La rosa roja de Josué Randú
Para esperar al Josué, me metí a la librería Educal. Escurrí los ojos entre los lomos de los libros buscando qué podría llamar mi atención. La sección de historia fue la primera que revisé. "La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa", de Robert Darnton, y me dije, este libro es para mí. En la portada se deja ver un grabado en el que enardecidos franceses ahorcan un gato y sodomizan un can. Vengo por él, luego, me dije. Seguí asaltando los libreros porteños, en espera del Josué. Habíamos quedado a las dos, por teléfono, un día antes y unas horas antes, pero yo llegué más temprano para poder mermar mi magra quincena en libros. Me dirigí a la sección de filosofía, en busca de un libro de Ramón Xirau, "Una introducción a la historia de la filosofía". Pese a su asequible precio para un ingeniero pobretón como yo, lo dejé, al saltar sobre Coetzee, en vísperas de aceptar que lo mío lo mío lo mío es la narrativa y no las honduras filosóficas, y qué mejor que "El maestro de Petersburgo" para ensanchar mi biblioteca de premios Nobel. Pagué los dos libros, el de la matanza de gatos y el del Nobel sudafricano, y salí buscando al Josué, ya que era un poco tarde, me dije, cuando revisé mi celular.
Pero Josué ya me esperaba afuera del portal, bajo el arco, con una rosa roja que me entregó en un abrazo. Salimos abrazados y el Sol porteño nos abrasó a ambos. O sólo a mí, porque el Josué jura que me puse color tomate, color hierro candente, en los cachetes, mientras se me iba el habla, apenas procesando lo que había pasado, con la rosa entre las manos. "Tranquilo", me dijo. Caminamos en busca de un restaurante. Era la hora de la comida. Pedimos ambos un filete de pescado y una jarra de limonada mineral. Luego dejamos que las piernas nos condujeran hasta los muelles, y allí descubrimos que los marinos dejaban a los viandantes abordar un buque naval.
Subimos. Nos fotografiamos. Bajamos y luego nos fuimos a ver una película de la Muestra Internacional de Cine, en el Museo de la Ciudad. Fue atropellada, la proyección. El disco estaba rayado y los subtítulos no funcionaban. Entre gente que salía y entraba sin respetar el horario (nada raro en los porteños) aproveché para abrazarlo, mientras la cinta de Dumont corría. Un poco frustrados (en especial yo, un filme nada excepcional), caminamos al malecón. Hablamos de nosotros, de cada uno, de nosotros, de cada uno, y terminamos en las faldas de la Fortaleza de Santiago, último vestigio de la antigua muralla.
Éramos dos tortolos rodeados de noche y patrullajes de policías navales, viandantes nocturnos, taxistas desesperados por pasaje, y así nos despedimos en el parabús. Llegué a casa y metí la rosa de Josué en una botella de agua, para que reviviera, maltrada por tanto ir y venir por las calles del puerto. Conforme se marchite, guardaré los pétalos dentro de un libro, para que las hojas del libro se entinten de este día, del recuerdo, de la rosa roja Josué Randú.
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