Nunca me rebobines
Crítica a Never let me go (2010), dirigida por Mark Romanek.
Si Danny Boyle había borrado de un plumazo la noción, justificada o no, de la flema inglesa tan vernácula de los ingleses con Trainspotting (esa lentitud, esa parsimonia que despliegan tantas películas típicamente británicas teniendo como escenario un colegio típicamente británico), es ahora un cineasta norteamericano, nacido en Chicago, quien se encarga de redefinir el término. Y ese es Mark Romanek, un reputado videasta, reconocido, principalmente, por sus experimentaciones con la música, la fotografía y el video. Genio sin duda junto a otros visionarios, como Spike Jonze y el francés Michel Gondry. ¿Dónde está todo el talento de Romanek en Never let me go, apenas su tercer largometraje?
Cuando hablamos de “la flema inglesa” hablamos de un estereotipo, como el olor de los franceses o el machismo de los italianos. Suele decirse sobre los primeros que son lentos para reaccionar ante un supuesto elefante blanco postrado en una escenografía en el cual no corresponde. Y esta flema inglesa remarca sobre todo la lentitud. Es esta apenas una característica notoria de la película de Romanek, adaptación de un best seller de Kazuo Ishiguro, autor inglés de ascendencia japonesa. A reserva de no haber leído el libro, tal vez el problema principal con los personajes de Never let me go, cuando adolescentes, es que actúan y piensan no conforme a su edad, una edad en la que sus cuerpos, más que cuerpos, son máquinas productoras de energía que busca quemarse a como dé lugar.
Las rebeldías y rabietas de Tommy, Kathy y Ruth están más que ausentes cuando niños y púberes, así también en los demás compañeros de orfanato, actuando siempre bajo un estricto sentido del recato y las buenas maneras. Ellos me parecen un caso extremo en donde se someten tal cual al designio de un destino trazado, siguiéndolo con temple de hierro y sumisión, sin dejar lugar a un ápice de rebeldía. La tan anhelada postergación, que buscan los personajes para vivir siquiera un par de años más, no es más que un derecho que buscan hacer valer, ilusoriamente, siempre bajo la observancia de las buenas maneras. ¿Cómo reaccionaría un ser humano común y corriente, sea este inglés o japonés o de cualquier cultura, ante la realidad de haber sido concebido como un repuesto viviente que debe ser sacrificado? Todo el supuesto de Ishiguro/Romanek se sostiene sobre una delgada línea temblorosa.
Incluso en A brave new world, del sí visionario autor inglés Aldous Huxley, novela que se viene a la mente como clara fuente de inspiración y referencia, se incluye un elemento de rebeldía y salvajismo, representando por un personaje al que conocemos justamente como El Salvaje, quien pone en jaque a los supuesto de la sociedad ultra tecnificada, ascética y positivista. Tampoco se halla en la obra de Romanek, ni siquiera por un breve comentario, alguna descripción y referencia de la sociedad en la que se circunscribe el caso de la clonación de humanos como solución a los trasplantes de órganos. ¿Qué tipo de cultura daría paso a este tipo de soluciones? Se lamenta la falta de un elemento contrastante, que contravenga su propia tesis.
No hayamos una verdadera tensión dramática en el tan manido triángulo amoroso Tommy-Kathy-Ruth, mucho menos una tensión de ideas: todos, incluidos los clones, aprueban el programa de donaciones saltándose todas las implicaciones bioéticas. Olvídese de los planteamientos morales de una película como A clockwork orange, también en clave sci-fi, ubicada en Inglaterra, que trata el caso de un joven rebelde sometido a un violento programa de modificación de la conducta, escrita por un autor inglés (Burgess) y adaptada al cine por un norteamericano (Kubrick). La dupla Ishiguro-Romanek, me temo, no pasará la prueba del tiempo.
Hablando tan sólo del director, se extraña que incluso él se halle sometido con sumisión férrea a la novela, como si se tratara de un texto bíblico encontrado en las márgenes del Éufrates. Se nota el temor a la rebeldía, de cambiar algo de lo escrito. No estamos pues, ante cine de autor, sino ante cine hecho para los fans de un libro, a quienes hay que mantenerles intacto el recuerdo de lo que leyeron en él. Diferente el caso del propio Kubrick, quien no dudó en modificar las novelas que pasaron por su lente. Romanek tuvo, tal vez, la oportunidad de afianzarse un lugar en los largometrajes, como ya lo han hecho sus compañeros de generación y colegas, Jonze y Gondry. ¿La fotografía? Preciosista. ¿La música? Convencional.
Coda.
Tommy, Kathy y Ruth son dóciles juguetes del destino. Algunos tal vez encuentren un elemento clásico propio del teatro griego, y los comparen con Yocasta, Edipo y Layo. Error. Estos no padecieron por ser sumisos y flemáticos sino más bien por luchar y contravenir un destino trazado. Recuérdese de qué fueron capaces Yocasta y Layo. El caso es contrario en Never let me go.
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