Tarde de tordos
Árboles cargados de pájaros
sostienen a pulso la tarde.
–Octavio Paz
Era abril, era un lunes y era tarde. Chillidos de aves que se arremolinan en las copas de los árboles. Boulevard desértico. Casa de la abuela paterna, la dejo. Pido un taxi colectivo. Me siento en la parte trasera y metros más adelante, más pasajeros. Sopor insoportable. Hedor de pieles húmedas enrarecen la atmósfera del automóvil. Los rastrojos de pelos, del sobaco de la mujer que va sentada a mi lado, me hacen cosquillas en mi hombro izquierdo: ella había alzado el brazo para alcanzarse una verruga de la espalda que le incordiaba.
Boulevard con topes, sin cantinas, sin putas, cosa más triste. El taxi colectivo se ha llenado de gente insulsa. La del sobaco pide bajar en la siguiente esquina. Me apeo y ella después y luego me acomodo de nuevo. Boulevard con muchas esquinas. Boulevard con puente y después, pasado el puente, más boulevard; pero no el mismo.
Veo el parque y pido la parada. Me apeo de nuevo. Por la mañana, día de descanso, había estado en casa de la abuela, la del otro lado del río. Allí desayuné. Ella café, yo huevos revueltos. A medio día sonó el teléfono: mi otra abuela, que me esperaba a comer. Me invadió un profundo pesar.
Corredor, frente a la casa, enorme. Macetas de barro azules, rojas, verdes. Macetas que simulan enormes tazas con sus orejas. Macetas como elefantes. Plantas. Hojas verdes. Macetas colgando del techo. Flores. Abejas. Mecedores de hierro tejidos. Vigas de madera apolilladas. Quietud. La abuela costurando. Ruido mecánico de una aguja ensamblando dos pares de tela. Ruido sordo del noticiero. Ella en la sala, yo en el corredor. Al colgar el teléfono me dejé caer en una mecedora. Cerré los ojos. Viento discreto. Roce de hojas contra hojas. Zumbido de abejas. Zumbido de agujas. Ronroneo de coches que se alejan, ronroneo que gatos que se acercan. Abro los ojos, y detrás de las greñas enredadas de hojas verdes, la amplia avenida, rodeada con sus altas palmeras importadas. Ellas me hablaron, cuando recién llegué a esta ciudad, de un lejano esplendor.
Mi abuela, la del desayuno, la de sus costuras, la de su casona solitaria, la madre de mi padre, abandonó sus diarios quehaceres para comunicarme un evangelio: que ya era tarde, que otra vez había sonado el teléfono, que era mi otra abuela; hasta había sonado mi teléfono celular. No transcribiré todas las sentencias. Recuerdos como si fueran de meses, años, siglos pasados, me asaltan al cruzar la calle. Me dirijo a la iglesia que parece una enorme carpa de circo con sus cascarones de concreto inclinados, ensuciados por los pájaros.
Bullicio de automóviles. Motores que ruguen. Cláxones como tambores. Chillidos de aves que se arremolinan en los cables del tendido eléctrico. Gente. Brazos que se juntan. Espaldas sudorosas. Manos que empujan. Roces de nalgas. Nalgas en mezclilla. Codos como proyectiles. Todos piden el paso, todos quieren llegar. Pájaros sobre nosotros. Pájaros negros chillando. Briza de sudor. Pitidos de coches furiosos. Más gente. Pisadas sobre los pisadas. Pisadas de botas, de mocasines, de zapatillas, de tacones. Dos esquinas adelante me detengo en una heladería infestada de gente. Pido, con ruegos, dos bolas de coco en un vaso grande con cuchara. Berridos de infantes: habían tirado sus barquillos de helado al piso. Consumo la mitad del vaso acodado en un recodo del changarro, junto a un congelador descompuesto. Después, clientela nueva me expulsa a la calle.
Ojos en el cielo. Manchones blancos de nubes. Puntos negros difuminados. Pájaros. Esos pájaros negros y sus chillidos. Pájaros como petardos. Tordos: ¿cómo se puede volar siendo tan miserable? Una mujer con sus tres mocosos me saltan al paso. Bajo a la calzada. Un poste de luz. Pierdo la cuchara. Tiro el resto del helado en un bote desfondado. Cruzo otra esquina. Y más pájaros chillando. Rayones negros cruzan las segundas plantas de los edificios. Reviso en mi teléfono la hora: cuatro y media. Siento una mano que me roza las nalgas. Cuidando no perder el equilibrio, equilibrio necesario para no salir expulsado hacia la avenida, volteo la mirada: un hombre octogenario leyendo el diario, dos niñas mellizas con sus muñecas, un adolescente de gafas escuchando música con sus audífonos, una puta de falda naranja recostada sobre el vitral de la panadería, dos monjas entrando a una tienda de cosméticos. Sigo andando por la calle, librando postes de luz, de teléfono, anuncios vergonzosos de partidos políticos, puestos ambulantes, empleados de banco ofreciendo el paraíso a crédito. Cuatro esquinas más doblo a la derecha, dos esquinas más a la izquierda, dos cuadras antes de llegar a la casa de mi otra abuela veo a lo lejos, ya un poco la calle despejada, un perro merodeando en la basura derrochada. Doblo en la próxima cuadra y Eolo me azota en la cara. Pide disculpas. Yo me asombro de verle, ¡tanto tiempo! Nos saludamos. Resumimos nuestras vidas después del bachillerato, de los últimos diez años, en tres cortas frases. Nos damos la mano como despedida y llego a la puerta, esta puerta a pie de la calle, de esta casa.
Esta casa no tiene corredor, ni patio al frente. Esta casa está al filo de la acera. Esta casa de ladrillos y concreto. Casa caliente como un horno. Toco el timbre. Una tía me abre. Ya era hora, me dice. Saludo, me lavo las manos y me siento en la mesa. Alguien enciende el televisor y sintoniza el noticiero de moda. La abuela llega.
¿Y tú por qué no me saludas?, me dice.
No la había visto.
Andaba allá en el patio el fondo podando mis plantas, dice.
Más plantas, pero otras, ensartadas en otras macetas, con otras flores, fecundadas por otras abejas. Veo el caldo de arroz, pollo, zanahorias y chayote. Le pregunto a mi abuela si tiene un limón. Va la cocina y regresa con la mitad de uno, cuando juzga, sentencia y dictamina:
Deberían bajarles el sueldo a todos los diputados.
Habían dado una nota en el noticiero sobre una nueva crisis económica a la que no puse atención.
Entonces la abuela, quien no me había preguntado sobre mi madre, relata, por enésima vez, de cuando compró un Caribe de agencia.
Iré por el álbum de fotos, dice y se adentra en su recámara.
Sigo comiendo. Una pieza de pollo ya había desaparecido cuando regresa con un enorme álbum, de fotografías que he visto y repasado hasta el cansancio, acompañadas con las mismas historias.
Por la mañana, al despertar, me había llegado un mensaje de texto a mi teléfono. Era mi madre. Me pedía que en la tarde fuera a la ciudad a comer con mi abuela. Ella había salido muy de mañana con mi padre. No dejaron dicho a dónde; pero, lo tengo seguro, hace tiempo que no la visita, como el tiempo que hace que nos fuimos a vivir con la abuela, a la casona; siempre quise vivir ahí, pasármela sentado en su corredor, rodeado de insectos y gatos, con la vista del boulevard. Mi madre no opuso resistencia.
Los folios del álbum, forrados con plástico transparente, se habían pegado por el calor. La abuela los separa y crujen y, por descuido senil, el plástico se desprende y resbalan algunas fotografías.
Me indica una fotografía con su dedo pecoso, adornado con tres anillos de oro, donde se ve un Caribe modelo setenta y algo. Después aparece la foto de una tía; noto que es quien me abrió la puerta, con el pelo largo y alaciado. Debajo de fotografías más fotografías. Algunas de mis tíos, de niños y niñas, de cuando su educación primaria. Me termino otra pieza de pollo. Le pregunto si no hay algo de tomar y me contesta déjame, ahorita te traigo.
Televisor encendido. Telenovela de las seis. Fotos sobre la mesa y la mitad de un limón exprimido. Debajo de un pequeño mantel tejido, sin haberme dado cuenta, más fotografías. Alargo un dedo y saco una. Fotografía truncada: mi madre en ella con un brazo menos. Mi abuela con un vaso de agua de fruta en una mano llega y la sorprendo con un rictus tras sus arrugas. Cariñosamente le veo y después observo la fotografía. Ella posa el vaso cerca de un florero y descubre las impresiones debajo del mantel. Otras tantas también truncadas, en algunas, gracias a un ojo clínico, advierto más amputaciones: de dedos, de piernas, de brazos, de pelo. Todas ellas en blanco y negro. El corte de una foto sugiere la forma de una embarcación pequeña en segundo plano, donde se dejan ver palmeras. Dónde es, pregunto, pero ella disimula atención a la telenovela.
Bebo el agua que me ha traído. Fluido verde, espeso, como el sopor del ambiente, sin hielos. El caldo, ya enfriado, adquiere consistencia a sebo. Apresuro a comer para evitar disgustos. Aún no ha preguntado por mi madre y dudo lo haga.
Acomodo de fotografías y folios y forro plástico, veo de reojo mientras acabo el caldo. Cuando termina, me ensaña más fotos: ella en el parque con una blusa tejida a rombos y una niña en brazos, la mayor. Todavía no estaba el kiosco, sólo una fuente, me recuerda. Más: ella en la avenida Revolución, con una comadre, comiendo bolillos; ella y mi abuelo en la rivera del río. Tampoco estaba el puente, teníamos que cruzar en lancha para ir al otro lado, me cuenta. Y en otras: su tercer hijo en el desfile de la Revolución, disfrazado con pantalón y camisa de manta, mostacho falso y empuñando un fusil de madera. Si en algunas aparece mi madre rápido cambia de folio.
Me termino el agua y la comida y ella cierra su álbum. Siento un pesar en el estómago. Veo que he manchado el plástico que cubre el mantel de la mesa. La abuela y su obsesión por cubrirlo todo. Le digo que me conmueve el sueño. Vete a la sala, en el sillón, ahí está fresco, ordena. La sala. Retratos de sus hijos la decoran. Disminuyo el volumen de la tele y me derrumbo, poco a poco, sin quererlo, perdiendo, al compás de un estremecimiento oculto, toda voluntad y me dejo cargar en brazos de una necesidad ajena: me duermo.
Picor en mi hombro izquierdo, como de pelos y un olor pútrido, de tabaco. Es un aliento, me digo, cuando una voz me regresa del mundo de los sueños. Apenas y reconozco la sala de estar. Escucho voces de niños que corren, sonidos de pisadas apresuradas y luego un grito de la abuela. Me incorporo en el sillón con pesar. Hay más gente, gente extraña. Luego, después del sonoro grito, una voz ronca, decidida, sentenciosa.
No es la televisión porque se la han llevado. Al igual que los retratos. Perece que mi abuela, estando dormido, ha hecho cambios en la sala. Me levanto y me voy al comedor, de donde proviene el griterío.
Otro estremecimiento extraño me recorre, me asalta, por la sangre; sangre que busca salir expulsada por los poros, que martillea en mi cabeza. Es lo que estoy viendo. Me doy la vuelta y el mundo gira. No, me digo. Me siento de nuevo. Me levanto. Pongo atención a las palabras: el de la voz ronca pide llevarse a la abuela, la reconozco porque la ha llamado por su nombre. Me levanto de nuevo para ir al comedor. Presión alta. Revolver de fluido gástrico. Pérdida de orientación. Me topo con una espalda ancha, cubierta por un uniforme militar: el portador de esa voz grave. Veo a la abuela, lanzando injurias, súplicas. El del uniforme voltea. Me mira de soslayo y sonríe. Me petrifico. Es él, ya lo había visto en las fotos, millones de fotos, en los libros de historia, su inconfundible barba, pero ahora negra, poblada, como en millones de fotos a blanco y negro, con micrófonos, con un habano en los labios. No. No. La sangre golpea hacia afuera. Necesidad de agua. Sed. Me siento de nuevo. Me levanto. La discusión sigue, se hablan de todo: que lo siga, que abandone su miserable vida, que mañana zarpan de Tuxpam con muchos revolucionarios, harán historia, ella, la mujer de la isla. La abuela, ignorándome, suplica que no se lleve a su hija, apenas de meses. Sosteniéndome de un paraguas que estaba colgado de una silla, me dirijo a la recámara. Alzo la vista y el techo no es, no es una losa, son… ¿Vigas de madera? Aviento el paraguas y salgo a la calle y piedras, piedras en la calle. ¿Y el pavimento? Corro tres cuadras. Calles despejadas. Escasos autos. ¿Mavericks? ¿Buicks? ¿Falcons? Casas de una planta y tejas de barro las cubren. Casas pintadas en tonos pastel. Más piedras y arena. Un billar en la esquina. Una capilla con campanario y tejas de barro. Correr. Huir. Cruzo otra calle y un Buick me suena el claxon. Me dirijo hacia el kiosco. Llego. Alguien devolvió la fuente de la fotografía. Me voy a una banca. Señores vistiendo guayaberas límpidas, relucientes, blancas. Señoras caminando, abanicándose el aire, de vestidos largos. El aire es una briza fresca. Hay palomas que bajan a la fuente. Me dejo caer en una banca. ¿Y los tordos? ¿Quién se llevó el tendido eléctrico? Extraigo el celular del bolsillo y leo no hay señal. Consulto la fecha: veinticuatro de noviembre de mil novecientos cincuenta y seis y me abandono.
Trato de unir el rompecabezas. Intento ir atrás. ¿Qué había dicho el desconocido del uniforme? ¿Acaso se me acercó a la cara mientras dormía? ¿Acaso estaba disfrazado, como el niño de la fotografía, de militar? ¿Y una niña de meses? ¿Meses de qué, de edad? ¿Nacida en 1956? ¿De este año? No puede ser, digo. Una señora se acerca a la banca. Cómo se atreve a vestirse así, con ese pelo, no tiene moral, vocifera y se aleja, abanicándose. Mi madre, pienso. Revolver de estómago. Aviento el celular. Estalla contra una jardinera balaustrada. Palomos vuelan asustados.
Me incorporo. Camino. Atravieso el parque. Miradas me injurian. Las ignoro. Dos policías, custodiando el palacio municipal, me observan. Ve a uno tomar su silbato. ¡Correr! ¡Huir! Me dirijo hacia el puente. No, no hay puente. Doblo la esquina del parque y sí hay puente, no hay paso. ¡Por la barca joven!, alguien grita. Me tiro al agua. Nado. Brazadas. Aprovecho la corriente del agua. Este río es el mismo río que crucé hace unas horas. ¿Cuántas horas? Parece medio día. Llego a la otra orilla. Piedras y más piedras, redondas. Del otro lado, barullo ronco de un silbato. No pueden pasar porque el puente no está terminado. Sigo caminando. Atravieso callejones. Perros y niños. Ladridos. Manos me señalan. Manos de infantes, de señoras. Tendidos de ropa. Ropa de trabajo. Casas de madera. Destellos de láminas de zinc. Tomando aire corro. Salgo al boulevard. Veo trabajadores sembrando palmeras en las orillas. Las importadas, las de lujo, pienso. Me voy corriendo por el boulevard. Unas pancartas anuncian la próxima visita del señor presidente de la República. El zaguán. El mismo. No es el mismo. Sí es, pero más nuevo. Lo abro y cruzo el patio. Veo a la abuela, en la sala, con el abuelo. Es ella pero no la misma. Veo los asientos de herrería, dispuestos a lo largo del corredor, como nuevos. Son los mismos, sin duda. Me derrumbo en uno. Macetas colgando de las vigas. Vigas que huelen a recién cortadas, que exudan la selva. Macetas como elefantes. Zumbido de abejas, polinizando. Una voz pregunta ¿quién está allá afuera? Voces de niños, corriendo por el garaje de la casona. Un Ford estacionado. Cierro mis ojos. Briza fresca. Roce de hojas contra hojas. Quietud. Ruido de un teléfono celular y despierto en esta tarde de tordos.
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