El judío que sabía demasiado

Reseña de “Pi” de Darren Aronofsky, 1998.


Al intentar escapar del laberinto en los que tenía encerrados el rey Minos, Dédalo, inventor y constructor, entre muchas cosas, del mismo laberinto donde se haya atrapado, junto a su hijo Ícaro, cuando aquel perdió la buena fe que rey le tenía, resuelve fabricar una alas, (artefactos que los griegos mitológicos solían utilizar en espalda o pies a manera de herramientas que le permitían alzar el vuelo), con las cuales saldrían del laberinto, teniendo en cuanta que el rey, todopoderoso, ejercía jurisprudencia total tanto en la tierra como en los mares, por lo que Dédalo veía reducidas sus posibilidades para escapar de tal confinamiento. Con las alas hechas, Dédalo aconsejó al jovial y curioso Ícaro, todo un icono del espíritu libre moderno a juicio del reseñista, que no volara demasiado alto: una excesiva cercanía con Apolo, dios del sol, terminarían por derretir la capa de cera con que estaban cubiertas las plumas que el constructor utilizó para un mejor funcionamiento aerodinámico de las alas. Ícaro, como se ha referido hasta el hartazgo, desobedece al padre sorprendido por una nueva visión: bien puede uno imaginarse que desde cierta altura, ya sea sobre la cima de una montaña o montado en un avión, la perspectiva de las cosas cambia. Así, sorprendido, Ícaro desatiende el consejo paterno, vuela tan alto en la bóveda de los cielos que un leve roce de sus alas con un rayo de Apolo lo derriba al mar.

Se cuenta, en resumen, el conocidísimo y muchas veces referenciado mito griego. Referenciado tanto en cine como en literatura, y referenciado por Aronofsky en su ópera prima como una parábola del hombre que tiene alas y, sin atender consejos de terceros, bate tan fuerte el viento alrededor de sí que logra subir demasiado, tal como corre la suerte del protagonista, héroe derribado, Maximillian Cohen.

Cohen es un eminente matemático de cierto renombre, quien trabaja bajo la tutela de otro eminente matemático, Sol, mismo que fungiría a lo largo de la película como un Dédalo un poco apartado. Transcurre sus miserables días intentando obtener un patrón de comportamiento en el convulso y volátil mercado de valores; algoritmo por demás complicado de elaborar. Aunque vive plenamente convencido de la existencia de patrones de comportamiento absolutamente de todo, por el contrario, a Sol le resulta por demás complicado reducir todos los aspectos de la naturaleza a un solo modelo matemático, que el caos siempre será caos, mientras que el jovial Cohen, Ícaro tal cual, considera que tarde o temprano tanta reiteración cíclica de ciertos eventos de la naturaleza terminan por representar patrones que pueden simplificarse en un algoritmo, y que, además, siendo el mercado de valores un ente autónomo lleno de números volátiles aunque cíclicos, no tardará, después de cierta exhaustiva búsqueda, en encontrar la fórmula mágica.

Siendo famosa su habilidad matemática, conocida hasta por una vecina inoportuna, y famosas también sus pesquisas numéricas, nuestro héroe es cazado por dos fuerzas por demás opuestas: de un lado de la moneda los hombres del misticismo, representados por un grupo de judíos, quienes desde milenios buscan, utilizando las técnicas de la kabbalah, un número mágico que representa la llave para conocer el verdadero nombre de dios (según la propia tradición judía); y por el lado restante de la moneda a los hombres del materialismo, representados por una poderosa corporación que busca, férreamente, la solución que prediga el comportamiento de las bolsas de valores y con ello obtener el control total del mercado de valores. Dos aspectos que exploran los guionistas, como ejemplos de lo que representa para el hombre moderno la felicidad plena: la comodidad material y la felicidad espiritual.

Al ser cazado por ambas fuerzas, Cohen señala no estar interesado ni en religión ni en aquello que pueda ofrecer la corporación. Relata, por lo menos tres veces, que de pequeño vio directamente al sol, desobedeciendo un consejo materno, padeciendo gravísimas secuelas de un suceso sumamente importante del cual no es consiente hasta que se le revela (y a nosotros también), la verdad de su existencia. Eso que se ha señalado como paranoia en ciertas semblanzas de la película, y que padece el protagonista relatado en una interesante exploración estética bien llevada por el director, tiene más semejanzas con la epilepsia fotosensible, un padecimiento neurológico que es causado por la exposición a una luz intensa, provocando fuertes migrañas. Migrañas y fuertes delirios que, se presume, Cohen viene padeciendo desde la exposición de sus retinas a los rayos de Apolo. Así también, cada vez que éste parece estar más cerca de la revelación de la fórmula mágica, la afección neuronal lo aqueja, cada vez con más intensidad.

Afectado ya por el asecho de ambos bandos, y habiendo cedido ante los dos (por un lado acepta el nuevo chip que la corporación le ofrece y por el otro acepta una sesión mística con el grupo de judíos), su mentor le aconseja seguir el ejemplo de Arquímedes, utilizando otra leyenda por demás hermosa en donde el genio, después de vivir atormentado un tiempo buscando cómo tener la certeza de que una onza de oro vale oro, va y se toma un baño en una tina, donde, después de la confortación, lograr aclararse las ideas y descansar la mente, alcanzando una etapa de lucidez que le revela el enigma: entonces Arquímedes grita eureka. Pero Cohen no es un viejo sabio artrítico, sino más bien jovial y curioso, que vuela ya un poco alto surcando la bóveda celeste y con una nueva perspectiva de la naturaleza, recordando que, después de hacer trabajar en extremo la unidad procesadora de su computador, ya de nuevo ha solucionado el problema con el nuevo chip, un par de alas que lo elevan demasiado al sol, tan cerca, que sus excesivas dimensiones lo ciegan: reanudada la pesquisa numérica, después de ciertas momentos tormentosos, Cohen encuentra un bug, o error informático de programación, el cual hace imprimir y desechar inmediatamente, cuando cree que aún está muy lejos de predecir el comportamiento de Wall Street; aunque, para su mayor desgracia, la hoja impresa es recuperada por los hombres del materialismo.

Cabe recordar en este punto que, en una de esas tantas conversación de Sol con su pupilo, un científico es aquel que tiene certeza sobre las cosas, y que a diferencias de un simple numerólogo, sabe reconocer a 216 como un simple número y que, focalizado en él, bien podría encontrarse en cualquier conteo de escalones o en las veces que un chofer se queja del tráfico. Cohen parece ir perdiendo progresivamente la capacidad cognitiva que caracteriza al buen científico, focalizándose en extremo en la serie de Fibonacci, referenciando reiteradamente en las relaciones dimensionales que construyen a una espiral, un caracol, un girasol: simbología insertada con buen ojo narrativo. Aunque tanta reiteración de la proporción dorada, desde el primer encuentro del judío y Cohen, cuando aquel le explica el funcionamiento de la cábala, hasta el grado de mencionar al hombre del Vitrubio, la cinta parece estar más apegada a esa idea bastante jugueteada por místicos y numerólogos, que la película bien podría haberse llamado “Phi”, letra griega con la cual ha sido designada la proporción divina.

Atrapado en el laberinto, Cohen usa su ingenio y vuela para escapar. Observa y contempla obsesivamente, paranoicamente, a costa de sus convulsiones cada vez más violentas, el bug que la máquina le arroga, un computador que, referencias menos referencias más, tiene una hermana gemela creada por la dupla C. Clarke-Kubrick, HAL 9000, porque Euclides, así como el cerebro rector de la Discovery, falla por intervención de un orden superior, en el momento que sus operadores no saben interpretar esos deslices técnicos. Así lo interpreta nuestro héroe, cuando acepta con esperpento que está muy alejado del algoritmo mágico: mira y relee la colección de números que cree erróneos sin poder interpretarlos. Pero escapa, como se ha dicho, perseguido por fieles servidores del rey Minos. Escapa volando el jovial Cohen cuando ambas fuerzas ya lo tienen atrapado, vuela suspendido frente a la grandeza de Apolo, sin que lo reconozca: la corporación le exige el algoritmo completo, la secta que le dicte todos los números. Cohen les dice a ambos no saberlo, hasta que, frente al rabino mayor, se le revela la verdad: el bug no es otra cosa que la llave mágica, para acceder a dios y para controlar a Wall Street.

Pero la conclusión a la que llega una vez que se la revelado que desde la infancia había entrado, vía ocular, en contacto con dios, es sólo una cara de la moneda: Cohen también acepta, diciendo que lo ha visto todo, que vivirá aún más infeliz y desgraciado si conserva con él la llave mágica y, tomándole la palabra a su mentor recurre al borrado físico de su memoria: el héroe, después de un tormentoso camino, se inmola, como todo un clásico griego.

En el último momento, contando con la llave que le abrirá la puerta de entrada al cielo (al cielo judío) y que le permitirá controlar los mercados de valores del mundo, una oportunidad de satisfacción plena, que le permitiría tener colmadas sus aspiraciones materiales y espirituales al mismo tiempo (piedra angular por demás socorrida), él recuerda no estar interesado ni en la religión ni en el dinero; su entrenamiento científico y por ello mesurado parece triunfar en el último momento: él se sabe puro, y decide no revelarle al rabino mesiánico la información de tan preciados números.

Siendo ésta película un detallado viaje de un héroe por demás marginado, cabe suponer que el Cohen que conocemos al principio no es el mismo Cohen después de caer al mar. Primero era un científico más que gustaba ocupar sus miserables horas libres a la contemplación técnica de la naturaleza (buscando eventos cíclicos), pero una vez habiendo recorrido un tortuoso camino, vemos a un Cohen que pasa sus apacibles tardes otoñales sentado en una banca dedicándose a la contemplación estética de la naturaleza. Nace un poeta.

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