Aflicción o la puta enfermedad

Thomas Mann habla sobre la enfermedad. Es uno de esos grandes temas que aborda en su montaña mágica (y no sólo de la tuberculosis, padecimiento emparentado con el amor y el hastío) y en su muerte en Venecia (la vejez y la locura). He leído que Susan Sontag le dedicó muchos textos al tema, pero no podría referirlos (aún no los leo). Lo que sí sé de sobra es que estuvo enferma, y que murió en la cama del hospital donde yacía –una disculpa, he olvidado su aflicción-.
Cuando Hans Castorp sube al sanatorio sólo le aqueja el estrés. Irá por un par de semanas. Fueron esos el diagnóstico y la cura que le recetó su médico. Eran comunes, en siglos pasados, los sanatorios. Para cierta clase de gente. Y esto sí lo he leído: más comunes en Europa que en América. Balnearios y hoteles para enfermos solían llenarse de gente de clase alta. Buscaban la cura, o lo más parecido a ella. En los balnearios, se creía, uno podía aliviarse por ciertas propiedades minerales tan sólo uno metía un pie en el flujo de manantial. No se trataba de la anhelada fuente de la eterna juventud que, paradójicamente, los antiguos exploradores ubicaban en tierras americanas en sus antiguos mapas, pero solazaba sus mentes y sus cuerpos. Acá, en este pedazo del mundo, y más propiamente en la Unión Americana, la medicina es intrusiva, científica y mecanizada. A cada padecimiento le corresponde una píldora, o el bisturí. Allá, en el otro pedazo restante del mundo, un mismo mal o padecimiento o afección o dolencia podía entenderse o interpretarse según el galeno en cuestión. Éste, enfrente de uno, nos estudiaba a nosotros y a nuestro historial y a nuestra cultura. Y el remedio variaba desde una inyección, una píldora, algunos baños o el reposo en un sanatorio.

El sanatorio al que llega un optimista Hans Castorp está ubicado en las alturas de Davos, tan alejado de los Cárpatos como del Mediterráneo y el Canal de la Mancha. Es decir, en el centro de Europa. Que ahí corre el viento más puro, más limpio y que esas condiciones meteorológicas confieren un ingrediente mágico para sanar. Pero la enfermedad de Hans es otra. O muchas otras más que el simple estrés colegial. O la que deriva de su historia personal –es huérfano de padres y no hace mucho había muerto se abuelo, cosa que le había tocado vivir-. La enfermedad de Castorp muta apenas pasa un día. Primero lo manifiesta como la adaptación: el cambio, brusco, tanto del clima como del vulnerable estado del tiempo y la altitud –cambio de presión arterial-: Hans “sube” al sanatorio porque pertenecía a los de allá “abajo”, esa sub raza que parece vivir engañada por un bienestar presuntamente ficticio: Hans proviene del puerto de Hamburgo. Los días de adaptación a sus nuevas condiciones pasan. Y su enfermedad –que del estrés mutó en mimesis- remuda ahora en el enamoramiento (y todo lo que ello conlleva, tomando en cuenta su edad), hasta llegar a la vorágine metafísica en la que se ve envuelto al convivir con otros dos auténticos enfermos: uno humanista y el otro místico. Hans Castorp termina muriendo antes de curarse. Sin embargo, cuando Hans baja de la montaña, no lo hace con los pies por delante, sino que lo hace muerto: es otro Hans: se ha curado.

Toda esa perogrullada la he referido porque hoy me había sentido como Hans (sí, Harold Bloom recomienda que no evitemos sentir empatía por los personajes de ficción, y que lo contrario es una mera estupidez o pereza empática. Las últimas palabras son mías.); por lo que visité un médico. El padecimiento es cosa mínima. Afecta la piel de las plantas y las palmas. Se debe a un desequilibrio del pH, al mal funcionamiento de las células sudoríparas, la acción de un virus más el estrés de la persona afectada. Son ellos los ingredientes para que, por ciertas temporadas, tenga uno que esconder las manos, digamos, en los bolsillos del pantalón o en la espalda o donde se pueda, con tal de que otros no piensen que tenemos costras por tanto meter las manos en cal viva.

Uno, al visitar a un médico, espera de él una cura. No importa que sea esta costosa o cara o complicada. Me pregunto si podría aportar un nuevo término para identificar a los males que pueden ser curados y a los que no. Estos últimos serían los que debieran llamarse con otro nombre distinto a “enfermedad”. Pero, aunque parezca tan preciso, leyendo ciertas novelas parece que la enfermedad no es otra cosa que una construcción psicológica: para ciertos fines. La medicina, que no la ciencia médica, sí detecta casos precisos en los que el paciente, por muy loco o cuerdo que esté, padece algo: o cáncer o pancreatitis o enfisema pulmonar. Por ello me refiero a la enfermedad como ficción: ¿Qué tanto había esperado de la respuesta del médico?

Había esperado que la respuesta fuese otra: toma esto por tantos días cada ocho horas, bebe aquello con una cuchara sopera por tantos días cada seis horas y aplícate esto en tus manos y en tus pies por tanto tiempo ¿y qué crees? ¿Qué? Te mentiría si te dijera que lo que te recete te curará, dijo el médico. Es decir, no hay cura. O sea que tanto depende del estrés, más que de otra cosa. Es algo común, siguió el hipocrático, que puedes tener un tiempo y luego parece que ya no; te curarás en cuanto menos te los esperes –si es que te curas, claro está-, y sólo te puedo recomendar un profiláctico, una crema que te untarás por la noches para prevenir que las heridas de las ampollas alojen alguna bacteria. Y ya está. Toma un dulce niño, y vete a dormir.

-¿Y no depende de la comida?, pregunté.

-No depende de la comida, ni del clima, ni del colesterol alto de la creatinina ni del ácido úrico. Si fuera lo último tendrías dolores en las articulaciones, porque son cristales que se acumulan en las venas.

-¿Y no hay algún balneario de aguas minerales al que me recomiende ir?, pregunté desconsolado.
-El río. Pero por él fluyen toda clase de minerales que primero te desvanece antes que curarte.

(Las dos últimas líneas de diálogo son mías).

Entonces, me dije, al salir del consultorio, estás jodido. Eres gay, y peor que eso, te aqueja la vanidad. Nunca podré lucir unas manos libres de lesiones ni tampoco querré que un hombre chupe los dedos de mis pies. Pero qué digo, si es en verdad una cosa mínima. Nada grave y ni más profundo que la propia piel. Es una cosa de nada. Lo aseguró el médico, y su voz fue cálida y reconfortante –tal vez de ahí la decepción-. Sólo asegúrate, con la crema, de no alojar una bacteria. Me aseguraré. Y créeme, que no por esa enfermedad tuya es que no has mojado ni tenido pareja en tanto tiempo. ¿Pero qué no te das cuenta que soy gay y que los gays somos gente mala y fijada? Tú te crees Hans Castorp, pero te tengo una noticia. ¿Cuál? Terminarás como Gustav von Aschenbach; es más, te llamas como él.

Joder, es cierto.


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Von Aschenbach según Luchino Visconti

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