La herencia
Lo más morboso que puedo y me gusta hacer en las redes sociales es husmear en las fotografías de mis amigos. Excluyo a los amigos, o followers, de Twitter, que no permite compartir ni crear álbumes fotográficos con tanta facilidad. Hoy lo he vuelto a hacer. Encorvado sobre la laptop, contemplé alelado las fotografías que ha compartido en Facebook un escritor inédito premiado a nivel nacional. Me gusta sobre todo ver fotos de libros y libreros. No siempre es posible, pero me gusta más cuando puedo leer los lomos de los libros. Es lo más impúdico y exhibicionista que puede hacer alguien: mostrar su biblioteca personal. Da pie a más de una conjetura, hipótesis, teoría. Yo solo contemplo.
También meto mis narices en bibliotecas personales. Le hice más de una vez en casa de IP. Los primeros días de cuando nos conocimos, aunque nos urgían otras cosas, apenas él bajaba a la cocina o platicaba con sus amigos, yo me acercaba a la pila de libros amontonados en el piso. Nuevos, viejos, pasta blanda, pasta dura, de Tusquets, de Anagrama, de Alfaguara y lo que fuera. Me gustaba ir moviendo, con suma discreción, uno y otro libro. Cuando lo conocí, hace cinco años, sentía ya una afición por los libros, pero desconocía la literatura. Leía best sellers (Stephen King e Isaac Asimov). Los autores clásicos resonaban en mis oídos, y nada más. Ya escribía cuentos, y se los daba a leer a IP, quien los destrozaba sin piedad, con sus garras. Me oprimía la desazón y el desconcierto porque IP, en nuestras pláticas, hablaba de esta y esa otra novela, de este Fulano y ese otro Zutano autor. Tal era el brillo en su mirada, de excitación, que me sentía estúpido al llegar a mi casa y mi magra biblioteca de diez u once o doce libros. Entonces, pragmático de tan ingeniero, buscaba en la Wikipedia qué autores de la literatura universal debía leer. Hice una lista que, por Dios, no voy a repetir aquí. Pero de esa lista fui comprando unos libros, tantos como mi quincena de dibujante me lo permitía. También me oprimía la desazón y el desconcierto al leer las revistas de intelectuales, que todavía suelo comprar: Nexos, Letras Libres. Buscaba en ellas las reseñas de libros, los perfiles de autores, las notas, en fin, cualquier texto que fuera sobre literatura. Comencé a escuchar nombres, nombres, nombres que no me enseñaron en mis clases de preparatoria, ni mucho menos en mi carrera universitaria.
Mi relación de autor-crítico que mantuve con IP se ha extendido hasta nuestros días y, en ese tiempo, he leído lo que me ha recomendando, más lo que he descubierto por mí mismo. De las revistas me he enterado de novedades, y de IP aprendí a comprar a las librerías. Solía más bien comprar mis novelitas del señor King en los pasajes comerciales, y ciertas obras clásicas editadas estas por casas editoriales de dudosa calidad. Y yo seguí, entre que fingía trabajar en una empresa de proyectos y estudiar algo parecido al inglés en una academia, escribiendo mis cuentos. Mientras pasaba el tiempo sentía en mi fuero interno que no crecía como tal, es decir, como autor. IP destrozaba mis escritos sin piedad, y yo me tiraba a mi cama con mi cara larga. Comencé a leer novelas clásicas, que según todos debemos leer; las alternaba con los premios Nobel y con mi afición, que no he abandonado aún, por lo sci-fi. ¿Qué me hacía falta, me preguntaba, pues? Confiaba en IP no solo porque estudiara letras, si no porque sé reconocer una inteligencia. Me hubiera gustado conocerlo desde antes, cuando estudiaba mi carrera de ingenierito. Pero parece que fue necesario terminar con esa etapa para establecer un claro inicio, un reborn, con él como mi partera.
Claro, me hacía falta dejar de trabajar. Un día me presenté en la oficina y le dije a mi jefa adiós. Terminé mis pendientes, recibí mi último pago, y regresé a casa de mis padres, para recluirme en mi cuarto, donde ya se iba acumulando más y mejores libros. No es que me regresara si mayor trámite. No renuncié tan fácil. El pretexto fue que iría a estudiar una maestría, algo que ya he relatado acá. Estuve de vacaciones los meses que me la pasé estudiando para los exámenes, hasta que, después de no ser aceptado, regresé a mi antiguo trabajo. Aproveché el tiempo para leer sendas novelas (recuerdo La región más transparente, una lectura complicadísima, aunque fascinante; no entendí gran cosa, pero yo seguí leyendo hasta terminar). También escribí algunos cuentos y una novela. Cuando terminé tres capítulos de la novela se lo envíe a IP y me los regresó (¡apenas el primero!) destrozados. Tragedia griega, oh sí. Nunca me he sentido el mejor en mi profesión, y no crecía como escritor. Leía con más pasión, pero sentía que me iba hundiendo en un pozo. Una vez restablecido en mi trabajo, la rutina de antes volvió. Iba a trabajar, de lunes a sábados. Leí, escribí cuanto pude; los domingos con mis papás y compraba algunos libros y así pasó otro año.
¿Qué me hacía falta? Descubrí que con o sin tiempo libre el resultado era el mismo. Desastroso. Claro, debo pedir una beca, me dije. Encontré las becas de la Fundación para las Letras Mexicanas, y la del FONCA. Encontré que ya habían cerrado ambas convocatorias. Más o menos por julio y agosto. Quise sobre todo la de la Fundación, pero solicitaban una muestra de mi trabajo, algo sustancioso. Y cuando volteé a ver mi trabajo, supe en el fondo que no era más que basura, algunos de esos cuentos divertimentos, y aunque me decía que eran lo máximo, decidí que un año más tendría algo que mandar. El FONCA también pide una antigüedad, haber hecho ya una carrera, aunque sea mínima; es decir, haber publicado. Y en ese tiempo no había publicado excepto mi blog, este blog. Según IP yo no contaba con nada publicable. Que estaba aún verde, gateando. Me dije: será para el próximo año, y ya tendré algo por ahí publicado. Pasó un año, y otro año y otro y nunca pedí una beca, ni para el FONCA (porque no he publicado nada, salvo en este blog), ni para la Fundación, porque no he podido concretar un proyecto: ni de cuentos de ni de novela.
¿Qué me hacía falta, pues? Mi biblioteca ya se contaba por cientos de libros. Aparecían en el catálogo nombres como los de John Kennedy Toole, Truman Capote, Tom Sharpe, Philip Roth, Albert Camus, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Sándor Marai, Cormarc McCarthy, Stanislaw Lem, Leo Perutz, Javier Marías, Roberto Bolaño y un larguísimo etcétera, más los clásicos de ayer y hoy: Flaubert, Balzac, Cervantes, Conrad, Gogol, Maupassant. Había leído buena parte de ellos, y dejado de hacer ciertas manías, como leer con música. También, en cuanto al oficio, había, por vez primera, reescrito varios cuentos. IP solía reprocharme esos descuidos, de no revisar mis textos. Pues, comencé a revisarlos. A reescribirlos. Desde cero.
¿Pero qué me hacía falta? Por supuesto que entrar a una escuela de escritores. Así me lo hizo saber IP por chat:
-Carajo, vives en una ciudad como Xalapa. Puedes ir a preguntar por talleres a la Facultad de Letras, o entrar a estudiar.
Le contesté que no tenía tiempo para estudiar otra carrea, ni dinero, y que mi papá ni loco me iba a pagar por esa carrera ¿Letras, tú? Así que busqué talleres literarios en Xalapa. Encontré en internet a la escuela Sergio Galindo, pero ya estaba cerrada ese año (2008), y la escuela de la SOGEM de Irving Ramírez, un escritor que dice haber quedado finalista del premio Herralde de Novela, aunque en los históricos del premio no aparece su nombre. Dado que encontré su mail, lo agregué al chat, y sostuvimos una breve conversación para citarnos al otro día en su escuela. Yo estaba en la oficina y antes de irme le dije a mi jefa que después de la comida llegaría un poco más tarde. Asistí a la cita. Entré a un salón lleno de señoras y señoritas. Lo encontré sentado al fondo con una gabardina negra; eran esos gélidos días xalapeños de otoño. Me preguntó “qué escribes”. Le dije que cuentos, y prosa. Me dijo que con él podía aprender a escribir novelas, guiones de cine, de televisión, teatro, ensayo, enciclopedias y poesía. Le dije que bueno, pero que solo me interesaba la prosa. Me dijo que en enero próximo (estábamos, tal vez, en septiembre) podría entrar al otro curso. Dejé mis datos con su mozo y yo me fui a la oficina a fingir que dibujaba un proyecto, mientras en mi mente se vislumbraba ya por fin una luz. ¡Entraría a un taller!
Pero antes de enero compraba ya Replicante, otra revista que descubrí junto a La Tempestad y Cuaderno Salmón. Revistas que contenían más sobre literatura y autores y libros. Encontré una nota sobre el narco en el Veracruz Puerto, tan de moda. La leí, y me desconcertó su estilo fragmentado y nada lineal. Lo firmaba Fernanda Melchor. Me emocionó la posibilidad de conocer a la autora. Tenía su correo, pero antes de escribirle nada, pragmático de tan ingeniero, investigué en la red. Ganadora del primer virtuality literario Caza de letras. Bien, me dije, conozcámosla. Contestó muy amablemente a mi correo. En él le preguntaba por el señor Ramírez, y si me recomendaba su taller: ni loca, contestó. Después que la conocía en un café porteño, le creí. Nunca fui a la escuela de escritores de Irving Ramírez.
Corría el inicio del año 2009, tenía veinticinco, y leía Guerra y paz. Estaba otra vez en casa de mis padres desempleado, esperando entrar a una petrolera (cosa que no me emocionaba). Nunca entré a ninguna petrolera durante esos seis meses que estuve esperando la llamada de un tío petrolero, “bien relacionado.” Consumí el tiempo leyendo buena parte de los libros que había comprado en Xalapa como en barata. ¡Cuánto, cuánto era lo que desconocía! Estaba por demás excitado. Recordé mi niñez, alejado de los libros como si estos fueran Testigos de Jehová. Recordé que nadie lee en mi familia y que no tengo pariente con el que comparta el gusto. Nunca mis padres me lo inculcaron, ni puedo decir que tal libro era el favorito de mi madre. Nací y crecí viendo televisión. Si había tardes en las que otros escritores de niños leían, yo veía televisión, jugaba videojuegos y andaba en bicicleta. Recordé que en mi familia todos son obreros, y que una generación atrás todos fueron campesinos, y más atrás, comerciantes y campesinos. Me sentí como el loco de la familia que compra libros, y lee. Y para desgracias, leí en una revista que Javier Marías heredó una inmensa biblioteca y que Borges también. Admiraba a ambos. ¿Debí leer desde niño y tener una biblioteca?
Sin embargo en casa sí hubo libros: best seller setenteros además de enciclopedias Grolier, compradas en la era preWiki (uno de los libros se titula Anecdotario de una vida inútil pero divertida, por Fulana de Tal; a los diecisiete años me propuse leerlo, pero lo dejé). Hojeaba las enciclopedias, sobre todo si habían fotos e ilustraciones. Nunca vi a nadie, ni a mis padres ni a mis otros parientes con un libro en la mano, a menos que fuera un recetario. Acepté entonces, con pesar, que me faltaba una herencia. Que estaba huérfano de algo. Contaba con IP, mi único amigo/consejero/gurú, pero nadie en casa. No acepté, hasta tiempo después, que eso, en parte, era una ventaja: la absoluta libertad para escribir sobre lo que me viniera en gana.
Ese mismo año, gracias a una serie de epístolas autobiográficas que le escribí a IP (algunas bastante largas), cierta noche me mandó un mensaje a mi celular diciéndome ‘haz encontrado tu camino’, ‘veo al verdadero escritor que tienes dentro’ y me mandaba felicitar. Por supuesto, no entendí, y me tiré a mi cama con mi cara larga. ¿Y mis ficciones qué, y mis cuentos que tanto trabajo me cuestan? Esas cartas son, aún, impublicables tal como están. Él me dijo que a pesar de varios errores, en ellas había encontrado mi voz. No lo acepté. ¿Qué haría con esas cartas? Nada, porque no cierran un arco narrativo, porque en ellas conté cosas personales, desarticuladas, y las escribí sin propósitos publicables. Me hace falta heredar una biblioteca, me dije; no enciclopedias, ni libritos chochos. Pero eso no sucederá jamás. Ahora la cosa no ha cambiado. Sigo inédito (salvo una crónica en Replicante, acá). Sigo sin postular para una beca porque aún tengo ningún proyecto. Todavía me preguntó qué es lo que me falta. Y me pregunto cómo es que otros, como Daniel Krauze, a pesar de ser quien es, es un narrador gris y aburrido que ha publicado dos libros.
Coda
Hace unos días viajé a Martínez de la Torre, donde nacieron mis padres y donde vive la mayoría de mi parentela; ciudad azotada por el narcotráfico. Un tío político originario del DF, de familia burguesa (auténtica familia burguesa), heredó buena parte de los muebles que había en casa de sus padres, finados hace poco. No sólo muebles antiguos, de maderas finas trabajadas por ebanistas, sino también cuadros, lámparas, candelabros, y una biblioteca de casi quince mil libros. Estaba en casa de mi tío el burgués, apretados todos por tanta cosa apilada, platicando. Acomodada dentro de costales, sobre el piso de la sala, una inmensa biblioteca heredada. Apenas y pude husmear, pobre de mí. Libros del siglo XIX, libros de principios del XX, libros de mediados. Libros de series policíacas de un autor francés del 1900. Libros, miles de libros, prietos de tan viejos, que mi tío heredó de su abuelo y de su papá, y que espera acomodar en el piso de arriba en lo que terminaran las reformas de la casa. Reformas necesarias para acomodar tanto mueble heredado.
Nunca he platicado con él. Desconozco sus gustos lectores. Creo no tan amplios, ni hemos tenido tal confianza como para yo averiguarlo. En un señor un poco orgulloso y no se dedica a nada creativo. Ni tampoco le he visto leer. No sé cuál será la suerte futura de tal tesoro. Conjeturo que, o la basura o el fuego.
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