Déficit
Tengo la manía de registrar los títulos de los libros que voy leyendo, cada año, en una hoja de Excel. En el año 2000 (a mis dieciséis), viviendo ya en una nueva ciudad que llegué a aborrecer, comencé a leer gracias a las tareas de literatura de la preparatoria. Hasta el día de hoy, llevo contabilizados 253 títulos diferentes. Predominan las novelas traducidas del inglés, pocos cuentarios, algunos que otros libros de ensayos, y ningún poemario, aunque sí he leído poemas sueltos. Los autores clásicos no predominan, y de la lengua española, sólo Cervantes y Quevedo aparecen con una obra (de narrativa). Es decir, arrastro un déficit de lecturas.
Para el ciudadano de a pie, que lee ocasionalmente la Biblia o García Márquez o libros del narco, no interesa demasiado cuántos libros ha leído y desde cuándo. Para un escritor lo es todo. Mea culpa. No he leído lo suficiente, ni he leído suficientes clásicos, y pese a todo, me atreví a reseñar un libro de cuentos (acá). Según las estadísticas, el año 2004 supone un punto de inflexión en la gráfica. Desde ese año remonté a un promedio sostenido de la cantidad de libros leídos, para llegar a un máximo de 51 en el 2010. Dejo la estadística por un lado.
El registro me ha ayudado a llevar un control sobre qué libros leo, cuáles de ellos son prestados, y ver en el año si voy atrasado o llevo buen ritmo. Desde luego que no dice nada sobre la comprensión, un tema que no voy a tratar. Es posible que de tanto raspar las letras impresas con los ojos, una embarrada de cada libro se me va quedando. IP dice que soy buen lector, aunque no siempre está de acuerdo conmigo. Ya he escrito aquí sobre mis deficiencias, y que, como no he asistido a ningún curso de literatura, soy sólo un buen lector, a secas, mas no un crítico.
En resumen, tengo un problema: nadie será nunca un buen escritor si no ha leídos los suficientes libros. ¿Cuánto es suficiente? Desde luego no lo son los 253 libros. Para mi edad, debería andar por el medio millar o más. Debería contar que en la infancia me refugiaba leyendo, que leía Las aventuras de Tarzán y las novelas de Salgari, y que a mis diez años mis padres me regalaron tal libro (uno de García Márquez, tal vez), y que cuando cumplí catorce (adolescente), era un ávido conocedor de todo Stephen King (la etapa rebelde), y que en mis veintes, ya había conocido a otros del boom latinoamericano (Fuentes, Vargas Llosa), para, a mis veinticinco, haberme adentrado ya en las espesuras de la literatura clásica. Debería, pero sería mentir, porque nunca leí libro alguno hasta los dieciséis, y eso porque la profesora de literatura amedrentó a la clase: o leen el Cantar de mio Cid, o mueren.
En el año 2000 era yo un alumno obediente y aventajado. Compré mi ejemplar del Cantar de mio Cid y lo comencé en clase. Fue como tratar de leer griego. Repasé los primeros diez versos como cuatro veces, antes de avanzar. Conocía las palabras, desde luego. Las conocía por separado. No tenía necesidad de recurrir a ningún diccionario, pero simplemente no podía avanzar. Sin comprender, seguí leyendo después de varios intentos. Surgió, de dónde quién sabe, un ritmo, había cierto ritmo al ir leyendo cada verso. Un impulso cíclico que me llevó a consumir gran parte del poema, sin entender la mayoría, en una calurosa tarde bajo el árbol de mango de mi casa. Días después habría de terminarlo, y volverlo a leer otras tres veces. Y subrayarlo para la clase. El día del examen de literatura respondí casi todas las preguntas y obtuve una calificación favorable. Así también con el segundo y tercer libro que leí en clase, Aura y Pedro Páramo. Fue mi puerta de entrada a los libros, a los libros que se leen, que carecen de fotografías y dibujitos. Es decir, fui un lector bastante tardío, y siempre me he preguntado qué sería de mí de haber estudiado en una preparatoria pública.
Sin embargo, no crecí alejado de los libros. Durante mi infancia, en un pueblo fronterizo de Quintana Roo, me gustaba refugiarme en la biblioteca. Hojeaba revistas de divulgación científica y sacaba tomos de las enciclopedias, para ver sus ilustraciones y leer los pies de foto. En casa también hubieron libros: best-sellers y enciclopedias. Me gustaba hojear las enciclopedias. Solía robarme algo de información y generar una idea loca a la que le daba vueltas por varios meses. Pero no más. Mi familia no lee ni le interesa la literatura, y como buen hijo católico de clase baja, tuve a las liturgias de la televisión abierta y la Iglesia como educadoras sentimentales. ¿Podía haber crecido, hasta ahora, ignorando en absoluto a la literatura?
El impulso por escribir fue anterior a la literatura, mas no a los libros. Tenía una máquina de escribir mecánica marca Olivetti, y en ella transcribí varios libros de la biblioteca que no podía robar. Y también escribía historias, inspiradas por la información que me proporcionaron ciertos libros sobre el espacio exterior, alimentándome también del cine, las series de televisión, y fue de ellas de dónde saqué, quiero pensar, el sustrato narrativo. Pero el cine y la televisión, por mucha calidad que puedan tener, no operan de igual forma ni dañan lo suficiente las capas más profundas del ser humano. Y uno puede pasarse toda la vida viendo las mejores películas, sin leer buenos libros, y sólo las calificará superficialmente, como entenderá superficialmente su propia vida y circunstancia. Supongo, entonces, que fue un paso natural, que los libros, tarde o temprano, eran mi destino. Pero yo creo que fue un destino que llegó demasiado tarde, aunque Aura y Pedro Páramo y el Cantar de mio Cid sean buenos libros.
Después de la preparatoria me perdí irremediablemente leyendo best-sellers. Aunque me tardara leyendo tres meses una novela de King, a pesar de que era una actividad diaria (un par de horas, por la noche, después de hacer las tareas), nunca dejé de hacerlo. Leía por placer, y por curiosidad intelectual, me acerqué a los clásicos tímidamente.
A la par de ir escribiendo cuentos e intentos de novelas, traté de remendar el déficit. Pero solo ahora que creía tener un buen puñados de cuentos que podía mandar a una editorial bajo el título de P*******, y digo creía, porque tuve la fortuna de que un buen escritor y crítico me leyera uno de ellos, sólo ahora, que reviso las estadísticas, veo con pesar que no es suficiente. Arrastro un estúpido déficit de lecturas y veo que perdí, todos estos años, el tiempo en cosas estúpidas, como tratar de ser ingeniero, por ejemplo.
De leer 50 libros al año, en diez años, sumaré apenas 500 libros leídos, es decir, de aquí a mis treinta y ocho. Otros, más afortunados que yo, que leyeron casi desde siempre, me llevarán una ventaja de mil libros. Aunque no se trate sólo de cantidad, sino de comprensión. Tendré que abocarme a esto último, y dejar para demasiado después a otros autores, como Salgari, a quien nunca tuve la suerte de conocer.
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