Just do it!
Después de años de inactividad, mis músculos despertaron hoy en un gym, antro en el que los jóvenes jugadores griegos rendían culto al cuerpo. Bueno, yo sólo fui a un gimnasio de barrio que, desde las 6:00 de la mañana, música de discoteque de por medio, los vecinos van allí a dejar las pizzas y tortas de huevo del día anterior. Tiempo ha que arrastro conmigo esa necesidad de “hacer algo” con mi fofo cuerpo.
Nunca fui un niño hábil para ninguna clase de deporte. En la primaria no lograba correr el máximo suficiente para entregarle la estafeta a mi compañero, cosa que daba lugar a la derrota de mi equipo. Nuestro maestro de educación física –negro por el sol yucateco, y de marcados rasgos prehispánicos; sin embargo alto y fornido- no se preocupaba realmente por cada uno de sus alumnos, en los particular. México, a pesar de los clichés indigenistas, es un pueblo de gente fachosa y de poca habilidad deportiva. No existe un “culto al cuerpo” generalizado que abrace y alcance a toda la patria. Nos comportamos como señores feudales, usando herramientas o esclavos asalariados para que ellos lo hagan por nosotros. Tampoco hay tal cosa, aquí, como el “hazlo tú mismo” gringo. Más grave aún en las áreas urbanas, donde las máquinas hacen los quehaceres y el coche camina por nosotros, pero también he observado que incluso en los pueblos apartados –aquellos que aún conservan aspectos culturales precortesianos como la lengua-, la pachorra y el abuso de la cerveza es cultura generalizada. Es decir, México es un glorioso país de flojos.
¿Todo ello se me revolvió hace poco en el estómago como un pecado que debo expiar flexionando en tres series de doce bíceps, tríceps y trapecios?
Hace bastante poco tiempo, cuando me dedicaba a buscar hombres en una red social donde los homosexuales solitarios se encuentran, conocí a un maestro de educación física de primaria. Me llevaba unos siete años de diferencia. Lo cité en un lugar concurrido y público (plaza comercial). Debí imaginar que debido a “algo” él no se había mostrado en foto en nuestras conversaciones vía chat, cosa que nunca antes me había pasado por alto. Al conocerlo, noté el por qué de su ocultamiento: a pesar de su profesión, tenía un evidente sobrepeso que se le abultaba en el estómago. Apenas lo conocí, me dio las gracias por no haberlo cortado al instante. Algo habré contestado. ¿Un maestro de educación física de primaria gordo? Durante nuestro breve trato amistoso (pues nunca llegó a más), él nunca acusó de recibido su situación de obeso y educador del cuerpo físico. Siempre me pregunté, mas nunca externé mis preocupaciones, si alguien con ese trabajo y esas características no debía a) renunciar, o b) que lo despidieran. Pero México, aparte de ser un país de flojos, también es un país de burócratas, y es común ver en nuestras gloriosas escuelas a gordinflones dando lecciones de reactivación física.
Cuando niño, siempre me pregunté el porqué debíamos andar ahí, como saltarines, cocinándonos como huevos bajo el implacable sol del trópico, tres horas por semana. A pesar de mi bajo y poco desempeño, educación física fue una materia que nunca reprobé. Ya en la preparatoria, cuando una actividad paraescolar (es decir, diferente pero igual de importante a las otras actividades) es obligatoria, no me decanté ni por música ni por ajedrez. Me inscribí en básquetbol. Y de básquetbol apenas y sabía rebotar la pelota. Ya para esa edad, catorce años, había reducido un poco la gordura infantil. Me estaba “estirando”, pero aún guardaba un poco de esa grasa hogareña en el cuerpo, cosa evidente para uno que otro verdadero deportista en ese mi primer día de deporte. Corrí, salté y boté la pelota como lo pedía el entrenador, y terminaba más que extenuado. Con algunas que otras risitas burlonas (sin llegar nunca a bulling), completaba las rutinas, como si fuera yo a participar en un campeonato. Meses más tarde, casi de milagro o debido a la férrea disciplina con que tomé aquellas clases, me burlé de un altote brazoslargos vientreplano y logré una canasta de dos puntos, cosa recibida con sorpresa por algunos. Claro que, a pesar de esa pequeña gran victoria, nunca formé parte del equipo de básquetbol de la prepa. Ni yo lo hubiera querido. Este pequeño lapsus en mi historial personal deportiva se interrumpió por largos años debido a una mudanza. Dejé de vivir en la frontera sur, en esa colonia encallada en la selva maya, para habitar con mi familia en una ciudad de marcada herencia latina del centro del país. Atravesando por los años difíciles de la pubertad y el desarraigo (más bien, pubertad y cambio suelo materno: doble desarraigo), mandé los deportes al carajo. En parte por vergüenza, por miedo ante mis nuevos ciudadanos. En esa nueva preparatoria hice el tonto durante la clase de deportes, y como todo aquí, no la reprobé.
Me gradué de la prepa y me fui a estudiar la universidad a Xalapa, ciudad en la que existen algunos oasis culturales y deportivos. Digo oasis, porque en sí, Xalapa es como cualquier otra ciudad de México. Pero durante esos años de formación profesional no aproveché muchos de lo que la universidad del estado ofrecía para sus alumnos, salvo la biblioteca. Ya en último semestre y animado por Raymundo, un joven de admirable talente deportivo, excepción al común denominador mexicano, me inscribí en la alberca olímpica del campus. No me importó sacrificar y saltarme algunas clases. Me compré mi ajustado bañador Arena, mi toallas y mis goggles. Y pese a mi pudor, dejé que un médico revisará mis partes pudendas en busca de hongos infecciosos; trámite requerido para poderse zambullir en la alberca. En los dos meses que asistí, logré pasar de 200 metros a 500. Pero llegó el invierno, y morirse de frío en unas instalaciones a la intemperie pudo más que el rigor. A mi amigo Raymundo no lo arredraban los cambios de clima. Experimenté un cambio, un leve ajuste de tuercas en el cuerpo, mas nada significativo. Me gradué y no he vuelto a nadar. El equipo descansa como momia egipcia junto a mi uniforme de básquet de la preparatoria.
También, durante la universidad, intenté correr. Y fue Raymundo quien me animó a salir al exterior. Vivía cerca de un parque que antes fuera huerto de frailes. Es de forma circular, y bastante amplio, con una anillo asfaltado en el radio exterior por el que sólo andan personas y bicicletas. Allí bajamos por un tiempo por las mañanas. Resulté ser un fiasco para el atletismo. Me costaba transportar, a una velocidad media sostenida, el exceso de kilos acumulados en mis nalgas. Raymundo, corredor experimentado, debía hacer bastantes pausas para esperarme, cada vez que sentía esa opresión en el pecho que deben sentir los asmáticos. Decidí ya no bajar a correr, y más tarde probé con la natación. Descubrí que, como las focas, me era más fácil moverme en el agua.
Después, y ya trabajando como ingeniero, mi único ejercicio consistió en recorrer las cuestas y empinadas calles de Xalapa, donde me quedé después de la graduación. Y aunque no cuidaba una alimentación rigurosa, y fueran muchas mis horas-nalga sobre la silla de proyectista de mi oficina, nunca sobrepasé mi peso saludable. Mi problema, más que de peso, ha sido de condición y resistencia.
Había sido, corrijo, porque ya casi por mis treintas, siento que mi estómago se ha vuelto perezoso. ¡Uno más! Y, consumiendo las mismas calorías, este se toma más del tiempo debido en desalojar. Tragedia griega. Arde Troya. Cae el rey de Francia.
Por lo que, hace poco y tímidamente, estrené unos tenis Court blancos, muy monos, y con ellos, a tempranas horas y acompañado por el noticiero de Carmen Aristegui en mi iPod, salí a caminar. Inicié caminando el perímetro del fraccionamientos. Unos tres kilómetros aproximadamente. A paso lento pero continuado, comencé con un conteo inicial de 3500 pasos y llegué a unos 6600, con casi cinco kilómetros los últimos días. Pensé que sólo así el estómago despertaría, que los músculos estaban trabajando. Llegaba a casa cansado, pero nunca como ahora. Aparte de un acto sexual frenético y bien practicado, el ejercicio físico en un gimnasio también sirve para tener conciencia de algunos músculos. ¿Qué es eso que siento en el pecho cuando alzo los brazos? ¿Dónde habían estado?
Me desperté temprano y me bañé. Me borré el casete de todos y cada uno de mis pretextos y dije: “mueve tu puto culo al gym”.
En suma, esta no es un “de qué hablo cuando hablo del work out”, sino la crónica previa a los días que vienen, encerrado en un gimnasio.
Comentarios
danyfernandomendiola en hotmail para que hablemos y que me des unos consejitos