Sobre leer
A decir verdad, siendo las seis de la tarde, he agotado mi capacidad lectora máxima por el día de hoy. Hace poco me quejé más de una vez de no haberle dado avance a Corre, Conejo de John Updike, desde que leí ¡Absalón, Absalón! Pasé días de incertidumbre frente a los libreros, escogiendo qué leer. Cómo verán, ejerzo el libre albedrío. No asisto a ningún taller ni escuela literaria donde me impongan un plan de lectura. Mi amplísimo margen de libertad para leer lo que la realísima gana me dicte también constituye un sufrido status de indecisión frente a los lomos de los libros. Bibliófilo que soy, acumulo estos, ay pero qué cursi!, tesoros del saber en la medida de mi cobardía (perdón, nunca aprendí el arte del hurto), pagando por ellos. He tenido trabajos mal remunerados que pese al sueldo nimio, me han permitido resarcir la nula herencia lectora que me legó la familia. No son tantos, apenas más de cuatrocientos. Dicen que eso constituye una biblioteca decente, pero si los robara de las bibliotecas públicas donde se empolvan e ignoran, otra cosa estaría contando. Frente a ellos, y por el efecto Faulkner que padecieron mis neuronas, tomaba a Vargas Llosa, no, mejor a Bellow y su Herzog, antes había leído La costa de los mosquitos, de Theroux, además de ser Nóbel y gringo –el año pasado la pasé fatal leyendo a un grupito de autores mexicanos, entre los que destacan Esquinca y Miklos, y me prometí que en el 2011 no leería paisanos más que por sendas recomendaciones de lectores experimentados-, justo para mi plan de adentrarme en los meandros de la hamburguésica narrativa Norteamericana.
Pero regresaba a Vargas Llosa, ya que también me prometí leer sus mejores novelas y quitarme así el mal sabor de boca que me dejó el flamante Nóbel con su última novelita alfaguara. ¿Y si es, de una puta ves, Contraluz de Pynchon? Allí, como un faro, su lomo una franja amarilla, me decía come to me, come to me, baby. No, Pynchon, no por ahora; el año pasado fue suficiente. Come to me, baby. Disfrutamos mucho, tendidos en la yerba, juntas nuestras bocas, Mason y Dixon. Lo acuné entre mis brazos y sentí su piel latir cerca de mí. En eso, una llamada telefónica (así comienza más de una novela verdaderamente chocha, con el puto misterio de la llamada telefónica:
-Hola, ¿es usted…
-No.
-Pero…
-No.
-Es que mire…
-No.
-Fíjese que su esposa se ha…
-No. Soltero
-¡Entonces nunca escribirá una novela!
-Pues mejor. Si algún día, emplearía un recurso menos chocho así que bye,
entre las que incluyo Ciudad de cristal y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo).
Entonces le marqué a un amigo lector, y éste me convenció de tomar a John Updike. Tenía que ser él. ¿Pero por qué? Inicié mi plan de conocer a los mejores narradores gringos con John Cheever, así que Updike no estaría mal. Lo bajé del librero. Recordé que no soporto la idea de que él haya leído una novela que yo poseo y que entra en mi plan de lectura. Le recordé, antes de colgar, que si no era de mi agrado (en realidad pocas novelas gringas no son de mi agrado, salvo las de Auster y Millhauser), habría consecuencias fatales. Pero un librito de ensayos se interpuso entre Faulkner y Updike. Luego de ese librito de ensayos se interpusieron artículos de revistas, viajes, trabajo, capítulos de Los Sopranos, compromisos, y ya no veía la hora acompañar a Harry Conejo Angstrom en su delirio, hasta que una tarde calurosa, leí que Conejo corría, corría para huir.
Tardé más de dos semanas en recorrer sus poco más de trescientas sesenta páginas en la colección Fábula de Tusquets. A la par de Harry se interpusieron más compromisos, más viajes, más capítulos de Los Sopranos, horas-facebook, horas-chat, horas-nalga en el cine, raticos para leer, y eso no podía ser posible, me dije dos semanas después. Fue entonces cuanto me quejé, porque todo amenazaba a que me convirtiera en un zombi consumidor de telebasura. En sus últimos capítulos, dediqué las tardes enteras para avanzar a zancadas, hasta que llegué sentir lo que es el centro de este post: la sobre-lectura. Espero que alguien lo haya padecido alguna vez.
Si no, tendré que explicarlo que es para mí la sobre-lectura, aunque tengamos en cuenta primero que débil es el ser humano, todo en exceso es cansado, agotador, incluso leer. Supongo que es natural para cualquier lector entrenado la sensación de saber la hora de abandonar el libro, por más excitados estemos. En mi caso, cuando el libro en cuestión me provoca orgasmos hipnóticos, sobrepaso mi límite natural de lectura. Las palabras ya no las descifro, sino que pasan frente a mis ojos como un carrusel de diapositivas, hasta dejarlos enrojecidos de cansancio. Y eso siempre me produce sueño. Una pequeña siesta reparadora, en la que mi mente ¡recita para sí misma todo lo que he leído! Siento la voz del narrador dentro de mí, repasando los párrafos más inmediatos. Aseguraría que son exactamente las mismas palabras, pero algo me impide despertar, mientas una voz que es la mía transmutada en la voz del narrador del libro en cuestión recita y recita en rewind lo que minutitos ante he leído. Hasta que logro despertar, ya sea por la ganas de ir al baño, o por el espanto que me produce ese efecto. No, me digo, fui demasiado rápido. Me despabilo. Saco la cabeza por la ventana del cuarto de mis padres, para otear el fraccionamiento, inhalo el aire fresco del anochecer, luego me mojo la cara, un ratito en el facebook y a seguir. Pero qué claridad, me sorprendo, al releer el último párrafo. He ahí el efecto de la sobre-lectura. Una resonancia magnética al cerebro podría hacer mediciones neuronales para comprender este fenómeno.
Y eso es, básicamente, lo que me ha pasado hoy con Respiración artificial, de Piglia. Después de correrme intensamente con Conejo Angstrom mientras él corría, decidí relajar mi plan de lecturas gringas. Tomé una novela que me prestó quien me recomendó a Updike. Se trata de Las palabras perdidas, de Jesús Díaz, un escritor cubano en el exilio que murió casi joven. Trescientas páginas en la edición de FCE, editorial del gobierno mexicano que ha decidió rescatar a Díaz de un injusto olvido. Nunca me había reído y corrido tanto al mismo tiempo desde La conjura de los necios de Toole y Reunión tumultuosa de Sharpe. De entre tantas herencias cubanas, una literatura que siento más mía como lector que la mexicana, alcanzo a reconocer la revisión y parodia de varios autores tanto cubanos como latinoamericanos, sin caer en la victimización y la denuncia más chocha. Desde el sábado pasado (a la fecha de este post) y hasta ayer la terminé, casi 100 páginas por día. Nunca sentí con ella el efecto narcótico de las palabras. Tal vez su musicalidad, su poderosa prosa que corre con total naturalidad, como una balsa sobre aguas plácidas, pero leer a Díaz fue como saborear el néctar de los dioses. Así que hoy, sin dudarlo, tomé a Piglia, otro autor que ya disfruté con Plata quemada (lo dicho hecho: este año cero mexicanos salvo recomendación, y no me importa que sean ‘clásicos’).
Fue a penas hoy a medio día. Lo dudé, porque mi padre me pidió ayuda en varias ocasiones para el pago vía Internet de la tenencia de su auto (un impuesto que los mexicanos pagan anualmente por tener auto, así de kafkiano). Lo dudé, porque leer de corrido a dos autores de letras españolas sería contra natura. Pero por dios, Piglia es Piglia. Y bien, le di inicio a una historia que hasta su segunda parte me ha parecido faulkneriana. Pero ya en la tarde mucha era la distracción. ¿Ya estoy sobre leído? ¿Me agoté con Las palabras perdidas? Me levanté de la cama, y sin querer, puse mi laptop en las piernas, como hago cuando voy a escribir y peroré que eran las seis de la tarde y que me había agotado. De ser cubano diría que la candela, chico, e’que tú sabe. Pero Piglia es argentino, y no sé qué decir en su caso, ¿cómo expresan allá su excitación, su fogosidad sexual?
Como cualquier músculo trabajado, supongo que el cerebro también se cansa y agota. Pero Piglia es Piglia, y debería estarlo leyendo. Para la próxima, después de varias lecturas de intensidad agotadora, me buscaré a un autor más aburrido, uno de esos autores que hacen ‘oh, el estilo, el estilo!’ y que al leerlos resultan más digeribles que el agua potable: tal vez un mexicano.
Comentarios
Muy buen post.