Días de feria
Si recorriera con la mirada los lomos de los libros que he ido acumulando desde hace nueve años (desde los dieciocho años, cuando leer se convirtió en una necesidad cada vez más apremiante), recordaría, de un universo de 450 libros (±10), en dónde, cómo y bajo qué condiciones fueron adquiridos. Y si, además de reconocerlos, uno a uno, me decidiera a bajar uno de ellos del librero y viera la fecha de compra que le estampo a cada uno, recordaría más detalles de su adquisición (clima, hora, temperatura ambiental y estado anímico). Pero hay unos libros en especial que no quisiera ver: los que he comprado en las ferias del libro universitario.
Si algo bueno tenía vivir en Xalapa (dejando a un lado la soledad, la falta de sexo, el bajo salario, el poco tiempo para escribir y/o leer), era que por lo menos, una vez al año, durante una semana, podía darme el lujo de malgastar el resto de mi quincena en más de un libro. Ir a la feria se convirtió en una costumbre, también vital, desde que era yo uno de esos estudiantes hambrientos y amodorrados, ansiosos de sexo desenfrenado, como lo son todos y cada uno de los estudiantes universitarios.
Estábamos Ray, Dione, Juan y otros esperando la llegada de un profesor (catedrático, dirían algunos), cuando fue Dione quien propuso que atravesáramos medio campus para entrar a los dominios de la Unidad deportiva y bibliotecaria (cultiva tu mente, cultiva tu espíritu, pues), que constituía un, por lo regular, placentero recorrido por jardineras, pisos de piedra brasa, y las sombras de largos tallos de viejos encinos. Apenas entramos a la nave que aloja a los Halcones, vi un inmenso mar de cubículos y stands promocionando casas editoriales. Mis gustos, por aquella época, eran reducidos, por lo que salí de allí, más pobre aún, con un libro de cuentos de Isaac Asimov y una novela de Stephen King, además de un libro de Resistencia de materiales, que no he vuelto a tocar. Las lecturas King y Asimov esperaban ser devoradas, tendido en la cama, casi a media noche, en mi departamento de estudiante, después de haber hecho alguna tarea espantosa. Dione salió, lo recuerdo, con una biografía (¡otra más!) sobre Albert Einstein (años después descubriría que su devoción por el físico no era ciega ni gratuita). Al año siguiente, saldría de la feria con otros libros de King (mis gustos seguían siendo bastante reducidos).
Para cuando me gradué, ya era mi tercera feria, y ya tenía mi primer trabajo como auditor en una empresa que trabajaba para el máximo órgano auditor del gobierno estatal. Fue como a mediados del año. Era bueno el salario (que nunca, desde entonces, he llegado a tener). Recuerdo no haber ido a la feria. No recuerdo que no me haya importado, pero después habré de gastar casi la mitad de mi último sueldo cuando el trabajo se terminó y yo tuve que regresar a casa de mis padres. Con la tesis de titulación retomada, haría varios viajes a Xalapa, en los que aprovechaba para ir comprando libros.
A mediados de 2007, y ya con una titulación en la mano (y contando con un panorama literario mucho más amplio gracias a la intervención de IP), regresé a vivir a Xalapa porque tuve otro empleo. Rentaba un cuarto (mi penthouse) en una casa familiar. Para llegar a él debía entrar por la sala de estar, subir unas escaleras al piso de los dormitorios y luego salir para seguir subiendo hasta llegar a la azotea. Allí, en un reducido espacio, logré instalar una computadora de escritorio nueva (en la que ‘escribiría mis cuentos’) y los libros que ya se irían acumulando. Prometí que ahorraría para la feria, pero llegada la feria nada más conté con un reducido extra, aparte de mis gastos quincenales (comida, transporte, cine). Despilfarré tanto en libros (Bradbury, Alfonso Reyes, Borges, Burroughs, Velasco, Anderson) que me vi en la necesidad de pedir un préstamo a mi jefa. Y me prometí que para el próximo año ahorraría.
Curiosamente, dejé ese trabajo, so pretexto de ingresar a una maestría en la UNAM. Otra vez en casa de mis padres, estudié para los susodichos exámenes, pero no ingresé, y a mediados de 2008, retorné a Xalapa a mi antiguo empleo. Y me prometí que ahorraría para la feria.
Pero el Gobierno Federal no quiso que yo ahorrara lo suficiente para la próxima feria del libro. Dado que declaraba impuestos, los nuevos cargos impositivos que se inventaron en la secretaría de hacienda provocaron que el desembolse mensual aumentara. ¡Casi mil pesos en impuestos! Mi sueldo no podía estar más raquítico. Incluso me vi en la necesidad de dejar de comprar mi ración de revistas (una de cine, y otra de interés general). Por lo que, el día de la feria, acudí con apenas un extra y el dinero suficiente para mis gastos quincenales. Despilfarré tanto en libros (Ortuño, Auster, Balzac, Baricco, Aria, Ballard) que me vi en la necesidad de pedir un préstamo a mi jefa. Y me prometí que para el próximo año ahorraría.
En 2007 fue la primera vez que acudí a una presentación de libros, y la primera vez que pedí un autógrafo. Fue con Xavier Velasco. El hombre me embelesó con su labia, y sin haberlo leído antes, fui y compré la que debe ser de su mejor novela, Diablo Guardián. Meses después me arrepentiría, y me prometí que para la próxima vez pediría autógrafos de obras ya leídas. Así que en 2008 no quise perderme la oportunidad de un autógrafo de Antonio Ortuño. Ni la de Elmer Mendoza, aunque años después me arrepentiría de este último.
En 2009 el trabajo en ese lugar se acabó. Apenas empezando el año regresé a casa de mis padres. Sin dinero y trabajo, no era promisorio que hubiera otra feria del libro. Por lo menos en ese año. Pero tuve la suerte de regresar a Xalapa, a mediados, por otro empleo. Y regresé a mi penthouse, pero en un cuarto que la casera recién había mandado construir. Allí seguí acumulando libros, y escribía ocasionalmente, porque ese trabajo requería hacer viajes, y salir bastante tarde de la oficina. Escribí menos, pero me las arreglé para leer. Era buena la paga, y sin tener que pagar impuestos. Cada quincena salía de las librerías céntricas con un buen morral. Libros escogidos más por capricho que por algún detallado e inteligente plan de lecturas.
A pesar de mi buena quincena (según los parámetros de mis pagas anteriores), que yo acudiera un solo día a la feria (que ya había cambiado de sede, por quinta vez), lo vía más lejano. Mi jefa (quien resultaría ser, nada más y nada menos, que Dione), no me dejaba ni a sol ni a sombra. Debía estar acá, allá, hacer esto, lo otro, partir hasta tarde, llegar temprano, también los sábados. La fecha de la feria se acercaba, y la exasperación. Se presentaría Mario Bellatin, según vi en el programa. Por fortuna, pedí permiso para salir temprano ese día (y como lectora que alguna vez fue), Dione comprendió mi bibliofilia (sabiendo también de mis necedades de escribidor), y accedió. Pero llegué tarde, cuando Bellatin estaba por terminar, con IP esperándome cómodamente sentado. Por qué? ¡Una mala planeación! Yo, que laborar en una constructora y donde requería planear tiempos… En fin. Acudí a la presentación de Mario, y me llevé su autógrafo. También pude regresar un viernes, a la presentación que haría IP sobre un libro de ensayos. Creo que regresé más veces.
A inicios de 2010 renuncié al trabajo, y estuve prácticamente todo el año sin trabajar, y sin tener dinero. Pero, a pesar de la adversidad, también fui a la feria del libro. Recorrí, en un solo día, con IP, la misma sede, los mismos estantes, y las casi mismas editoriales… con cara de tristeza y fruición: extrañé el 2009, cuando pude gastar lo más que he gastado en un solo libro: $600.00 por Middlesex de Jeffrey Eugenides. No, era el 2010 y sin trabajo, con el milagro de estar en Xalapa. No gasté más que $70 pesos por dos libros en barata.
2011. Inicié el año con muchas expectativas de trabajo (y sin haber logrado publicar algún cuento en una revista). Para agosto, tendría, otra vez, el dinero suficiente para ir a la feria del libro universitario, como lo he hecho desde épocas anteriores, desde que era yo un estudiante andrajoso. Y así sería, de no ser porque la feria se adelantó en mayo, justo cuando no podía viajar, ni gastar, ni moverme, ni hacer otra cosa. Este año no tuve feria, lo único esperaba desde el año pasado. Después del desastroso paso de J. por mi vida (y todas las consecuencias posteriores), esperaba la feria. Esperaba proveerme de esos libros que únicamente puedo conseguir ahí, como los clásicos editados por la UNAM. Desde ahora no tengo mucho qué esperar, en este año en que todo me ha ido mal. Porque una feria no es sólo una feria, también es un lugar para ver. Yo solía ir, también, a ver, y buenas cosas se dejaban ver caminando por los pasillos. Una feria no es sólo una feria, también podía conocer a los autores que he leído, y pedir un autógrafo, como los músicos de garaje que matan por ver a sus ídolos. Tal vez, en lo que resta de meses, tenga dinero suficiente para despilfarrar en las librerías… con los mismos libros de siempre, y sus reducidos catálogos.
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