Bifocal

Mi hermano menor nació con un par de ojos y por eso lo condenaron a la vida salvaje. La decisión de su suerte la tomaron nuestros padres apenas nacer. Fue bajo el tenaz halo de un quirófano cuando por primera vez –se creyó entonces- un Hesse habría de ver el mundo de otra manera. Los sostuvo el cirujano con ambas manos. Tan profesional él, como su equipo, que no hicieron la más leve muestra de sorpresa. De inmediato fue llevado a una incubadora, so pretexto de insuficiencia respiratoria. Un día después, al recibir mi madre la visita de un psicólogo -aún tendida en su cama de hospital-, fui yo quien le dio la noticia. Lo tomó con rechazo, primero. Después le sobrevino el asco, luego el terror y le siguió la furia. De la furia al odio, como dos ráfagas de fuego que la quemaban por dentro, para dar paso a un humo de compasión que dejó escapar en un hondo suspiro. Tiempo después, ya cuando mi hermano podía sostenerse con ambos pies y recorrer todo el jardín, le pregunté al psicólogo, que desde entonces se unió a la lista de profesionales que tratarían a mi hermano durante su crecimiento, si había preparado a mi madre.

-Hombre, ¡desde luego!

Le pedí una explicación. Largó una sucinta retahíla de frases, pero en conclusión: consideraba el profesional de la psique una pérdida de tiempo manipular al paciente; mejor dejarla que recibiera la cruda verdad. Le dijo: tu hijo es un fenómeno.

-Pero eso es muy ambivalente.

-Polivalente, mejor dicho.

-Bien. Eso… ¡Ah!

No es que fenómeno quería decir algo negativo, aunque lo parezca. En el fondo, ella esperaba un genio. Sí, me dije, mi hermano es un fenómeno con dos ojos. Mira en ciento ochenta grados. Su aspecto del mundo es de uno panorámico. He querido hacerme a la idea de cómo ver más mundo de lo que yo, tú y todos nosotros vemos, pero fracaso. Confieso que durante nuestra infancia nunca pude ver más allá del cuadrado de nuestra particular visión. Dejé que mis padres votaran por él.

Nunca defendí a mi hermano. Me sentía culpable por tener a un fenómeno de aspecto detestable. Por más que me esforzara, nunca encontré una proporción estética en los dos globos con que nació horizontalmente, por debajo de una única ceja, apenas bordeando el límite del tabique de la nariz. Solía, durante los juegos con nuestros amigos, ponerle un parche en un ojo hecho de cartón color carne. Pero aún así, el ojo restante lo tenía de un lado, y no al frente, como es natural.

Somos una familia de granjeros. Poseemos algunas cabras y un poco de hectáreas en las colinas. Los recuerdos y las fotografías de nuestra vida familiar en el campo son vastísimos, pero seguramente parecidos a los que cualquiera pueda tener. Salvo mi hermano, que aparece dubitativo frente al diafragma de la fotográfica. Terrorífico querer sostenerle la mirada apenas un segundo, aunque sea la suya una mirada estampada en papel. Nos sonríe, pero vemos que él mira algo más.

Nuestros padres decidieron que lo mejor era esconderlo en la granja. No lo enviaron a la escuela, y pocos amigos lo conocían. A escondidas lograba presentarlo con mi grupo. Lo vestíamos de retazos de tela colorida y montábamos un circo portátil de freaks. Debo reconocer que la culpa me movía a pedirles a todos que actuaran como estúpidos y lisiados. En particular yo, sacaba la lengua y decía cosas incoherentes, y mientras babeaba para darle pertinaz dramatización a mi personaje, le pedía a mi hermano que nos viera, vestido como estaba, porque intuía que su particular modo de vernos era su único poder.

Los juegos de ridiculización al que sometí a mi hermano duraron desde su temprana infancia hasta la adolescencia. Nunca dejó escapar la más leve frase delatadora a nuestros padres sobre el anónimo circo, a pesar de que sí sabía hablar, leer y escribir. Junto con mi padre le enseñé lo esencial. No sobra decir que el psicólogo de mi hermano nunca descubrió alguna anormalidad mental derivado de los crueles juegos al que lo sometí.

Lo diré, aunque suene raro: a pesar de todo, la vida temprana de mi hermano fue normal, además de útil. Sin quererlo aceptar, mi padre utilizó el poder panorámico de mi hermano. Con ello podía contar más rápido las cabras esparcidas por el campo. Podía reconocer más fácilmente qué cosas faltaban en su cuarto de herramientas, cuando creía que algún empleado había robado algo. También era difícil hacerle alguna broma. Apenas uno se le acercara por detrás, o apenas oblicuamente, mi hermano ya sabía que eras tú. Mi profesor de física en la preparatoria me reveló esta verdad. Al tener más campo de visión, él registra más y se anticipa a los hechos; reconoce una silueta cuando apenas se le acerca por un costado, mientras que en nosotros sería necesario que aquello que se mueve –sea éste animal, automóvil o persona- tendría que estar casi al enfrente para verlo.

Pero a pesar de sus ventajas, la anormalidad de mi hermano saltó a la vista, según sospecha de mi madre, cuando recibió la opinión del oftalmólogo.

Un día fue necesario que visitáramos al médico, en plan familiar. Yo estaba por estudiar mi carrera, y mi hermano ya había entrado a la pubertad. Examinados ya, el oftalmólogo habló.

-Padece hipermetropía.

Mis padres suspiraron.

Después de un incómodo silencio noté en el médico cierta gravedad en el modo en que había movido la ceja. Le pregunté si lo padecía en ambos ojos.

-Es correcto. Hipermetropía en los dos.

Mi padre creía que un ojo era el natural, y que el otro le pertenecía a un gemelo que no se desarrolló en el vientre de mi madre. Eso lo creyó siempre, y para corroborarlo, tras su muerte, pidió al forense que durante la autopsia de mi hermano verificara si no había rastro de algún otro ser: otro hígado, otro par de pulmones, rastros encefálicos adicionales que le pertenecieran al ojo restante.

Mi padre le reveló su teoría al oftalmólogo, y él contestó:

-Según su expediente médico ambos ojos están unidos al mismo cerebro. Uno es gemelo del otro, y no de otro.

Mi madre recalcó que al final ser un fenómeno tendría sus costos. Y vaya que fueron elevados. Los anteojos de mi hermano llegaron vía pedido. Nunca nadie habría de imaginar un artefacto de ese tipo, hecho en especial para alguien. Nunca nadie habría de imaginar que un ojo de mi hermano acusaba la insuficiencia del otro, ni que él fuera en realidad doblemente un deforme. Me niego a pensar cuáles fueron los recuerdos que mi hermano guardó del anónimo circo de freaks. Nos exagerábamos y él en su visión panorámica deformada nos exageraba otra vez.

Mi hermano, ya con anteojos, fue condenado a servir en la granja. Tanto yo como mis padres lo alejamos de cualquier fuente de conocimiento. Lo que sabía sólo le servía para valer de granjero. Poder firmar su nombre y hacer cuentas fáciles. Procuramos que viviera alejado de los libros, y dejamos que fuera la televisión su único entretenimiento. Después le procuré otras cosas, siempre acorde a que magnificara su poder. Un microscopio y un telescopio. Salvo el primer día de asombro, se alejó de ellos como si fueran monstruos. En cambio se hizo fanático del alpinismo y similares deportes del campo abierto. Nadie como él podía arrear cualquier ganado. Ni detectarlo a la distancia. Nadie como él podía atisbar una tormenta en la lejanía, ni la llegada de los señores de negro, esos buitres fiscales. Debido a su entrenamiento campestre, creció más que cualquiera de la estirpe Hesse, y desarrolló una impresionable fuerza física. Parientes y amigos, de visita en la finca, solían verlo admirados, pero lo rechazaban apenas subían la mirada más allá de sus pectorales. Es que nadie, apenas yo o ni si quiera mi madre, podía sostenerle la mirada más de un segundo. Un ojo es suficiente ventana para el alma, dijo una vez un filósofo. Por ello, nunca me atreví a pensar sobre el alma de mi hermano. ¿Por qué fueron necesarios dos?

Mi hermano solía refugiarse en una caverna a poco distancia de la finca. Prácticamente era su hábitat. La tenía decorada con toda clase de artilugios que recogía de sus recorridos por las colinas. Desde que salí de la granja para estudiar mi carrera pocas veces regresaba. Mi contacto con mi hermano se redujo a una línea telefónica. Cada vez que regresaba a la granja mi hermano insistía en que conociera su ‘casa’. Una vez accedí. Cuatro kilómetros a pie, atravesando algunos arroyos, todavía dentro del límite de la propiedad, encontré la oquedad oscura en la ladera de una montaña. Advertí que ahí también pastaban algunas cabras. Al regresar a la finca tranquilicé a mis padres. Aunque delaté a mi hermano respecto de su pequeño rebaño. Mi padre le reprendió a golpes; y yo partí de nuevo a la ciudad con tranquilidad.

Cierto día un desertor del ejército entró en los terrenos de la granja. Encontró la caverna y le halló confortante para protegerse. Debo imaginar que vio a mi hermano dentro, acostado en su catre, abanicándose o merendando. El desertor, presa del pánico, quiso huir –o eso es lo que revelan las huellas, más pequeñas que los pies de mi hermano, que se encontraron al concluir el peritaje-, pero el fenómeno, más hábil, le atajó el camino. Se enfrentaron cuerpo a cuerpo, hasta que mi hermano dedujo que un peculiar punto débil tenía que suprimirle para eliminar a su atacante. Con un hueso de algunas de las cabras con las que solía alimentarse, desprendió el único globo ocular del intruso, y después huyó horrorizado por una nueva realidad que nunca había experimentado. Invadido por la rabia y la consternación absoluta, se dirigió montado en su bicicleta de montaña hacia la ciudad. Con el tiempo deduje que había llegado a la urbe por casualidad, ya que nunca le habíamos mostrado, hasta donde sé, qué ruta tomar a ningún lugar.

Durante la semana que mi hermano estuvo desaparecido un desconocido impulso me movió a investigar el pasado genético de los Hesse. Inicié mis pesquisas entrevistando a los más viejos de la familia. Con suspicacia, y siempre tratando de ocultar la verdad, preguntaba por parientes que hubieran nacido deformes. A lo mucho encontré que, en tiempos remotos –siempre en tiempos remotos-, había nacido alguno que otro albino, o alguno que otro idiota, y todos ellos habían sido sacrificados apenas nacer. Pero yo recordaba, según un álbum fotográfico de la familia que mi abuela paterna solía presumir, unas extrañas fotografías recortadas con torpeza. La explicación, tajante, era que se trataba de un familiar indeseable, que había defraudado a la estirpe. No quedé conforme con los resultados de mis entrevistas, y acepté que mi capacidad de investigación era limitada.

Días después de la desaparición de mi hermano, los rumores sobre un extraño individuo que vagaba con una deformidad en el rostro llegaron a mi cubículo de la universidad. Al preguntar sobre el origen del rumor, la explicación se perdía hasta llegar a un callejón oscuro que colindaba con la invención. Mentiras, me dije. A los tres días creía probable que mi hermano habría muerto ya, o de hambre o torturado en la cárcel o cualquier otra idea que se me venía a la cabeza. Así que decidí consultar a un viejo amigo genetista. Le conté toda la historia y le pedí que investigara. Un día después de nuestra entrevista, mi amigo el genetista me reveló la verdad oculta tras las fotografías recortadas. Era un niño en brazos que había nacido con dos ojos. La madre –una tía lejana mía- había decido conservarlo por ser el primogénito, pero tiempo después la familia del padre decidió sacrificarlo, como era uso y costumbre. La misma suerte con la que corrieron mis otros antepasados deformes. Es posible, siguió el genetista, que en alguna familia lejana se haya dado la mutación de un gen que despertaba casi cada cien años. Me asombré de la exactitud, y le pregunté al investigador sobre ello. No supo contestarme.

Desde hace mucho tiempo cargo con el pesar de mi inacción respecto a la suerte de mi hermano. Justo a la semana, apareció en la universidad. Me encontraba impartiendo una clase de regularización a un reducido grupo de alumnos cuando escuché ruido fuera del edifico. Bajé corriendo hacia el patio.

Acurrucado, con la cabeza oculta entre las manos; andrajoso y maloliente, lo hallé rodeado de curiosos. Le hablé por su nombre y me miró. Le dije que había una razón por la que lo ocultamos en la granja y lo alejamos de la gente. Débil de cuerpo y espíritu me lo llevé a la oficina, con la ayuda de algunos alumnos. Me comuniqué a la granja. Nos llevó apenas un minuto tomar la resolución más lógica: la que se había postergado.

Después de deliberar con mi padre, acordamos que llegaría a la ciudad temprano por la mañana. Evité emprender una larga charla con mi hermano. Lo duché en los baños del gimnasio y le di de comer en un restaurante cerca. Siempre protegido de mí, recorrimos a pie los escasos metros que separan la universidad de mi apartamento. Lo acosté en mi cama, y lo mantuve abrazado, siempre evitando su mirada. Las palabras que cruzamos fueron pocas. Se limitaba a preguntarme sobre mi vida como profesor de física, y si tenía alguna novia. El mismo tema que mantuvimos siempre en los años previos. Después lo dejé dormir.

Al otro día llegó mi padre en compañía de un oficial de policía. Nos dirigimos a la recámara. El oficial me explicó, antes de entrar, que yo podría hacerlo y me mostró un reglamento con un párrafo subrayado que debía leer. A un lado de la cama, con mi hermano yaciente y dormido, tomé la pistola que me largó el oficial. Leí en voz alta mientras le apuntaba en la sien. Y después disparé.

El sacrificio de mi hermano era lo que el psicólogo buscaba evitar desde su nacimiento. La furia y el odio que carcomieron a mi madre se debían a una reacción natural por haber sido preparada psicológicamente para reprimir su deseo. Le pregunté al sicólogo cuál era su propósito, y me contestó que estudiar el cerebro de un bifocal. Le pregunté si había encontrado algo diferente. Me contestó que no. Después explicó que todas sus conclusiones partieron siempre de la actitud de nosotros, los parientes de mi hermano el fenómeno. Le di la razón –polivalente, había dicho-. A quienes estudió aquel traidor, todos esos años, fue a nosotros. Recordé el circo de freaks que le monté. La vida salvaje al que lo condenaron mis padres. Y mi inacción ante su suerte. Lo entendí entonces porque justo antes de dispararle mi hermano abrió su par de ojos y los prendió en el mío.

espejofalso René Magritte

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