Días de taller (parte uno de dos).
Para J. Randú
Fue un viernes por la noche que Iván me llamó para informarme de un taller de novela. Pero antes, corrijo el indeterminado: fue el viernes 24 del pasado febrero, cuando llegué de un breve viaje a Xalapa, ciudad de escarpadas y pedregosas calles. Me informó que lo impartiría Mauricio Montiel Figueiras en un centro de artes porteño del 27 de febrero al 2 de marzo. Antes de que me informara el nombre del tallerista, encendí las alarmas.
Pensé en Irving Ramirez, y en aquella vez que pretendí asistir a su escuela de escritores. Corrían los días de 2008 y yo trabajaba para una empresa de proyectos, en la ciudad de escarpadas y pedregosas calles. Fue idea de Iván que buscara un taller, tal vez ya harto de mis constantes quejas por no lograr un avance en mis textos (que yo hacía pasar por cuentos de arte mayor). Aprovechando un descuido de mi jefa del 2008, googlié “escuela de escritores xalapa ver” y el nombre de un supuesto finalista del premio Herralde salió mencionado en los enlaces. Gracias a una nota del Diario de Xalapa di con su MSN. Lo agregué y conversé con él, lo suficiente para citarme al otro día en su aula. Creo ya haber referido aquella entrevista, y cómo noté, al entrar al aula, que asistían en su mayoría señoras y señoritas, escritoras todas como capullos en busca de florecer a la creación literaria. Me sorprendió que allí, en pocos meses, fuera capaz de escribir novela, cuento, microcuento, ensayo, novela breve, poesía, ensayo personal, ensayo literario, dramaturgia, prosa poética, guión cinematográfico, guión a secas, esquelas, crónicas, menús, bitácoras, listas del mandado y etcétera. Al final me dijo que pagaría como ochocientos pesos mexicanos al mes y que dejara mis datos con su secretario antes de salir. Lo platiqué con Iván y él no me dio muy buenos ánimos. Más tarde conocería a Fernanda Melchor, y el correó que nos unió tenía como tema la escuela de escritores del señor Ramírez. En su contestación, Fernanda me dijo que me alejara de ese taller como de los volovanes de jaiba.
La única oportunidad que tenía de asistir a algo relacionado con la escritura creativa, yo, moldeado por las ciencias exactas. Años después reafirmaría mi decisión de no asistir al taller del señor Ramírez. Por estas fechas estaría comprometido con una causa política de izquierda y leyendo poemas de amor.
Pasaron cuatro años, con sus días y sus noches y lunas llenas y menguantes, y otra oportunidad se avistó en el horizonte. Pero que fuera un foráneo de estas tierras, un viejo desconocido, Montiel Figueiras, que ya había leído y visto con frecuencia en Letras Libres, ¡un foráneo!, motivo suficiente para acercarme. El lunes asistí antes de medio día después de terminar mis deberes empresariales. La secretaria del centro de artes me dijo que estaba el cupo lleno (ya me las pagarás Iván, pensé, por informarme el último día hábil), pero que dejara mi correo y que ella me avisaba si había un cupito, aunque sea chiquito. O de lo contrario, que regresara a las cuatro de la tarde para que hablara con el profesor. A él tendría que preguntarle si me era permitido entrar, a pesar del cupo lleno. Cupo lleno, quince personas. Es decir, regresar a casa, un viaje en autobús urbano de cuarenta minutos, comer parado, echar lo necesario (libreta, bolígrafo) al morral y retornar al centro de artes, ubicado en el mero epicentro de la vida social porteña.
Salí del centro de artes un poco contrariado. Ir a casa, comer y regresar. Ir a casa, comer y regresar y pedir a profesor que me deje por favor entrar. Ir a casa, comer y saltarme una de mis obligaciones que como ingeniero me he ido agenciando.
Le marqué a Iván para incordiarlo. Antes que pudiera recriminarle nada, me dijo: “yo si realmente quisiera ser escritor haría todo lo posible por asistir”. Me quedé mudo, pero seguí refunfuñando, mientras sorteaba a los porteños que se me acercaban por la calle mientras esta quedaba tras de mí (o lo que igual, mientras caminaba). Ataqué de nuevo arguyendo que me sería imposible (dada mi lenta capacidad lectora) leer esos cinco libros que Montiel Figueiras pedía para el taller. Contestó Iván que tendría que hacer el esfuerzo. Me largué a casa. Comí como si tuviera que pagar la estancia y retorné al centro de artes. Llené un sucinto formulario. La secretaria (¿Luz se llamaba?), me informó que el profesor ya estaba en el aula, en el segundo piso. Entré y sólo Mauricio, preparando la clase. Me acerqué y le pregunté si podía quedarme, que en la administración me pidieron que le preguntara. “Por mí no hay ningún problema”, contestó. Y así me gané la silla en el taller. Entraron algunos futuros compañeros y mucho más tarde un muchacho de maletín al hombro, a quién le señalé un lugar cómodo donde podría sentarse. Antes, había comprado El club de la pelea en el Sanborns, uno de los libros recomendados por Mauricio. Aún no lo leo.
Mauricio Montiel Figueiras usando una playera que recuerdo.
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