Habacuc, en Replicante
La ya mítica revista Replicante, en su más reciente número de septiembre dedicado a discutir el futuro de internet, publica Habacuc, un cuento de mi autoría. Hermano de mi texto Nueva York y el sureste (publicado en el mismo medio en abril del 2011), espero con ellos armar un tomo de cuentos semi autobiográficos. Mientras tanto, os dejo un fragmento que espero disfruten. Se vale replicar.
Bajé azotando la puerta de la Cheyenne porque eso es lo que más odiaba Padre, después de intentar que encendiera ahogando el carburador de gasolina cruda.
¿Madre? Iba de la cocina a la sala, de la sala a la mesa del comedor, de la mesa del comedor, donde fingía hojear una revista de la farándula, a su trabajo sin terminar de corte: pedazos de tela gris y azul celeste pretendían ser una falda plisada. Estaba ahí, para ocupar sus manos, pero regresaba a la cocina, ponía la olla del café, salía al patio de un costado de la casa, para increpar a los perros.
Así Madre, hasta que terminó sentada en la sala, frente al televisor, para ver alguna novela, y allí fue donde la dejé. Aprovechando una surtida tanda de gritos que un personaje le dirigió a otro, más la música estrepitosa con que el director acompañó la escena, aproveché la oportunidad para que Madre no volteara la mirada cuando tomé el juego de llaves que estaban colgadas de un gancho al lado del refrigerador. De otra forma no sé cómo podría justificar el tintineo metálico.
Voy a casa de mi primo José, dije, y ella apenas murmuró no tardes o con cuidado o pórtate bien, o las tres cosas juntas.
Pero en casa de mi primo José no supieron de mí esa tarde, ni siquiera cuando logré que la Cheyenne arrancara, después de “revisar” el motor, como si a mis quince recién cumplidos hubiera aprendido algo de mecánica automotriz.
Durante la infancia Padre me obligaba a embadurnarme las manos de grasa junto a él, cambiando bujías, filtros de gasolina, limpiando de sarro los polos de las baterías, reemplazando los mofles agujereados o aprendiendo a buscar el sitio exacto bajo el chasís donde debía ir el gato, para cambiar alguna llanta ponchada, mientras el niño lo único que quería era estar junto a sus libros y su librero, con las manitas limpias, pasando páginas, admirando las fotografías, ya fueran de volcanes, organismos fósiles o galaxias.
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