Confesiones de un maricón lector, III

Fue apenas hace unos días cuando, lanza en mano, me abrí paso entre la espesa, sofocante y húmeda vegetación de una isla del pacífico siguiendo los pasos de unos twinks náufragos. Pero antes, había sufrido horas de angustia encerrado en una mazmorra oscura a punto de ser finado por un péndulo que me partiría en dos, mientras casi al mismo tiempo seguía los vericuetos de dos inteligencias extraordinarias tratando de desmadejar casos policíacos. Por si no fuera suficiente, apenas había dejado de departir en chozas humildes de mujiks apestosos a vodka mientras estos padecían las reformas liberales del zar: la mayoría preferían ser sirvientes que campesinos libres ahorcados por los impuestos. ¿Demasiado trágico? No, porque antes un tal Alexander Portnoy me confiaba todos sus aventuras sexuales, desde que aprendió a masturbarse en su tierna adolescencia hasta sus correrías con cuarentonas que conocía en cualquier calle o bar de Manhattan, para acabar humillado por una hembra israelita, en plena Tierra Santa. Así mismo, yo también, como el buen Portnoy, daré aquí parte de lo que he ido leyendo en lo que va del año.
Inicié el año con un cómic. ¿La literatura gráfica, antes comics, es también literatura? A saber qué piensan los puristas, pero por vez primera saldé cuentas con un género que, al menso en este caso, si debe considerarse como tal: El Eternauta, escrito por Oesterheld y dibujado por Solano López, quien murió hoy 12 de agosto en un hospital bonaerense; días pasados había sufrido un derrame cerebral. Por momentos el cómic parece hablar más de una represión, que de una invasión. Tiene la historia algunos puntos en común con Guerra de los mundos, novela seminal, de H.G. Wells, y con El fin de la infancia, de Arthur C. Clarke. Curioso que case tan bien una historia de sci-fi en un país latino, tan dado al realismo mágico y el folklorismo más recalcitrante. Y para no desentonar el buen sabor de boca, me seguí con otros autores ya conocidos, Bradbury, con El hombre ilustrado, y Christopher Priest, con El glamour. Casi todos los cuentos del ya clásico libros de Bradbury son verdaderas joyas. Lo encontré en mi librería de viejo porteña de confianza, en una edición de Minotauro de 1979.
Pero apenas terminaron mis vacaciones lectoras con la ciencia ficción, di inicio a un breve pero significativo tour por la narrativa estadounidense de los siglos XIX y XX. El año pasado decidí que me alejaría de los autores mexicanos como de la peste, a menos que alguien me los recomendara. Ya de por sí me declaro fan de tres nombres portentosos: Thomas Pynchon, Philip Roth y Cormac McCarthy. Los tres aún vivos y merecedores del Nobel. Los tres diferentes, herederos de escuelas diferentes y escuelas diferentes por sí mismos. Pero era tiempo ya de adentrarme en otras narrativas gringas. Gracias a IP, conocí a John Cheever. Bullet Park fue una sorpresa. Encontré en ella a una lírica inusitada. Sin ser demasiado descriptiva, Cheever era tal vez el más elegante prosista del inglés norteamericano. Una elegancia que atraviesa la traducción. A Cheever (como a Roth y Updike y Bellow y tal vez Spanbauer, autores de los que iré hablando), le interesa las relaciones humanas. Los expone, abre sus heridas y da cuentas de sus contradicciones. Espero que, con un poco de suerte, lea sus otras novelas. Se le conoce también como un fino cuentista.
Después de Cheever cayó en mis manos La costa de los mosquitos, de Paul Theroux. Novela best seller que yo renombraría como “La patraña del patriarca”: un padre de una familia de campesinos arrastra a su prole a una aventura a las costas de Nicaragua y Honduras, para fundar una comuna. No una odisea, en su sentido homérico, pero sí una aventura, que se entiende rápidamente como un crítica irónica hacia el american way of life. Se abren paso río arriba hasta habitar un lugar entre indígenas. El padre engaña, roba y mata, y no hay en la narración, que cuenta con muchas frases de antología, un personaje de contraste. Ninguno de sus hijos ni la mujer del protagonista crecen ni maduran a pesar de las adversidades. Theroux se detiene y centra demasiado en su héroe, Allie Fox, y olvida a sus otros personaje, incluido el narrador, hijo del patriarca. Por momentos, la novela me resultó pesada. Será porque sé detectar lo comercial, y por ello me volqué sin dudarlo por ¡Absolón, Absalón! de William Faulkner.
Sólo a un loco, o un desempleado, se le ocurría tal cosa. No, estaba empleado. Era abril y ya nos apretaba el calor en este trópico cuando me adentré en sus páginas. Poco me atrevería a decir sobre la prosa, forma y estilo de Faulkner, que utiliza para contarnos una morbosa saga familiar, que, bien leída, podría parecer sencilla, pero que, dada su estructura, era necesaria teniendo en cuenta a la comunidad hermética y conservadora como la que retrata. Caudalosa y serpenteante como los ríos que atraviesan el condado de Yoknapatawpha, Misisipi, cuya estructura es más difícil de romper que una partícula subatómica. Sólo me queda decir que leyendo a Faulkner leí a Bolaño, Fuentes, Rulfo, McCarthy, Morrison, Eugenides, Sada, Arenas, García Márquez, Carpentier, Donoso y Vargas Llosa. Me esperan otras novelas de él, por supuesto.
Tal vez por ello, o pese a ello, Paul Auster, con su Ciudad de Cristal, me hizo bostezar horrores. Mal consejo es creerse las recomendaciones, y más cuando estas rayan en lo ridículo. Por ejemplo, de Faulkner sabía que era un must to read, pero también que conllevaba un grado de dificultad, como Joyce y Proust. Pero cuando el aplauso es unánime, es que algo anda mal. Pues sí, suscribo junto a Vargas Llosa que Auster es un best seller, una lectura ingrávida. Que emociona a los adolescentes y secretarias. Pero, por fortuna, Updike le entró al quite y me quitó el mal sabor de boca. Ya he contado acá que Corre, Conejo, es la primera parte de su saga protagonizada por Harry ‘Rabbit’ Angstrom y que yo me corría mientras Harry corría, corría para huir.
Pero un alto en el camino, a veces, es necesario. Dejé mi plan de lecturas gringas para leer, en compensación, un poco de novelas latinoamericanas. Díaz, Donoso, Vargas Llosa y Piglia.


Vineta_Eternauta_escrita_Hector_German_Oesterheld_dibujos_Francisco_Solano_Lopez El Eternauta

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