La ciudad de los amantes tímidos
Iván Partida
Recuerdo la primera mirada de desprecio que recibí en el
Puerto de Veracruz por ser gay. La recuerdo bien porque fue a la mitad de mis
veinte, cuando ya no era un adolescente asustadizo pero tampoco era un hombre.
Fue una mujer la que me vio de arriba abajo, sondeando algo que no era mi
cuerpo, ni mi aspecto; no puedo decir qué buscaba, quizás un atisbo de la
monstruosidad homosexual que debía residir en mí, solo sé que había más desprecio que extrañeza.
Sin embargo, ahora que lo pienso, aquella no fue la primera vez que estuve frente a las burlas homofóbicas en este Puerto de carnavales. Desde un autobús en marcha contemplé como dos muchachitos tomados de la mano eran apedreados verbalmente: caminaban juntos sobre el puente que une la zona norte de la ciudad con el centro. Los miré a través del vidrio del camión que me llevaba a la escuela. A pesar de la música de la radio y el ruido de los motores, alcancé a escuchar gritería y rechiflas que veían de todos lados. Los novios, presumo que eran novios, seguramente tenían mi edad: 16 años, delgados, casi etéreos, con el cabello al estilo “emo”, que en un par de años se pondría de moda. No sé cuánto tiempo llevaban bajo el fuego, quizás el suficiente para arrastrar la cara por el piso, casi a punto de llorar, aferrados el uno al otro como se abraza a un ser querido cuando azota el desastre. El camión los rebasó y se quedaron atrás para siempre.
Sin embargo, ahora que lo pienso, aquella no fue la primera vez que estuve frente a las burlas homofóbicas en este Puerto de carnavales. Desde un autobús en marcha contemplé como dos muchachitos tomados de la mano eran apedreados verbalmente: caminaban juntos sobre el puente que une la zona norte de la ciudad con el centro. Los miré a través del vidrio del camión que me llevaba a la escuela. A pesar de la música de la radio y el ruido de los motores, alcancé a escuchar gritería y rechiflas que veían de todos lados. Los novios, presumo que eran novios, seguramente tenían mi edad: 16 años, delgados, casi etéreos, con el cabello al estilo “emo”, que en un par de años se pondría de moda. No sé cuánto tiempo llevaban bajo el fuego, quizás el suficiente para arrastrar la cara por el piso, casi a punto de llorar, aferrados el uno al otro como se abraza a un ser querido cuando azota el desastre. El camión los rebasó y se quedaron atrás para siempre.
A lo largo de mi vida he recibido pocos insultos por mi sexualidad. Los de la primaria no cuentan porque en esa época había un compañero que tachaba de homosexuales a todos los que le caían mal y esparcía rumores sobre ellos; una vez, cuando estábamos jugando, el compañero en cuestión dijo que era Shakira y pidió que lo entrevistáramos mientras se desnudaba el hombro… toda una Gossip Girl chilanga. En la secundaria tuve amistades rudas, que junto a la figura respetada de mi madre, orientadora vocacional del plantel, me salvaron de muchos escarnios. Pero el maestro de Educación Artística no tenía esa protección, si bien los compañeros no eran crueles con él, todos decían que otro maestro lo había golpeado por intentar ligarlo, que le había dicho: “eres bien puto y quieres con todos”. Chismes, rumores, pero siempre lejanos, nunca sobre mí. En la preparatoria alguna vez me preguntaron por mi sexualidad, sobre todo mujeres, y nunca quise contestar, porque era pasto para más murmuraciones que cultivaban con avidez aquellos jovencitos de principios del siglo XXI mexicano.
Callejones de Veracruz. @ElOtroUlises |
La vida en Xalapa, la capital de Veracruz, me resultó una bocanada fresca. Cada vez que regresaba al Puerto, a la casa de mis padres, sentía que el contraste cultural entre la playa y la montaña se acrecentaba. No es que Xalapa esté libre de odio, solo que allá las parejas salen con más tranquilidad tomadas de la mano. Las miradas existen, como en todo el mundo, pero la gente poco a poco se acostumbra a la presencia de lo diferente: gente de otros lados camina por sus calles, chinos, negros, rubios, gigantes pelirrojos o pequeños bailarines de bronce morenos. El problema con el Puerto es que vive en un ambiente estancado, enrarecido por años de conservadurismo y autoengaño. La gente de esa ciudad costera piensa que por tener un carnaval con travestis ocasionales, hombres y mujeres en paños menores, y cantidades generosas de cerveza, es un lugar “liberal”, alegre, relajado y con pocos prejuicios. Ese mismo velo sobre los ojos les impidió ver el caos que se gestaba desde hace tiempo, y que estalló con la ola de saqueos a principios de este año. La furia ha convivido siempre con esta ciudad. El porteño se alimenta de odio, se vuelve feroz como gallo de pelea, busca hundir la navaja en la carne del otro, en la carne del diferente.
Con ese aire salado y agrio conviví tres años, por eso mi
estancia en Xalapa ha sido renovadora. No obstante, hace poco viajé hasta ese
desierto marino para llevar a mi novio a conocer la casa que considero mi santuario.
Es la tercera vez que lo hago, pero en las otras ocasiones las cosas habían
sido distintas. Alejandro y yo nos tocábamos poco, acaso besos espontáneos y un
par de calles caminando tomados
de la mano; éramos jóvenes, impetuosos, y el país no estaba tan asustado por
los derechos civiles del colectivo queer.
Con Kev todo fue más discreto, sutil; cuando llegamos a las tierras porteñas esperábamos
al refugio del hogar para demostrar afecto.
Con Miguel fue muy distinto desde el comienzo. Recuerdo que
antes de afianzar nuestra relación, después de nuestro primer encuentro, me
tomó de la mano, así sin más. No importa que yo sea un treintañero con
experiencia en las artes amatorias, siempre que un hombre me toca, un
adolescente tímido se apodera de mí. Acaso el recuerdo de los insultos y las
burlas que les hicieron a otros me regresan por un instante a la indefensa
adolescencia, me devuelven a contemplar los tiempos duros de crecer como
homosexual en este país.
Ese recordatorio volvió justo el día de la pasada marcha gay
en la ciudad de México. Mientras allá el colectivo se movilizaba para la fiesta
y las intenciones políticas performativas, Miguel y yo poníamos los pies en la
arena porteña. Mientras caminábamos de la mano o tomados por los hombros, dos
veces nos soltaron un sonoro “putos”, con esa mezcla de burla y odio que solo
he encontrado en los jarochos. Muchas miradas tras nuestro paso, como si
fuéramos siameses cruzando las calles, invadiendo los camellones, arrojando
nuestra rotunda monstruosidad en esta ciudad, en sus perfectas calles rotas y con la fragancia
del ostión descompuesto por el sol. Fuimos a comer y nos encontramos con lo
mismo: señoras sentadas frente a su milanesa frita nos miraron con desconfianza
y socarronería. Miguel y yo, en vez de achicarnos, les sonreímos como un espejo
de su propia cara. Ni siquiera es asco lo que vi, o desconcierto, sino simple y
sencilla molestia porque el mundo lucha, se transforma, y su pequeño bastión se
encuentra asaltado diariamente por todo lo que consideran extranjero. Me lo confirma el que mi novio, que ha vivido
en otras ciudades del país, me dijera que era la primera vez en mucho tiempo que le
gritaban cosas por la calle. Decidimos ser cuidadosos, que no discretos, porque
conozco que en la tierra jarocha cercana a la costa reside esa furia de la que
siempre hablo y que pocos han querido ver; escritores de todos los sexos cantan
las loas de una ciudad turística. No conocen lo que se esconde detrás de las
palapas, de los bailarines de son jarocho del café de la Parroquia o las noches
de danzón. Prefieren no ver las pilas de cadáveres, la idolatría por el poder
corrupto, por cantantes misóginos y cocainómanos, el olor a mar podrido que
inunda las calles del centro histórico. Gente como yo, como mi novio y yo, y
miles más que visitan o residen el Puerto, conocen la crueldad impregnada en la
piedra múcara y en las alcantarillas. A pesar de mi desprecio por la ciudad, sé
que no es la naranja enmohecida en la canasta, más bien le corresponde ser el
ejemplo de lo que se ha convertido este país, en el ejemplo de todo lo que
falta por cambiar.
Callejones de Veracruz. @ElOtroUlises |
Aun así, no quiero quedarme con el recuerdo de las ofensas,
ni con la tortura verbal de la pareja adolescente que vi desde el asiento del
camión. Prefiero la imagen de un beso en la calle, cuando hace años recogía a
mi novio de aquel entonces frente a la Facultad de Artes de la Universidad
Veracruzana en Xalapa. No sabía si era correcto para él besarlo en la calle en
abril del 2009, frente a todos; le tendí la mano para un apretón y como
respuesta se adelantó, me tomó del antebrazo, me atrajo hacia él y sembró un
beso que todavía perdura. Escuché que sus amigos se reían en la otra acera, yo
estaba rojo, como ese puberto sentimental que aún soy. Terminó el beso, me miró
un breve instante, caminamos de la mano hasta mi casa. Aquel día conocí una
sensación que no quiero rendir, una sensación que todos deberían sentir una vez
en su vida: la libertad, libertad que no estoy dispuesto a abandonar.
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