A resguardo de los gusanos
Me decido a ver un libro que está acostado sobre otros dispuestos en un estante. Se parece a uno de mis libros viejos es lo que pienso al ver la portada. Ficciones. Éste siempre aquí, y en todos lados, parece que no me dejará en paz. Lo abro por en medio y veo gusanos alimentándose de la celulosa rancia, atravesando las páginas. Le muestro al tendero el ejemplar abierto de par en par. Sus ojitos pardos de rinoceronte, en medio de su gorda cara ovalada, se sobresaltan al notar el entuerto. Su manaza emprende un viaje desde la cadera por la que cae inerte como tronco de árbol en barranco, hasta prensar sin ternura el habitáculo de comején. Me doy la media vuelta sin preocuparme demasiado por su suerte. Por lo tanto, sigo emprendiendo la búsqueda de La Gran Joya Literaria Que Necesita Ser Rescatada del Tiradero Municipal. Por desgracia, sólo encuentro más y más tomos de enciclopedias clínicas y manuales de farmocobiología. Es, para explicarlo en un tris, un moridero de enciclopedias este lugar. Acá vino a parar la Ilustración y los ensueños de Voltaire y compañía, en un local hediondo que se cuece a baño maría de los vapores tropicales de las alcantarillas. Explico pronto que un dejo de lástima (y de anacronismo sentimental) me ha movido a poner en más de una ocasión mis dos pares de suelas sobre la loseta desgastada del local.
En la primera expedición, que no difería tanto de un trabajo de arqueología en el que no faltó polvo, encontré apenas dos libracos a precio de ganga: Si te dicen que caí, de uno de lo más novísimos Premio Cervantes, Juan Marsé, y de una fémina francesa, Colette, de principios del Siglo XX. De ésta no sabía nada, así que me apuré a leer su biografía anotada en la primera página: antigua bailarina y primera integrante mujer de la Academia Goncourt, lo que es toda una polifacética. Por aquellos dos ejemplares (el de Colette vale por tres novelas en un solo tomo), desembolsé apenas treinta y cinco pesos (haga usted la conversión monetaria que quiera). Pasó bastante tiempo, cerca de algunos meses y pico, hasta que, andado cerca, y pretextando que el camino al parabús pasaba contiguo al local, hombre, me digo, un poco de desvío no me viene mal. Pero en esta segunda visita noto algo que en mi primera incursión en el cementerio de impresos (aparte de enciclopedias añádase números atrasados de fanzines, diarios y revistas) no: que son dos locales, uno al lado del otro. Pero de igual forma ambos compiten con iguales ofertas, iguales mercancías: prácticas sanas del juego justo.
Del local donde encontré al Borges agusanado rescato dos Breviarios del Fondo de Cultura Económica –pasta dura, estudios literarios-: Historia de la literatura alemana y La semántica. Pago treinta y cinco pesos por ambos. Al salir de aquella catacumba noto que Ojitos pardos de rinoceronte ha tirado las Ficciones a una caja de cartón dispuesta sobre la acera, en plan bote de basura, compartiendo vecindario con latas de refresco y diversos barquillos de helado a medio consumir.
Abandono el local y pienso: hombre, ya que estoy cerca, otro poco de desvío no me viene mal. La única diferencia que advierto al entrar fue una televisión que le parlotea a una señora que ni al caso. No es ella el tendero. Bogo la mirada entre la mar de lomos puestos horizontalmente sobre la pared; subo y bajo describiendo curvas gaussianas, pero en ese pequeño orden encuentro poca diversidad: más enciclopedias temáticas, manuales de petroquímica y best-sellers mundialmente olvidados. Así que me esperanzo sobre un mueble desmontable de lámina niquelada donde reinaba aquel tremendo caos: ¡Olaf Stapledon!
Un libro no es sólo un libro sino también es una puerta y en aquel lugar hay más de una sola puerta hacia algún lugar ignoto que se revela apenas atreviéndose uno a girar el picaporte que es como decir abrir algunos de aquellos cientos de libros que como puertas están dispuestas esperando que una mano intrépida se decida bien a bien a girar la hoja de madera que como pasta dura emprenda el viaje girando sobre el centro de gravedad que le dota una bisagra de papel. Tantas y tantas son aquellas puertas, encimadas, botadas, alrevesadas y deformadas algunas más por la humedad y el olvido que se mueren de verdaderas ganas por ser violadas como dicen que sienten algunas féminas que esperan a que sus marineros regresen de alta mar después de librar aquella otro injusta guerra. Así las puertas que como libros aíslan y guardan y atesoran verdaderos secretos cuyos caminos están reservados sólo para unos cuantos y yo en medio de todo aquel inmenso universo ante tantas puertas que se dirigen a infinitos puntos cartesianos sin saber bien a cual decidirme entrar porque vaya que si los pesos me faltaban y no puedo resolverme por algunos de aquellos ejemplares, sobre todo de ese Stapledon un tanto envejecido plus un Isherwood que se cruzó en el camino deben o no compartir habitación con más de trescientas puertas guardo en un pequeño cuarto al que usted está nunca invitado a entrar (hágase de su propia biblioteca).
Pregunto al tendero por el precio de ambos. Cuarenta pesos es su respuesta categórica, pero no se conforma con sonorizar con su monetaria voz la estrechez del changarro, sino además cuestiona mi expresión facial al escuchar su respuesta: ahí tienes al Notiver, que está de a ocho fierros. Pero si ese lo tiras a la basura, contesto dándole entera razón. Pero mira, va y me dice, acá tengo una joya, la Divina Comedia, que ese no lo lee cualquiera (desde luego que no, pienso), y también te lo dejo a cuarenta. Pues buena la tengo, por regatear la develación de los grandes misterios, y adopto una sola resolución, la más lógica: pagar las cuarenta piedras de sol por Juan Raro y La violeta del Prater. El primero editado por Minotauro, cuando aún era una casa editora argentina y no se la había tragado un bicho transnacional, y el otro por el CONACULTA, en coedición con Alianza Tres, de España. Cuatro libros. Salgo de aquellas incubadoras de larvas con los dedos ennegrecidos, la espalda húmeda, la pinga erecta y el antojo de una limonada preparada con su gajo de limón ensartado en el filo de la boca de un vaso alto de cristal que tintinea de tantos cubitos de hielos que trae dentro.
En fin, me largo al parabús sin limonada, hecho un asco, con el sobrepeso de los libros que mantendré desde ya a resguardo de los gusanos.
Los gusanos degustaban el cuento “La biblioteca de Babel”. Oportunos, comían más de un libro.
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