Las antigüedades del futuro

Me maldigo por no poder encender el fósforo. Hago un ovillo con mis manos para proteger la combustión del viento pero el clitch necesario no produce chispas. Alguien me habló de los encendedores. Y creo alguien más me regaló uno de cumpleaños. No recuerdo dónde lo habré dejado y no moveré un pie de la acera a menos que vaya fumando. Se acerca uno de esos ejecutivos de banco, que siempre traen fuego. Le haré una seña con el cigarro, si es fumador lo entenderá. Me maldigo otra vez, se fue de largo. Bien, tendré que partir como sea. Es tarde para la cita con el señor Li. El imbécil quiere que le llame míster Lee, que porque no es chino, sino californiano. A mí qué carajos me importa dónde lo hayan parido.

Todos los chinos son los mismos. Llegan acá con sus imitaciones, sus puestos de comida insípida y sus lamparitas de papel. Huyen del comunismo pero llegan acá convertidos en tiranos. Si entro a uno de sus restaurantes, no como lo que me plazca ni cuanto quiera, sino lo que Zhang decida. Me sirve un plato rebosante de arroz con soya que siempre dejo a la mitad, y cuando le pido un té frío me destapa una coca-cola. Comer con ellos es peor que morir fusilado en Tian’anmen.

Aunque ya no sé de los libaneses ni qué pensar. También llega acá con sus puestos de comida y sus tiendas de importaciones. Entrar a comprar a una de esas tiendas es estar dispuestos a salir de ahí con lo que Manssur te haya querido enjaretar. Su licuadora me duró una semana. Cuando regresé a reclamar me dijo que revisara mis conexiones eléctricas. Comprarles algo es peor que morir lapidado.

Camino entre las cuadras de la ciudad. Si hay tránsito circulando lo esquivo con elegancia. Algunos no tardan en pretender asustarme con un bocinazo. Una vez me dijeron que me estaba tomando enserio eso de morir con un cigarro en los labios. No lo sé. Lo que sí sé es que Li morirá hoy en su oficina si no me tiene listo el trabajito para el que lo contraté.

Li vive aquí desde hace veinte años. Se casó con una indígena del istmo parecida a él. A veces le acompaña en su negocio. Según pendiente del teléfono. Lo único que sé que hace, cuando estoy ahí sentado en el sofá esperando que el chino regrese de la bodega (que en realidad es fábrica clandestina), es desabotonarse el botón superior de la blusa que guarda un insipiente par de senos, mostrar más cuello, echarse el cabello hacia atrás y jugar Solitario en la computadora. Nunca la he visto levantar el auricular, ni cuando suena.

Toco la puerta de cristal esmerilado con una moneda de diez pesos. No podría ver hacia adentro aunque sea para notar alguna sombra: un cartel negro con letras verdosas góticas que reza “Fabricamos las antigüedades del futuro” impide la más mínima visibilidad.

No es Li sino Maya la que me abre. Maya es otra china, hija bastarda de Li, o su meretriz; esa ambigüedad nunca la he podido resolver. Maya no habla ni el más elemental español. O no habla, a secas. Otro misterio que no he podido resolver. Por fortuna no soy investigador privado. Prefiero los oficios ilegales.

Quiero hablar con Li.

Con un meneo de cabeza me dice que míster Lee no está. Le reviro que entraré a su “bodega” (hago el ademán de las comillas). Me contesta con otro meneo de cabeza, y una inflexión en la rodilla derecha, que le haga como quiera. Con su anuencia, camino tres pasos de la recepción para tocar la puerta de lámina de la bodega con la moneda.

Toco hasta que aquello parezca un repiqueo, mientras Maya regresa a reanudar su juego de Solitario. Pinches chinas, pienso, lo único que saben hacer. Hasta que Maya no hace una desagradable mueca y además se tapa lo oídos con ambas manos y menea la cabeza, no dejo de hacer ruido en la puerta con la moneda. Sorda no es. La veo levantar el auricular y marcar una extensión.

它这里希望对

Pinche china, muda tampoco es. Mueve la cabeza de arriba abajo y me dice con la mano que me espere.

Un ruido de pasos subiendo. Es la cuarta vez que vengo desde que contacté a Li. Fue por uno de esos volantillos que reparten en la calle. Recién salía de una taquería, y aún con el palillo entre los dientes, un chino mohicano (¿?) con pantalones de mezclilla más grandes que él me dejó uno de esos, negro con letras góticas verdosas. Lo doblé, como doblo toda la basura que vuela de mano en mano en las calles, y lo metí en la bolsa trasera del pantalón por puro acto mecánico.

Por un minuto cesa el ruido de pasos. Lo único que suena es el ruido del CPU de la computadora parecido al de un refrigerador cada vez que ella mueve una carta en el monitor. Nunca había reparado en ello. O es el silencio que antecede a una posible muerte lo que hace nítidos cualquier ruido lívido. Por fin aparece Li como un marino al abrir una escotilla: bañado en sudor y mareado.

Señol, señol, ¿cómo está?

Le doy la mano por cortesía. Le digo que bajaré a la bodega y yo mismo supervisaré el trabajo. Apenas digo bajaré y la china suelta el ratón mandándolo a volar como murciélago hasta el otro extremo de la estancia, mientras Li palidece como geisha.

Cómo usted guste señol. El camino es pol allá.

Claro.

Entro al pasillo desconchado de muros de piedra múcara y después bajo la escalera iluminada por una claraboya en el cielo raso. Escalón a escalón, cada vez escucho más intensamente el zumbido de la colmena. Todo zumba como miles de obreras maquilando para la ceremonia del Juicio Final que es mañana. Pero no es mañana el Juicio ni nada. Pura invención mía. Abro otra puerta metálica y me adentro en la granja cuadriculada de doscientos columnas por trescientas filas perfectamente ordenas con precisión militar de simios tecleando en máquinas de escribir. En el cielo raso veo lámparas de argón, unas prendidas, otras apagadas, dispuestas en cuadrícula, como tablero de go.

Otros simios se balancean desde lo alto del techo. Viajan con látigos en la mano de una mesa a otra a lo largo de la granja. Al más leve titubeo de un taquigrafista chasquean el látigo al instante. Por fortuna los obreros se han portado bien mientras atalayo desde el penúltimo escalón. Pero todavía Li no me ha hablado de mi encargo.

¿Señol, me pelmite pasal?

Claro, digo, mientas me bajo un escalón y trato de encender un fósforo. El chist seco del roce de la cabeza combustible sobre la cinta rugosa de la caja pone histéricos a tres simios de la primera fila. Gritan y se jalan de los pelos. Presuroso, los vigilantes vuelan de lámpara en lámpara hasta repartir latigazos a los disidentes, mientras Li regresa con las manos extendidas queriéndome arrebatar la caja de fósforos. Antes de que logre rosarme siquiera me guardo hasta los cigarros en la bolsa trasera.

Sigo a Li y, pasando toda la primera fila, nos topamos con un cuarto del que no había reparado por la óptica desde donde me encontraba. Medianamente grande, se encoje por dentro. Al cruzar la puerta noto que está insonorizado. En una mesa tiene una torre de hojas papel reciclado con mi trabajo. Leo la primera página. Apenas está legible.

¿Dime cabrón que esto es todo?

No, señol, -traga un gargajo-, los simios están tlabajando en telminal. Le aseguro señol que no taldan. No taldan señol no taldan.

Maldito Li.

Lee, señol, nací en California.

Esa erre si puedas decirla, pinche chino. Hago un cálculo mental. Apenas sesenta mil simios, un poco menos con el infinito que debe haber. Todo lo hacen mal. Viene aquí con sus imitaciones, sus lamparitas de papel, su comida insípida. Les ordenas algo y te dan de comer lo que ellos decidan, como Zhang. La última vez le pedí un lo mein y me trajo pollo rostizado con arroz y soya. Le pedí una coca-cola helada y me dio te, caliente.

Mientas más leo las hojas me doy la licencia de fumarme el décimo desde que dije que me odiaba por no poder encender el fósforo. Con tanto papel aquí, es mi oportunidad para morir fumando. Li hace una mueca. Al final veo que no está tan mal. O tan diferente. La clásica historia de amor de época, hombre conoce mujer, mujer conoce mujer, hombre se suicida. Veo por una diminuta ventana de cristal de acuario hacia los simios.

¿Qué nuevo saldrá de ahí?

Una novela de conspilaciones intelnacionales. Es pala un glingo. La última que le hicimos fue un bestsellel señol, hasta película hicielon en Hollywood.

¿Y a ellos sí les trabajas rápido?

No quielo ofendel pelo la Doubleday Publishing paga lápido, señol.

Sí, recuerdo haber visto un esperpento en el cine, de cierta vez que llevé a Ying Lu, de un detective de pinta anglosajón descolgando un cuadro de Da Vinci en el Louvre ayudado por una francesita de buen ver. Después no recuerdo porque caí dormido, pero Ying Lu me contó que la francesita resultó ser la hija lejana de Cristo. Pinches chinos y sus imitaciones. A ver qué carajos se inventaron ahora.

Pues me llevo esto Li.

Pelo señol aún no está telminado.

Sin embargo, leí unas cuantas fojas. En la trigésima y al cuarto cigarro –a falta de cenicero hice uno con una de las hojas mecanografiadas de la novela, total, ningún lector la echará en falta-, me doy cuenta, mientras sigo avanzando, que en el escenario original decimonónico de carruajes, petimetres y sirvientes de librea aparecen buques tanque, indios cheepewa y un conciliábulo de judíos ortodoxos neoyorquinos huyendo de un supuesto ataque ovni.

Por poco me quemo con el infierno del cigarro, sino fuera porque Li se abalanzo para quitarme la colilla de los labios.

¿Qué carajos es esto pinche Li?

La Doubleday Publishing paga lápido señol. Pelo no hay ploblema señol. Todo está bien señol, todo está bien. Le asegulo que nadie lo notalá señol. Ya nos ha pasado y nadie lo notó señol.

Suelto las fojas al piso. Al instante uno de los simios entra a la oficina para ordenar el desorden.

Te creo pinche chino.

Cargo con las toneladas de hojas recicladas mecanografiadas a doble espacio y me largo de la fábrica. Dejo atrás el zumbido y a Maya dormida sobre el escritorio. Qué les pasa a estos chinos. Todo lo quieren imitar. Se supone que son infinitos changos en la idea original, no escasos sesenta mil. No me extraña, es una novela que Planeta publicará el próximo sábado (sello en el que trabajo en las sombras, sin registros en la nómina desde hace diez años). Total, si todos se tragaron eso de que Cristo se tiró a la Magdalena. Pinches chinos. Paro un taxi llevándome en brazos al nonato futuro destello editorial.

No me preocupo. La horda de nuestros lectores desmemoriados produce antigüedades literarias a una velocidad vertiginosa.

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