en inglés. Sin demora, me apresuré a la caja.

Seguimos caminado por la feria, sin permanecer demasiado en Random House ni Planeta. Consumismo más el tiempo admirando los libros de FCE y Siglo XXI, ante títulos que se antojan pero que de dejan por el costo. Yo, a decir verdad, quería llegar pronto a Sexto Piso. Mis objetivos claros eran dos: Me acuerdo, de Joe Brainard, y Vacío perfecto, de Stanislaw Lem. Pero cambié Vacío perfecto por Magnitud imaginada, el otro de los títulos de la Biblioteca del Siglo XXI de Lem rescatado por Impedimenta.

De ahí pasamos por Anagrama. Avisté Ese modo que colma, el penúltimo título publicado en vida por Daniel Sada, quien se nos fue temprano. Luego pasamos por Tusquets. Abarrotado el stand de la editorial madrileña por best-sellers de la Grandes, Mankell y Murakami. Me metí un poco más entre los libros y hallé una joya: Salón de belleza, de Bellatin. Se le regalé a Randú. Para esas compras, me dolían hombros y pies, aunque Randú parecía con más energía para seguir. Le pedí que nos sentáramos en el balcón. A un lado Radio UV transmitía un programa desde unas instalaciones que sólo el gobierno puede pagar. Randú y yo nos tomamos fotos con nuestros libros. Los pocos compradores de esas horas del día arrastraban pies y ojos con desánimo. Ya eran las tres de la tarde cuando salimos para buscar una fonda que tuviera cazuelas llenas de guisos humeantes. No caminamos más que una cuadra, y encontramos el garage de una casa acondicionado como restaurante. Apenas entramos, Randú y yo advertimos algo raro. Algo raro que provenía de los comensales, y nada, nada tenía que ver con el olor de los platillo.

Un comensal de playera amarillo canario pegada al hueso y lente oscuro de pasta comía con mucha delicadeza, y dirigió gatunamente sus ojos hacia nosotros al entrar. Advertí todo eso apenas un segundo, en lo que tardaba mi cerebro en reconocer el espacio y sus ocupantes. Una empleada nos dijo que adentro habría mesas desocupadas. Detrás de un veinteañero de piel morena, camisa entallada a cuadros y de postura rígida en la silla, había una mesa desocupada. No advertí a su compañero obeso y moreno, hasta que le escuché su aflautada voz, que no correspondía con su caja torácica. Al fondo, dos niños permanecían abrazados mientras comían. Ya había visto a uno de ellos tomar un vaso con la delicadeza de un rey francés. Algo no es normal, me dije. Randú pensó lo mismo y dijo lo mismo que yo, una vez sentados. El mesero, otro veinteañero, de tez limpia y corte de pelo cuidado, con una pequeña y disimulada colita en la nuca, se movía con gracia entre las mesas cargando bandejas. No era particularmente esbelto, y vestía una camisa de manga larga pese al inclemente sol y alta temperatura. Seguí observando el lugar y noté que estábamos en la sala de estar de cualquier casa, y que en la puerta de la entrada colgaban crucifijos de todas formas y tamaños, y cuando caminé hacia el baño del fono, había una Virgen de Guadalupe Tonantzin 3D del tamaño de un hombre, rayos dorados y querubín en los pies incluido.

Desde luego, a mí, lo que me importaba era comer. Soy un bloguero celoso de sus horarios de comidas, y siempre exijo mis alimentos al mismo tiempo, aunque varíe el espacio. Sin embargo, las señales eran contundentes. Pensé en Borges, en Kafka, en un chiste homofóbico y en una serie de TV de maricas. Llegué a la mesa y Randú me confirmó: hemos caído a una fonda gay. Incluso la señora de la casa parecía poco femenina, ¿lo era? En aquella foto del fondo, ¿eran dos mujeres y dos niños en plan familia alternativa? ¿Los dos niños que comían abrazados, al terminar, subieron las escaleras que estaban a un lado de nosotros, y permanecieron en el segundo piso todo ese tiempo? Sí, apenas terminaron, ascendieron hacia aquella planta de la casa. Van por el postre, me dijo Randú. Esto es una fonda, y una pensión de moral relajada, me dije. Luego noté que el mesero no era hijo de la señora, como es habitual.

Más tarde, el flacucho amarillo de lentes de pasta, más hueso que gracia, se había ido, pero en su lugar (¡por Zeus!), llegó una señora acompañada de otro adolescente de brazos descubiertos y gorra de visera de tela plateada y diminutos brillantes de acrílico. Bien, dije, ya que nos es permitido, acaricié la manó de Randú por arriba de la mesa cuanto quise.

Al salir, regresamos a la feria. A pesar de mi costumbre tropical de tomar una siesta después de comer, dirigí mis pies hacia el resto de los stands. Pasamos Gustavo Gili, El Colegio de México (donde merqué a Salvador Elizondo), Era, editoriales de universidades varias, Alianza, Océano, Rueca de Gandhi, y regresamos a Anagrama, por Daniel Sada. ¿Nada más uno? No, adelgacé mi cartera con Tres rosas amarilla, de Raymond Carver, y, cuando ya nos íbamos, Houllebecq salió al paso con sus Partículas elementales. El bolso me pesaba en el hombro, por lo que me fui a sentar. Quería dormir sobre el pecho de Randú, pero no hubo oportunida.

En todo ese tiempo, el calor no amainó y la lluvia solar no escampó un segundo. Salimos en búsqueda de un refresco. Caminamos hacia Los Lagos. Randú se maravilló del manantial que alimenta el sistema de presas convertido en paseo turístico. Ninguno de los dos tomó fotos. Con nuestras coca-colas a medio consumir, regresamos por afuera para llegar al foro al aire libre. ¿Mi intención? Arrastrar a Randú a mis intríngulis liberales con Enrique Krauze.

Fue invitado para presentar su libro Redentores. Apenas dos minutos antes, el foro (el foro más popular de toda la feria y donde se presentan los rock stars de las letras) se llenó de estudiantes y señores en un santiamén. La charla de Krauze y sus compañeros de mesa fue amena, centrada, sin demasiados sobresaltos. Espera yo un grupo furibundo de hippies reclamándole al “derechista” el porqué ataca tanto a AMLO. Pero no hubo tal.

Al terminar, casi rayando el minutero las ocho de la noche, corrimos colina arriba hacia el parabús, con el peso extra de los libros comprados, sin olvidar al estudio sobre delitos informáticos editado por la Universidad de Sinaloa que le compré a Randú.

Acomodados en el camión de pasajeros, en los asientos del fondo, con mis pies molidos, y con el pájaro del dolor anidando en mi cabeza (el aspirina de la tarde no fue suficiente), recosté mi cabeza y luego me deslicé hacia Randú. Él me retribuyó con besos en la oreja y el cachete, y pese al cansancio (o por el volumen estridente de la película) no pude pegar el ojo, aunque Randú si cayó rendido cuando se posó sobre mi hombro. Llevaba él mi maletín, y yo unas bolsas con unos cuentos de los libros mercados. Siete títulos diferentes, de siete autores diferentes, han engrosado mi biblioteca personal.

Me despedí de Randú en la parada del camión urbano. Calurosa, la noche parecía plácida, pese a las noticias referentes a los bárbaros. Llegó el camión de mi ruta y me despedí de mi novio tomándole la mano, para llevarme su calor conmigo.

Minutos antes del fin del día de la feria en el año del fin del mundo le marqué a Randú, para saber si ya había llegado con bien a su casa. Por fortuna sí, pero nos fuimos a dormir con otra pésima noticia en el día de la liberta de expresión.

Lo siento, amigo lector, si el espíritu de los malos tiempos que corren ha inundado esta crónica que otras circunstancias, no lo dudo, sería más feliz o menos melancólica. Sin embargo, pese a las armas, sobreviven siempre, las letras.

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Comentarios

IP ha dicho que…
Amena crónica de una pasión humana y libresca. Ya ves mi buen posteador, el cerro es, a veces, más tolerante (que no respetuoso) con la vida ajena que ciertos areneros junto al mar. Disfruta mucho tu año y no olvides hacer el recuento final, seguramente habrá más de una sorpresa.
Que viva Murakami!

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