Capitán Herejel

Sentado a la cabecera de la mesa, con muchos pares de ojos lacrimosos sobre las viandas humeantes, encontré a Capitán Herejel. Iba, lo tengo seguro, a contar alguna de sus historias vividas en alta mar, allá en los mares del sur, donde habitan los monstruos, pero al verme regaló a los demás una mueca de felicidad, y después, dirigiéndose a mí, me invitó a comer. Rechacé la invitación y le dije al Capitán que lo esperaría en el muelle. Subí a cubierta; bajé a babor. Sentí un leve mareo. Nunca podría ser marino, me dije, tan sólo por lo complicado que me resulta subir y bajar de una de estas naves. Me sudaron las manos pero todo se tranquilizó con sentir la firmeza de la madera del muelle, resistente a cualquier embate de las olas. Caminé hasta el final, me descalcé y después me senté en el borde, para meter los pies dentro del agua. Luego, no sé en qué momento, y a pesar de tener el sol en frente, a eso de las cinco de la tarde, en este lado del mundo que es el oeste, a esta hora, el sol aún calienta lo suficiente, pero caí dormido. Nunca podría ser marino, me dije al despertar. El aire y las olas me producen tanto bienestar emocional que me cansa. Me vence la placidez, el murmullo del proteico mar o no sé, tal vez se deba a una indisposición crónica para cualquier trabajo físico. Por eso admiro al Capitán. De calva avanzada y de pelos canosos en los bordes, voz aguardentosa y un rostro curtido por múltiples arrugas (me atrevería a decir logarítmicas, si me excusan el terminajo técnico), que creo, obedecen a un patrón trazados por sus dioses. Los de él, que son muchos, y por eso lo admiro más, es un hombre que cree en el destino, de los que pocos hay.

Decía que salí de casa para pedirle consejo al Capitán. Ahora lo veo con más de sus invitados, niños de la calle, todos ellos sucios, lagañosos, haraposos malolientes, ladronzuelos y hasta uno que otro drogadicto. Capitán Herejel a todos ellos acepta en su mesa. A ninguno les niega los manjares del mar, preparados por una brasileña negra, mitad africana mitad india amazónica que, lo sospecho, cumple con otras obligaciones más allá de la cocina. Gusta de divertir a los ignorantes mocosos con historias fantásticas, aquellas que contaban los antiguos viajeros: sirenas, minotauros, leviatanes, cíclopes y demás bestias. Incluso a mí me divierten, yo, hijo de la era moderna plagada de múltiples artificios para la comunicación global, que esparcen luz y conocimiento sobre todos los huecos posibles (o eso pretende), obviando la belleza del claroscuro: para disfrutar sus historias, tengo que olvidarme de todo lo que haya en mi sesera, que no es mucho, la verdad.

-¿Cómo van las cosas por tu casa, eh?

-Bien padrino, como siempre –contesté amodorrado. Mi madrina también está bien.

Y antes de que me hiciera la misma pregunta que suele hacerme cada vez que le hago una visita, contesté: No, aún está sola, pero está mucho mejor.

-Bueno, contestó, ella siempre fue una mujer fuerte.

Supongo, me dije, y me encogí de hombros. Capitán Herejel fue el único que, con la fuerza ganada por todos los huracanes que venció en alta mar –y con los que lo vencieron a él, sobreviviente de tres naufragios-, calmó las aguas impetuosas que se desataron en mi casa al enterarse mis padres de mis indecentes aventuras nocturnas por la ciudad. Dijo, benditas palabras sabias, que nada en el sexo le era ajeno ni le espantaba, él, que había visto todo tipo de pueblos y gentes. Y desde entonces le hago una que otra visita esporádica. No tiene teléfono, ni móvil, ni internet ni alguna otra idiotez tecnológica. A veces sospecho que aún navega leyendo las estrellas.

-¿Y a usted mi Capitán, cómo le va?

- ¡Je! Capitán... ya no puedo ni capitanear a la negra que vez ahí –dijo guiñándome el ojo.

Me volví para ver a la negra, Orlinda, creo se llama, que tendía trapos recién lavados. Habla una mezcla rara de dialecto y portugués. Noté que los ingratos comensales partían, sin un hasta luego de por medio.

Después acomodé las sentaderas entumecidas sobre el muelle, mientras el Capitán apoyó su ancha espalda sobre el barandal de madera para luego echarse un habanito, que siempre le caía bien, a pesar de su enfisema.

Los arabescos que el viento hacía en la espuma del mar me hipnotizaron. Pensaba realmente en nada, pero, como un autómata, abrí mi bocata para cortar el silencio.

-No entiendo padrino. ¿Por qué mi blog casi no lo visita nadie mientras los de mis amigos sí? ¿Por qué no puedo publicar tanto como ellos?

Ya le había explicado, cierta vez, cuáles y qué eran esas nuevas herramientas de comunicación que nos ofrece el internet y que solemos usar para transmitir, a nivel global, nuestra ignorancia.

-¿Cómo puedes compararte con ellos, necio? –dijo el Capitán, con gravedad. Luego le dio tres caladas al puro y soltó una columna de humo que el viento arqueó.

-Sólo digo que, bueno –entonces temí haber molestado al Dios del Silencio, tan prudente como los que ya no hay-, no sé cómo logran publicar y publicar y ser leídos por miles. Eso es todo.

-¿No me has dicho tú mismo, necio infeliz, que repiten siempre los mismo temas?

-Sí, supongo que sí. Pero mi punto es, padrino, es… que hacerse de un solo tema y sacarle y sacarle palabras y…

-Se escribe mucho por falta de ideas, tonto.

Tosió, y yo enmudecí y enrojecí y me desperecé, y para evitar que el Capitán me notara el pudor me agaché al filo del muelle, para acercar mis orejas al murmullo del mar. Quería que fuéramos mejor a su biblioteca y que, señalándome a este u otro libro, me contara otra historia, aunque fuera una derivación de los mitos homéricos a los que es tan aficionado; también a las historias de Las mil y una noches, y a Melville, a Conrad, y a toda la pléyade de escritores que se hicieron mar adentro, o navegantes que devinieron escritores, no lo sé.

Para fustigar al toro, le cuestioné, ¡otra vez!, el porqué no ha narrado sus aventuras, ya que era los suficientemente viejo para temer un buen manojo de hojas –mecanografiadas, claro está-, y me contestó que no haría más que repetir lo que sus grandes maestros ya habían contado. Y por grandes maestros supe a qué se refería, a aquellos que guardaba celoso en un librero de ébano. Le rebatí que a otros eso no les importa ni los detiene. Memorias y novelas autobiográficas suelen imprimirse…

-Sí, impúdicamente, a costa de los bosques. Todas las putas cogen igual donde sea, ahijado.

Con eso parafraseaba al sabio Salomón. Lo cual me dejó un sentimiento de desamparo.

Así habla un hombre que, siendo un joven burgués estudiante prometedor de ciencias políticas, abandonó la vida acomodaticia que llevaba en casa de sus padres para lanzarse a todo tipo de peligros y aventuras en alta mar, decisión que tomó justo estando un día, como él lo dice, parado al filo de un muelle de cemento, al tener una epifanía, o un llamado de los dioses como prefiere decir, y a cuyas voces no pudo negarse.

Ergo, soy un burgués avergonzado de mi cómoda vida que no ha hecho nada importante, ni en beneficio propio.

-No es tu culpa, cabrón, decía, son los tiempos, y tú eres un hijo de tu tiempo.

-Lo único que podría ponernos a prueba, contesté, ahora que ya no existen dioses ni utopías que seguir, es que se desaten los demonios de la guerra. ¿No cree así padri…?

-No, pendejo, no existen los demonios. Sólo los dioses.

Y claro, pensé en los helénicos, que no tenían demonios, sino bestias que eran utilizados contra los hombres por dioses enfurecidos. Eso era todo.

-Mira, ahijado, tú porque eres un cabrón huevón, pero podrías venirte un día conmigo, en la próxima temporada.

Entristecí ante la oferta.

-¡Ja, ja, ja, ja!

Y después tosió, tan fuerte, que parecía que se le desbarataba el pecho.

-Necesitas vivir hombre. Vive y lee, luego escribe, ¡y al carajo!

Le contesté que pensaría en su oferta.

De repente Apolo, dirigido por sus áureos caballos, desapareció tras el mar para cederle, ¡tan prudente!, su espacio a la noche. Él regresó a su camarote para una siesta antes de sus correrías por las cantinas del puerto. ¿Pobre Orlinda, qué hará? Y yo me regresé a mi casa un poco como un perro con la cola entre las patas. Decía que había ido a pedirle consejo a Capitán Herejel, como siempre lo hago cada vez que pierdo el norte, lo cual es muy seguido, y al igual que las otras veces, partí de allí sintiéndome súbitamente desbaratado, pero con la fuerza para olvidarme de las palabras de ese loco.

cartografia …¿Continuará?

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