Una bella y digna catástrofe

Vivía en un cuarto de pensión que rentaba en una casa cuya dueña tenía tres hijos adolescentes (ninguno apetecible, lástima). Aparte de ver el porno que había podido ir coleccionando en mi computadora, sumándole a la ecuación que me la cascaba cuanto podía (cosa de correr las cortinas, ponerle seguro a la puerta, subirle un poco de volumen a la radio, porque, oh dios, vivía sin televisión) resulta que también iniciaba mis estudios de ingeniería civil en la facultad xalapeña de la Universidad Veracruzana.

Allí, a mis diecisiete años, conocí la dulce miel de la libertad: escribí poemas cursis, ahorré el sobrante de los 500 pesos de mi peculio semanal y compré cedes piratas en los puestos ambulantes que ahora ya no existen más (existen, pero en una ‘plaza’). Hacía un recorrido desde mi cuarto de pensión, ubicado en Luz del Barrio, municipio de San Andrés Tlalnelhuayocan, de casi una hora hasta la puerta de mi salón de clases, un –literalmente- gallinero puesto en lo alto de un edificio de tres pisos, mesabancos rotos y rallados, láminas oxidadas y pintarrajeadas y un cielo raso agujereado en donde las palomas habían tenido por bueno anidar.

Duré en ese cuarto un semestre. La dueña es, aún, una señora de escasos recursos intelectuales. Sabe hacer de comer y criar niños, aparte de administrar la poca o mucha riqueza que le dejó un marido prófugo. Esa mañana no supo decirme ni una pizca de lo que estaba pasando, a pesar de haberlo visto más de una vez, en voz de los comentaristas: el dónde, cuándo y cómo. Ella no tenía televisión en la sala, por lo que no pude ir a corroborar. Me había levantado un poco tarde, ya que iba en el turno de noche. Comenzaba a las tres, clases de matemáticas, y terminaba a las nueve, una hora indecente para estudiar.

A las nueve y media de la mañana me había ido a tocar para decirme que ya me tenía el desayuno. Como todas esas mañanas desde mediados de agosto en el que tuve que mudarme a Xalapa, salí de mi cuarto con unos pants y una sudadera para sobrevivir a la fría humedad del rancho. La señora, como de costumbre, me hizo plática: Que habían atacado, o atentado, contra algo, unos edificios, en algún lugar. ¿En Nueva York, en Nueva York? Dejémoslo en algún punto indeterminado de los Estados Unidos. Que habían secuestrado unos aviones y que habían caído. 

Quise saber más, pero terminado el desayuno, que consistió una gorditas de frijol y chile, acompañadas por un café negro y caliente como el chapopote, fui a mi cuarto y encendí el radio. Entonces supe por voz de la locutora, lo que todo mundo, incluida la señora y sus tres hijos adolescentes, vieron esa mañana junto a miles o millones de espectadores en casi tiempo real gracias al televisor.

Hice una tarea, de matemáticas tal vez, y a las dos de la tarde caminé la parada del camión. Pasé junto a una tienda de ropa de segunda. Allí tenía una televisión y pude, oblicuamente y opacada por la luz del sol, ver un atisbo mínimo del suceso. Quise afinar el oído, pero me fue imposible escuchar. En la escuela era el tema, de aquellos que pudieron verlo, soltando comentarios acompañados de las típicas interjecciones mexicanas que denotan asombro, incredulidad. Un profesor se aventuró a decir que ya era inminente el inicio de la Tercera Guerra Mundial. Que quién se atrevía a meterse con el Imperio. Alguien del salón nos recordó que Hiroshima y Nagasaki fueron una consecuencia del ataque nipón a Pearl Harbor, apenas una minúscula porción de la patria norteamericana, ¿que nos esperaba, ahora,  atacado el máximo símbolo del orgullo gringo?

Antes de tomar mi camión que me regresaría a mi cuarto de pensión, pasé junto a un cibercafé. Y ahí pude ver con claridad: en un monitor el dependiente veía, por enésima vez repetida, la imagen de los atentados. Fue entonces cuando tuve conciencia de lo que había escuchado en la radio por la mañana.

El tema fue repetido y no se cansaría de bullir en boca de todos por varios días más, distendido ya la incredulidad y sazonado por más de un chiste típico mexicano. Aquel profesor seguía vaticinando infortunios. Para nosotros, el tema tornó hacia una importancia puramente ingenieril. ¿Cómo fue posible, teniendo en cuanto que no fue un ataque en sus bases? Como teoría, se dijo que los impactos habrían generado temperaturas inimaginables, y dañado la columna vertebral, una estructura de concreto, que las sostenían. Pareció probable, desde el punto de visto técnico, que fue lo que más nos importó.

Cuatro días después del atentado viajé a mi casa para pasar allí el fin de semana, en una ciudad pútrida e infecta que no merece ser nombrada, a la que llegué después de migrar de Chetumal. Me atasqué de las imágenes repetidas una y otra vez. Ahora ya con declaraciones de los políticos gringos. Conocí el rostro de un hombre barbado y turbante blanco; un hombre que tenía más apariencia de profeta que de terrorista. Para mí, fue tener noticia de países en que pasaban cosas, y habían dejado de ser nombres y figuras geométricas en los mapas.

Después alguien dijo que fue una cita con la Historia. Que los gringos pagaban, por fin, sus deudas. Que ya era una sentencia bíblica, que estaba en el mito de la Torre de Babel. Que, otra vez, la Tercera Gran Guerra. Yo, en cambio, recordé Nueva York.

Recordé que fue La Ciudad de los Rascacielos una fantasía y un encanto infantil. Fui, recorrí y volé sobre la ciudad tantas veces como pasaba las páginas de uno de mis libros que por mucho tiempo fue el favorito, protagonista de un post y un cuento. Después, con la pubertad, aquel libro se perdió junto a otros tomos de la colección (London, Paris, San Francisco, THE GREAT CITIES, Time-LIFE books).

De un librero de latón desarmable, saqué el ejemplar, maltratado por la mudanza. Volví a recorrer sus páginas, como ahora, para escribir este post. Descubro, diez años después, que según Anthony Burgess Le Corbusier había dicho, en 1935, cuando por vez primera visitó a nuestra ciudad, que era “una bella y digna catástrofe.” Y era esa catástrofe el rápido y vertical crecimiento de la urbe de acero y cemento. El tope de aquel frenesí fueron esos 417 metros que, por lo visto, no serán superados jamás en el orgullo americano.

En una fotografía panorámica a dos páginas, escribí, hace diez años, con tinta roja, en el marco superior derecho: “GOOD BYE THE TWIN TOWERS OF THE WORLD TRADE CENTER. SEPTEMBER 11TH, 2001."

Nunca más, lo supe entonces, conocería las Torres Gemelas.

11092011189

Comentarios

Iván ha dicho que…
Un bello y digno post. Muchas gracias por compartirlo.

Entradas populares