Quien busca no siempre encuentra
Otro día frente a la computadora. Con impotencia. Con laberinto. Es difícil transcribirlo. Lo veo y poco puedo decir de ello. Prefiero permanecer sentado, solitario. Esperando, sí, que algo suceda. Hoy salí a la búsqueda –son pocas mis opciones- de aquel que me rescatará de mi pozo de amargura. Lo he dicho bien, que ahí he vivido por largas temporadas. En fin, no encontré a nadie. Respondí un mensaje que un aventurado me dejó en uno de mis tantos perfiles, leí un correo electrónico nada interesante y envié una invitación de amigo a alguien que creo es un viejo amigo de la infancia que desde hace mucho he dejado de ver. No espero que responda. El resultado de tres horas de pasarla en Internet.
Una pausa. Hace poco pude recordar un sueño que apenas unos días padecí (soñar es una enfermedad). Soñé que abrazaba con mucha emoción y calidez y otra cosa más a un amigo del que terminé por enamorarme. Por momentos me despertaba, debido al canto incesante de un chapulín, y reconocía a la almohada con la que suelo aferrarme cuando subo a la montaña rusa de las experiencias oníricas. Pero apenas y entreabría los ojos, volvía al sueño y la presencia del calor corporal de mi amado entre mis brazos volvía también. Y conocía la felicidad. Imagino que el intrometido insecto tenía un plan: traerme a la realidad, pero mis profundos deseos incumplidos me zambullían de nuevo y con violencia a la experiencia de la agradable novela de pasión que yo narraba y al mismo tiempo protagonizaba. Nada podía compararse a otra cosa. El destino se ha cumplido. Todo ha valido la pena, esa espera, esas dudas, al fin, han tenido un cauce beneficioso. Gracias paraíso. Hasta que la alarma biológica, dejando a un lado al insecto tenor en paz, pudo más sobre mí. Tuve que abandonar la cama para ir al baño. Tuve que abrir los ojos y reconocer lo que me envolvía: sábanas vacías, almohadas duras y abultadas, un vasto y desértico colchón, una cortina escarlata tapando la ventana, una tele apagada, la computadora sin Internet, mi maleta abierta y la ropa tirada en el suelo que apenas usé el día anterior: un cuarto de hotel. Crucé la habitación con pasos de ebrio. Encendí la luz para ver el retrete y oriné. Me lavé las manos y me vi en el espejo: el rostro adormilado. Regresé a la cama con una sensación de felicidad estúpida. Ni yo estuve con él ni ayer ni desde hace un par de años ni él ha estado conmigo nunca como lo he soñado apenas. Soy un estúpido. Sigues solo. Tú, me repito, has tenido un sueño. Abracé la almohada pero él ya no regresó a mis brazos.
Hoy vi sus fotos en Internet. Volví a repetirme que deje de soñar imposibles. Que sería mejor seguir buscando, solicitando “amigos” en las redes sociales, y todo eso que he hecho por mucho tiempo y que aún no ha rendido frutos. Hace poco quise abandonar el uso de esas páginas web, las sentí innecesarias y muy engañosas. Pero mi opciones son muy pocas. No me siento bien en un antro, lugar común para ligar. Y el trabajo tampoco me deja mucho tiempo libre. Está bien, unas cuentas horas a la semana dedicadas a buscar. Qué son diez años más.
Mientras redactaba este post leía “El vino del estío” de Ray Bradbury y “Recursos humanos” de Antonio Ortuño.
Comentarios
Un abrazo muy apretado !